domingo, 31 de octubre de 2010

Capítulo 1

LIBRO PRIMERO
 Capítulo 1.

Arthur Schopenhauer estuvo a punto de nacer en Inglaterra. Así lo quería el padre y la madre compartía ese deseo. Habían viajado a Inglaterra y esperaban que el nacimiento del niño aconteciese en Londres. El padre, que admiraba el modo de vida inglés, pretendía asegurar de ese modo el disfrute de la nacionalidad inglesa al anhelado hijo. Sin embargo, durante aquellos días de espera, cargados de niebla, le asalta repentinamente el miedo y, en un viaje de regreso extenuante, arrastra a su mujer encinta de nuevo hacia Danzig, donde Arthur viene al mundo el 22 de febrero de 1788.
En cuanto filósofo, sin embargo, y para la opinión pública, Arthur Schopenhauer nació efectivamente en Inglaterra. Tenía sesenta y cuatro años y había completado ya la obra de su existencia sin que el público le prestase mayor atención cuando, en abril de 1853, un periódico inglés, el Westminster and Foreign Quarterly Keview, sacó a la luz a este Kaspar Hauser de la filosofía alemana.
Con las siguientes palabras presenta el periódico ante el público inglés, para el que la fiebre especulativa de Alemania no es más que una extravagancia, a un filósofo desconocido hasta el momento: «Muy pocos de nuestros lectores ingleses conocen el nombre de Arthur Schopenhauer. Y menos todavía serán los que sepan que el oscuro individuo al que este nombre pertenece ha trabajado, desde hace cuarenta años, por el derrumbamiento de todo el sistema de la filosofía alemana construido por los catedráticos de universidad a partir de la muerte de Kant. Pero precisamente ahora —curiosa verificación de la ley acústica según la cual sólo mucho tiempo después del disparo se oye la detonación del cañón— empieza a ser escuchado.»
La detonación de este artículo, sin embargo, se escuchó de inmediato, incluso en Alemania, donde la Vossische Zeitung publicó una traducción. El elogio que llegaba desde la isla era con todo demasiado estridente: «Sólo muy pocos tendrán idea de que Arthur Schopenhauer es uno de los escritores universales más geniales y dignos de ser leídos, gran teórico, de erudición universal, fuerza inagotable en la clarificación de los problemas, lógica estremecedora e inexorable consecuencia. Para colmo, posee la cualidad, divertida en extremo —excepto para el afectado—, de dar en el blanco de su oponente con temible maestría.» Este artículo de Inglaterra inauguró lo que Schopenhauer llamaría irónicamente «la comedia de la fama». Despedía a los visitantes que ahora acudían hacia él en la casa de Frankfurt con la siguiente observación: «El Nilo ha llegado a El Cairo.»
Pero volvamos ahora hacia Londres desde Frankfurt y la desem¬bocadura del Nilo. Arthur no ha nacido todavía y los padres están a la expectativa.
Habían emprendido el viaje el día de San Juan del año 1787. Heinrich Floris Schopenhauer perseguía un doble objetivo. En primer lugar, quería proporcionar a su esposa, veinte años más joven que él y que no había visto todavía nada del mundo, una distracción agradable. Se había casado dos años antes con Johanna Trosiener y el suyo era un matrimonio de conveniencia, todavía sin hijos. Johanna apenas podía ahuyentar su tedio tanto en la suntuosa casa de Danzig como en la idílica residencia campestre de Oliva. El mal humor y la melancolía habían empezado a empañar la reciente, aunque desde el principio sólo moderada, felicidad conyugal. El viaje fue para Johanna un regalo del cielo: « ¡Yo iba a viajar, viajar! ¡Ver Inglaterra!... Temblé de alegría, creí soñar cuando mi marido me abrió la perspectiva cercana de esta dicha insospechada», escribe Johanna en sus memorias.
Pero no se trataba solamente de hacerle un regalo a su esposa, puesto que Heinrich Floris acariciaba también la idea de emigrar a Inglaterra y quería recoger información relevante para ese propósito.
Pues Danzig, ciudad en la que los Schopenhauer estaban establecidos y en la que eran tenidos en alta estima desde hacía generaciones, había dejado de ser lo que fue antaño.
En el siglo XVIII, pasaba todavía por la vieja ciudad hanseática el sesenta por ciento del comercio del mar Báltico. Danzig conservó su autonomía política bajo la protección de Polonia. Pero al desmoronarse este reino a lo largo del siglo XVIII y convertirse en objeto de transacción entre los intereses contrapuestos de los Habsburgo, de Rusia y de Prusia, también la libertad de Danzig quedó amenazada. Y, aunque los otros vecinos se ofrecieron como potencias protectoras, en Danzig sabían bien que por ese lado no cabía esperar protección sino chantaje. Danzig tuvo que hacerse a la idea de que, a pesar de su condición de orgullosa ciudad comercial, rica en tradiciones, no tenía más remedio que convertirse ahora ella misma en objeto de transacción para las grandes potencias europeas. Algunos decenios antes del nacimiento de Arthur, el gobierno de Danzig había formulado la voluntad de autoafirmación de la ciudad en una petición de ayuda a los Estados generales holandeses: «Nos mantenemos como un banco de arena sobre el que brama el mar y nos enfrentamos al instante en el que las olas nos anegarán y seremos sepultados sin que nadie lo lamente.» Los habitantes de Danzig no tuvieron que aguardar mucho tiempo la ola que iba a sepultarles. En 1772, con ocasión de la primera partición de Polonia, los prusianos avanzaron y pusieron cerco a la ciudad. Las tropas ocuparon el país circundante y la desembocadura del Vístula. Muchas residencias campestres de los ciudadanos ricos de Danzig quedaron así en territorio prusiano. Los transportes rusos y polacos de cereales que bajaban por el Vístula tenían ahora que pagar derechos en la aduana prusiana, circunstancia que ocasionaría serios quebrantos al comer cio de Danzig. Los «aduaneros» de Federico el Grande penetran incluso en el territorio de Danzig. Uno de ellos es sorprendido por la multitud enfurecida y lo matan a golpes.
Johanna Schopenhauer es todavía una niña pequeña cuando esto sucede. Una mañana, reina en las calles una agitación desacostumbrada. Marineros, artesanos y recaderos discuten acaloradamente y con ellos se mezclan los ciudadanos ricos con medias de seda. Sobre las terrazas abiertas, que en Danzig reciben el nombre de «escaleras volantes», se apiñan las cabezas de las vecinas que llevan puestos todavía el camisón y las pantuflas. La niña, temerosa, pregunta a su niñera lo que sucede: «Ciertamente una gran desgracia», respondió Kasche, «pero vosotros los niños no entendéis nada de eso. Durante la noche han llegado los prusianos —así que tenéis que ser amables con ellos.»
Muy poca amabilidad mostró en tal ocasión Heinrich Floris Schopenhauer. Su republicanismo burgués-aristocrático —leía a Voltaire y a Rousseau y además estaba abonado al Times—, así como la alianza de los Schopenhauer con las tradiciones democráticas de Danzig, que se remontaba a varias generaciones, hacían de él un enemigo irreconciliable del autoritarismo prusiano. Había tenido incluso el privilegio de entrevistarse personalmente con Federico el Grande. Corría el año 1773 y, a la vuelta de un largo viaje al extranjero, Heinrich Floris se quedó algunos días en Berlín. Durante una parada militar, el rey lo vio entre los espectadores: su apariencia elegante y altiva llamaba la atención. El rey lo invitó a una audiencia durante la cual pidió al importante mercader de Danzig que se estableciese en Prusia, pues, según dejó entrever, la libertad de Danzig no tenía ya futuro alguno. «Voilá les calamitées de la ville de Dansic», dijo el rey, señalando burlonamente hacia el mapa que colgaba en el ángulo de la estancia. Pero Heinrich Floris no tomó esta oferta en consideración. Quería agradecerse a sí mismo lo que era y no al favor del poder.
A oídos de Johanna, que había alcanzado entre tanto la edad del matrimonio, llegó esta anécdota, que corría por Danzig junto con otras del mismo tenor. Por ejemplo la siguiente: En 1783, durante el bloqueo prusiano de la ciudad, el abuelo Schopenhauer se había visto obligado a alojar en su finca rural a un general prusiano. Para mostrar su agradecimiento por la acogida, no por forzosa menos hospitalaria y obsequiosa, el general ofreció al hijo de su anfitrión, es decir, a Heinrich Floris Schopenhauer, la libre adquisición de forraje para los caballos. Heinrich Floris, propietario de una selecta cuadra, envió una respuesta lacónica: «Agradezco al general prusiano su buena voluntad pero mi establo está todavía abastecido por mucho tiempo y, cuando mis provisiones se agoten, mandaré matar a los caballos.»
Este republicano cabal, considerado en Danzig como encarnación viva de la voluntad de autodeterminación de la ciudad, era, con sus apenas cuarenta años, un solterón orgulloso que no quería darse por satisfecho con el amor a los caballos. Buscaba una mujer y la encontró en Johanna Schopenhauer. Esta no sospechaba nada todavía de esa felicidad, tan frágil, a la que iba a acceder. Johanna trataba al comerciante con respetuosa distancia y quedó anonadada cuando un buen día, tal como entonces era costumbre, éste se presentó ante sus padres para pedir su mano. Los Troisiener se sintieron halagados, ya que, a diferencia de los Schopenhauer, no pertenecían a la clase patricia de la ciudad. La proposición, hecha en una mañana de domingo, con cierta dosis de brusquedad y otra de timidez, significaba un buen partido. Johanna lo sabía, aunque le resultaba menos evidente la delicada constelación política que encerraba esa propuesta de matrimonio. Pues el padre de Johanna, Christian Heinrich Troisiener, no estaba ni mucho menos animado por el mismo sentimiento patriótico hacia Danzig que Heinrich Floris tan convincentemente sabía encarnar. Christian Heinrich Troisiener pertenecía a la parte más representativa de la clase media de los comerciantes, una clase media tanto más numerosa cuanto menos pudiente, el así llamado «tercer estado» de Danzig. Esta clase se enfrentaba de vez en cuando con violencia al gobierno patricio de la ciudad y, de vez en cuando también, perdía de vista la independencia exterior de la misma en defensa de los intereses corporativos.
Esta oposición interna, con fronteras socio-políticas perfecta-mente definidas tanto hacia arriba como hacia abajo, había llegado a recurrir a la ayuda del rey polaco contra el gobierno patricio de la ciudad a mediados del siglo XVIII. La consecuencia de ello fue ciertamente la satisfacción de algunos intereses económicos de la clase media (inmigración limitada de comerciantes extranjeros, mantenimiento de la corporación gremial obligatoria), pero al mismo tiempo se esfumó la soberanía de la ciudad en el ámbito de la administración portuaria y militar. La reforma constitucional de 1761 daba entrada a los miembros del «tercer estado» en el consistorio de la ciudad. Y así fue como Christian Heinrich Troisiener, una de las cabezas dirigentes de la oposición, se convirtió en consejero municipal poco después. Pero durante el bloqueo de la ciudad, estos miembros de la clase media, y entre ellos especialmente el padre de Johanna, fueron tenidos como poco dignos de confianza: se sospechaba de ellos que eran partidarios de los prusianos. Cincuenta años después no se atrevía aún Johanna Schopenhauer a expresarse abiertamente sobre ese delicado tema. En aquel día de su niñez en el que «llegaron los prusianos», el administrador se había expresado en la casa paterna con una impertinencia sorprendente: «El señor M. habló todavía mucho, mi madre empezó a disputar con él... Me pareció como si hubiese dicho algo sobre mi padre que ella no quería aceptar... Yo habría querido vehementemente saber por qué mi madre se encolerizaba tanto de que el señor M. afirmase que mi padre jugaba con dos barajas; ¿con cuál debía jugar?» Efectivamente, Christian Heinrich Trosiener jugaba con dos barajas, pues en los años ochenta se convirtió en el cabecilla de un movimiento que pretendía llegar a un apaño con Prusia. El 24 de enero de 1788, apoyado por la asociación de amigos «Bürgerliche Ressource», presentó la siguiente moción: «Puesto que nuestra supervivencia depende del comercio con los vasallos de la vecina Prusia, tenemos que tratar de ir hacia ellos y, puesto que no hay ningún atajo que nos conduzca hacia allí... tenemos que avanzar abiertamente y —por mucho que a primera vista se subleve el sentimiento de un republicano— tratar de convertirnos en subditos de un rey bajo cuyo cetro viven mejor nuestros más cercanos vecinos que nosotros.»
El padre de Johanna no sobrevivió políticamente a este intento desafortunado. Tuvo que dimitir del consistorio, liquidó su comercio y, en 1789, se retiró como arrendatario al territorio de la ciudad de Stutthoff. Más tarde, después de la muerte de Christian Trosiener en 1797, la familia empobreció y tuvo que recibir ayuda de los Schopenhauer.
Así pues, mientras Christian Heinrich Trosiener trataba en secreto de pactar con Prusia, Heinrich Floris Schopenhauer permanecía en Inglaterra, junto con su Johanna, Trosiener de soltera, tratando de sondear cuál sería el mejor sitio para trasladarse cuando «llegasen los prusianos».
En la autobiografía de Johanna no se revela el momento exacto en el que se dio cuenta de que estaba embarazada. En todo caso, aunque estaba ya encinta al comenzar el viaje, no se había percatado todavía de ello. Dada la ignorancia, a menudo tan absoluta, con la que las mujeres de la burguesía traían su primer hijo al mundo en aquella época, podemos conjeturar que fue el padre el que primero se dio cuenta del embarazo y, para que el esperado hijo naciese «inglés», sometió a su mujer a las incomodidades de la travesía entre Calais y Dover sin haberle informado de su estado. Al percatarse la mujer del mismo, surgió el conflicto entre los esposos. Johanna escribe: «Era natural que mi marido utilizase todos los medios para convencerme de que esperase el parto en Londres, puesto que se ofrecía una magnífica oportunidad para que se cumpliese su deseo de que nuestro esperado hijo tuviese el privilegio, importante para sus futuras actividades comerciales, de alcanzar la ciudadanía inglesa. Pero nadie, o ninguna mujer al menos, me censurará que confiese abiertamente que esta vez me resultó muy arduo seguir sus deseos. Sólo después de una sostenida lucha conmigo misma, que tuve que resolver en la más absoluta soledad, conseguí dominar mi repugnancia a quedarme allí y superar la añoranza de la asistencia tranquilizadora y del cuidado benefactor de mi madre en aquella hora difícil que se aproximaba. Así que, finalmente, me sometí, apenas de buen grado, a la voluntad de mi marido al que, por otra parte y en lo que a mí concierne, no sabía contraponerle una alternativa razonable. Al principio fue muy duro, pero luego las circunstancias exteriores me aliviaron mucho el corazón.» Tanto éste como los siguientes pasajes de las memorias de Johanna Schopenhauer (que serán citados posteriormente), escritas en 1837, deben ser leídos muy atentamente pues, aunque bajo un velo de decoro (ella imitaba en esto a su ideal Goethe), dejan traslucir el drama de su matrimonio, un drama que influiría también con posterioridad en el decurso de la vida de Arthur.
Johanna escribe que los planes de Heinrich Floris eran «razonables», e incluso «naturales». Pero no se adecuaban en modo alguno a su voluntad ni a sus deseos, pues ella hubiera deseado traer a su hijo al mundo en casa de su propia madre.
Podemos percibir todavía en tales frases un ligero eco de la irritación que le produjo no sólo la necesidad de someterse a la voluntad del marido, sino, además, de negar toda razón y naturalidad a sus propios deseos, bajo la fuerza de la decisión masculina. Su único orgullo consiste en haber «solucionado sola» la «dura batalla» en la que se sometió al marido. Pero incluso aquí es imposible no percibir la amargura que se transparenta en el texto: 'nadie me ha ayudado, tuve que superar yo sola mi tristeza; el marido me arrastra por media Europa para sobreponerse al miedo'. Johanna debió doblegarse al marido de esa manera que deja rencor, tanto frente a la fuerza que le somete a uno como frente al propio acto de sometimiento: «Así que me sometí finalmente, apenas de buen grado, a la voluntad de mi marido...» Pero una vez tomada esta decisión tuvo la suerte sorprendente de verse rodeada en Londres por una cantidad considerable de personas amables que se ocupaban de ella. Experimentó ahí por vez primera algo a lo que posteriormente concedería gran valor: sentirse el centro de un interés social: «Por todas partes me daban consejos alentadores... y, rodeada de amables amigos, me enfrentaba al futuro con tranquilidad.» Tenemos aquí ya a esa Johanna Schopenhauer capaz de sobreponerse a la angustia frente a los abismos de la vida con el talento de la sociabilidad. Lo consigue por primera vez en Londres durante el otoño tardío de 1787. Para ella constituye un autodescubrimiento revelador.
Pero luego llegan los días sombríos de noviembre y las lámparas tienen que mantenerse encendidas todo el día. Ahora se nos muestra, como también a Johanna (que por lo demás suele encarecer la «temible franqueza» de su marido), un Heinrich Floris Schopenhauer completamente distinto. Es ese hombre que nos permite entender lo que Arthur anotará muchos años después en sus notas secretas Eis Eauton: «He heredado de mi padre un miedo del que siempre abominé... y al que siempre tuve que combatir con toda la fuerza de mi voluntad» (HN IV, 2, 120).
Este miedo sale ahora a la luz: «Entonces», escribe Johanna, «mi marido se hundió en la misma ansiedad de la que yo precisamente había conseguido librarme.»
Johanna habla aquí empero con poca exactitud: no se trata de la misma clase de miedo. Ella se había angustiado, en un entorno extraño y lejos de su madre, de tener que superar el trance de un parto. ¿De qué se angustia Heinrich Floris? No puede ser por Johanna, puesto que ésta ha encontrado ya en Londres el «aliento maternal» de las amigas y los amigos y desea por tanto permanecer allí. También hay que excluir el temor por el niño que aún no ha nacido, pues lo peligroso para él, así como para Johanna, no es quedarse en Londres, sino el extenuante viaje de vuelta al hogar.
Las indicaciones con las que Johanna trata de explicar la conducta de su marido resultan oscuras: «Mi tranquila sumisión a su voluntad había producido sobre su ánimo una impresión mucho más profunda de lo que al principio le hubiera gustado mostrarme. La gran aceptación que yo encontraba por doquier despertaba en él temores frente a un peligro que parecía estar conectado con mi permanencia en Londres. Estos temores le impulsaron finalmente a abandonar todos los planes previstos para el niño que esperábamos.»
¿Qué «temores» podía despertar la «gran aceptación» que Johanna encontraba por doquier? ¿No es precisamente esa «gran aceptación» lo que debería haber disipado tales temores? En la vida del padre anida una fuente oscura e indefinida de angustia que posteriormente le empujará a arrojarse hacia la muerte desde el granero de su casa de Hamburgo. Aquí, en Londres, esa angustia aparece bastante definida: celos.
Parece claro que Heinrich Floris Schopenhauer soportaba con dificultad que el magnetismo social de su mujer alejase de él una vida de la que le hubiera gustado sentirse el centro.
Arthur Schopenhauer, que podía identificarse con su padre, aunque no con su madre, deja traslucir muchos años después, al acordarse de la muerte del padre, que éste había tenido razón de albergar celos: «Mi propio padre, abatido y doliente, estaba retenido en la silla de enfermo y habría quedado abandonado a no ser porque un viejo sirviente cumplía con él el así llamado deber de amor. Mi señora madre daba veladas mientras él se consumía en la soledad y ella se divertía mientras él estaba sufriendo terribles dolores.» (G, 152).
Johanna niega explícitamente en sus memorias que su marido la hubiese torturado con los celos, pero subraya también que no le había dado ningún motivo. Sin embargo, encontramos en su autobiografía alusiones extrañas: «Mi marido era incapaz de amargarme la vida mediante la expresión directa de los celos... Nunca mencionaba la gran diferencia de edades entre nosotros, pero cuando me veía rodeada de gente alegre de mi misma edad yo me daba cuenta de que este recuerdo le producía dolor. Las novelas francesas, que él mismo ponía en mis manos, me habían convencido de que su estancia de varios años en aquel país le había proporcionado una experiencia poco adecuada para elevar la consideración de las personas de mi sexo ante sus ojos. Yo sentía, aunque él no me lo expresara con claridad, que nuestra felicidad presente y futura dependía solamente de su continuada satisfacción conmigo... Y cuando alguna vez me sentía amenazada por un sentimiento de desazón o de mal humor, bastaba una mirada sobre el maravilloso escenario que me rodeaba para que tal sentimiento se esfumase con rapidez.»
Sin embargo, y aunque disfrutase de ese «maravilloso escenario» (casa campestre de Oliva), Johanna Schopenhauer se sometía a estrictas restricciones para no dar motivos de desconfianza a su esposo: «Nunca hacía visitas a los vecinos en ausencia de mi marido y sólo me servía del carruaje que tenía a disposición para hacer salidas cortas de las que volvía sin detenerme en sitio alguno. Para los paseos más largos, fuera del espacio habitual de mi jardín, escogía caminos y prados, campos y bosques alejados de la carretera; pues cierta voz interior acudía en mi ayuda. Durante toda mi vida estuve presta a obedecer esta voz porque, en los raros casos en los que me resistí a ella, encontré motivos para lamentarlo amargamente.»
Todo esto sugiere un equilibrio muy precario entre los esposos y sólo mantenido con dificultad. De amor, desde luego, no se puede hablar. Johanna lo confiesa abiertamente en sus memorias. «Ni yo le mostraba con hipocresía un amor ardiente, ni él aspiraba a ello.»
¿Por qué aceptó Johanna Schopenhauer de inmediato, teniendo sólo dieciocho años, la sorprendente propuesta de matrimonio sin tomarse siquiera, como ella misma señala con orgullo, el tiempo que se le concedía para reflexionar?
Escribe que su ánimo estaba predispuesto a la renuncia después de que el destino hubiera pisoteado «las flores tiernas y divinas de un primer amor». «Yo creía haber concluido mi vida, una fantasía a la que uno con tanto gusto y ligereza se entrega tras las primeras experiencias dolorosas de la vida.»
Johanna resume en esas palabras una historia interior que será desarrollada a menudo en sus novelas, escritas muchos años después. Aunque elogiadas por Goethe, los críticos contemporáneos, menos benévolos, hablaron para referirse a ellas de «las tibias aguas de las novelas schopenhauerianas de abnegación».
Esas novelas están pobladas de mujeres que han amado apasionada pero infelizmente en su juventud y que, habiendo encerrado en su corazón al amante desaparecido, contraen después, impelidas por la razón o por el cálculo, otro matrimonio en el que los hombres, por regla general, no hacen un buen papel. A veces se trata incluso de auténticos rufianes. Esas mujeres conservan fielmente la imagen sagrada de su primer amor al no conceder ningún hijo a los indignos beneficiarios del principio de realidad (por ejemplo, en la novela Gabriele) y, cuando lo hacen, el niño es la encarnación de una ruptura conyugal imaginaria, siguiendo el modelo de las afinidades electivas de Goethe. La misma Johanna Schopenhauer, por otra parte, no fue tan resignada en su vida posterior, afortunadamente, como las heroínas de sus novelas.
 Johanna supo interpretar con agudeza en otras mujeres de su círculo social unas motivaciones que nunca podría confesar en su propio caso: «El boato social, el rango y el título, ejercen tal fuerza de seducción sobre un corazón joven, tierno y cándido todavía, que incitan a la muchacha sin experiencia a anudar un vínculo matrimonial, como tan a menudo sucede todavía hoy en día; un error que tendrán que expiar con amargura durante toda la vida, como también hoy en día muy raramente deja de suceder.»
También los incentivos que movieron a Johanna para abrazar el matrimonio con Heinrich Floris Schopenhauer deben haber sido de tal índole. Pero, al referirse a ello, menciona solamente a sus padres: «Mis padres, como todos los demás parientes, tenían que considerar un acontecimiento muy venturoso mi enlace con un hombre tan importante como era Heinrich Floris Schopenhauer en nuestra ciudad.»
Este acontecimiento, sin embargo, sólo empezó a ser venturoso para Johanna después de la muerte del marido. Pues la fortuna heredada le permitió llevar en Weimar una existencia independiente que abrió la posibilidad para que se desarrollasen sus talentos ocultos. Pero estamos todavía en Londres, antes del nacimiento de Arthur.
Los Schopenhauer inician el viaje a finales de noviembre de 1787. Heinrich Floris, como si quisiera ahuyentar su mala concien¬cia, se muestra lleno de atenciones hacia su mujer para compensar un poco las molestias del viaje de regreso al que la arrastra. En Dover, por ejemplo, el marido ordena que lleven a la embarazada hasta el barco en una silla de manos. Es de noche. Hay que traer más luces, y para probar la fuerza de las cuerdas, los marineros, que reciben una generosa propina, tienen que sostener primero con ellas a Heinrich Floris. Una escena que desata las burlas de su mujer.
De todos modos, si tenemos en cuenta las molestias que lleva consigo un viaje en coche de postas por los caminos empantanados de Alemania a finales del otoño, resulta un poco ridicula esta solicitud en el embarco. Se hunden en el barro e incluso llega a volcar el coche. La protección contra el viento, la lluvia y el frío es precaria. A veces, hay que pernoctar a la fuerza en lugares improvisados, junto al fogón de una choza de campesinos de Westfalia. Johanna padece escalofríos y en alguna ocasión está a punto de desvanecerse.  En su vientre, Arthur sufre sacudidas y tormentos continuos incluso antes de ver la luz del mundo. Puede uno imaginarse la rabia que Johanna, que tan a disgusto se había separado de los amigos londinenses, tuvo que tragarse a causa de la obstinación angustiada y al mismo tiempo tiránica del marido. El agitado viaje de regreso se convierte de este modo en una hipoteca que el matrimonio tendrá que saldar. El nacimiento de Arthur, el 22 de febrero de 1788, nueve semanas después de la llegada a Danzig, no estuvo precedido por tanto de buenos augurios.
«Como todas las madres jóvenes», escribe Johanna, «también yo jugué con mi nuevo muñeco.»
Pero, a pesar de tener al niño como juguete, tendrá que luchar en adelante contra el sentimiento de aburrimiento y desolación que empieza a apoderarse de ella. Durante el verano, Heinrich Floris envía a su mujer y al niño a la residencia campestre de Oliva. Allí, en un entorno idílico —Johanna describe en sus memorias «los magníficos jardines escalonados en terrazas, llenos de flores y frutos, los surtidores, el gran estanque con la góndola multicolor»— pasa toda la semana sola con su hijo. A veces, durante el fin de semana, Heinrich Floris lleva algunas visitas. Pero el lunes vuelve la calma, una calma insoportable para ella.
Incluso el mentor de sus años juveniles, el Dr. Jameson, párroco de la comunidad inglesa, que de vez en cuando la visitaba durante la semana en Oliva, desapareció de su vida. Jameson tuvo que regresar en 1789 a su hogar escocés y Johanna escribe al respecto: «Jameson no podía contemplar el deterioro progresivo de aquel lugar, que él había conocido en todo su esplendor, sin sentirlo en su propia carne; tenía la sensación de asistir, junto al lecho de dolor, a una larga agonía.»
Algunas familias de la gran burguesía, a cuyo círculo social pertenecían los Schopenhauer, abandonaron la ciudad impelidos por la decadencia económica de Danzig durante el asedio de Prusia. También ellos dejaban «otros tantos vacíos en el devenir inexorable de la vida.»
Johanna se sentía atrapada por «una vida aparente, a través de la cual quedaba oculta a la mirada superficial la descomposición profunda que se producía en el interior».
Una vez al año, la mayoría de las veces en el mes de mayo y acompañada de su hijo, Johanna podía visitar a sus padres en los dominios de la ciudad de Stutthof. Allí se relajaba contemplando la vida laboriosa del campo. Pero la actividad alegre y creadora que reinaba en el lugar no conseguía ocultar tampoco los signos de la decadencia. Su padre, Christian Heinrich Trosiener, había tenido que retirarse al campo como arrendatario ya que, al fracasar su iniciativa a favor de Prusia, también sus negocios comerciales se habían ido al traste.
Johanna se consolaba solamente contemplando el movimiento incesante del mar cercano a Oliva. «Iluminado por la aurora o por la luz crepuscular, agitado por la tormenta en sus recónditas entrañas, resplandeciente bajo la brillante luz del sol... o momentáneamente oscurecido por las sombras de las nubes que surcaban el cielo, el mar, agitado siempre, me ofrecía, a lo largo de los cambios del día, un espectáculo del que no me cansaba nunca.»
Johanna añoraba una vida activa y alejada de allí. Se sentía reducida y encadenada a un niño cuyo incentivo como juguete iba decreciendo y compensaba cada vez menos la sensación de estar renunciando a la vida. La experiencia central de Arthur, a partir de la cual germinará posteriormente su filosofía, se configura de este modo en medio de la tensión entre un padre con el que sólo convive el fin de semana y una madre sujeta por el niño a un tipo de vida que desearía abandonar.
A los veinte años, Arthur anotará la siguiente reflexión en su diario: «En lo más profundo del hombre arraiga la confianza de que algo, semejante a la propia consciencia, tiene consciencia también de uno aunque esté fuera de uno mismo; resulta estremecedor imaginarse vivamente el pensamiento contrario asociándolo a la infinitud.» (HN I, 8). Pero éste será el pensamiento que Arthur llevará hasta sus últimas consecuencias, porque él mismo tuvo que aprender muy pronto a renunciar a esa confianza.
Arthur no conoció nunca la sensación de entrega y de sosiego que proporciona una confianza sin límites. Sin embargo, no hay en su carácter rasgos de sometimiento, cobardía o inseguridad. Por el contrario, se percibe claramente en él al hijo de un mercader patricio al que no falta amor propio, sentido de la realidad y espíritu mundano. Incluso la religiosidad del padre estaba teñida de orgullo y carecía de mojigatería: Dios está con los que triunfan. Se enfrentaba a sus depresiones adoptando posturas de firmeza. Transmitió esta cualidad al hijo, junto a esa inflexibilidad con la que asumía sus deberes en la vida. «Una compostura adecuada es tan importante en la mesa de despacho como en la vida ordinaria», escribe el 23 de octubre de 1804 en su última carta al hijo, «pues cuando se ve a alguien en los salones encorvado sobre sí mismo, se le toma por un zapatero o un sastre disfrazados».
Arthur aprendió de su padre el valor, el orgullo y la sobriedad. También heredó de él una arrogancia fría e hiriente.
Pero su amor propio, tan intensamente desarrollado, careció de refuerzos, pues Johanna tenía que sobreponerse a sí misma para cumplir con los deberes del amor materno. El hijo encarnaba para ella la renuncia a vivir y ella hubiera deseado vivir su propia vida. Una vida de la que no disponía, como le recordaban diariamente los deberes maternos. Con el nacimiento de Arthur se había cerrado la trampa.
El que no ha recibido el elemento primario, el amor de la madre, carecerá también muy a menudo del amor hacia lo primario, hacia la propia vitalidad. El que carece de una radical afirmación de la vida, pero no de una altiva consciencia de sí mismo, estará predispuesto, como Arthur, a depositar esa mirada de extrañeza sobre todo lo viviente de la que surge la filosofía: el asombro del simple hecho de que la vida exista. Sólo al que no se ha unido a todo lo viviente con lazos indelebles, llevado por un sentimiento de simpatía, puede resultarle extraño lo que le pertenece: el propio cuerpo, la respiración, la voluntad. Una deficiencia de naturaleza muy singular incita al joven Arthur a asombrarse y espantarse a la vez de la voluntad de vivir, de la que no podemos liberarnos porque constituye la totalidad de nuestra propia esencia. Pero el asombro no va unido necesariamente al espanto. El espanto de Arthur procede de una singularidad originaria que no le permite sentir el calor de la vida. Lo que él vivencia es otra cosa: una corriente fría que le atraviesa y que le arrastra. Lo más próximo —la realidad palpitante del cuerpo— es al mismo tiempo lo más lejano y lo más extraño, tan lejano y extraño que se convertirá para él en un enigma, el enigma filosófico por antonomasia. Esta realidad corporal, a la que llama «voluntad», se convertirá en el núcleo de su filosofía. La experiencia de la propia vitalidad, que él vivencia con extrañeza, le servirá posteriormente de apoyo para desentrañar el enigma de aquel punto que Kant había situado en una lejanía remota: la impenetrable «cosa en sí» —lo que el mundo sea en sí mismo e independientemente de cómo nos lo representamos. Schopenhauer pretende convertir este punto remoto en lo más cercano. La «cosa en sí» somos nosotros mismos en nuestra corporalidad, vivenciada por dentro. La «cosa en sí» es la voluntad que vive, incluso antes de entenderse a sí misma. El mundo es el universo de la voluntad y la propia voluntad es, a su vez, el corazón palpitante de ese universo. En definitiva somos lo mismo que la totalidad. Pero dicha totalidad es algo salvaje, en lucha consigo misma y sacudida por una constante inquietud. Y, sobre todo, es algo que carece de sentido y de propósito. Así lo quiere el sentimiento vital de Schopenhauer.
El niño, que no era fruto de un propósito deliberado, al menos por parte de la madre, trató de ganar confianza situándose desde el principio frente a un mundo al que no parece subyacer «un propósito superior» ni «una finalidad última» y en cuyo centro hay una fuerza singularmente tenebrosa que pone en movimiento todas las cosas.
Durante sus paseos con la madre por Danzig, el pequeño Arthur pudo obtener otra impresión, de carácter topográfico esta vez, de hasta qué punto el centro del mundo —y Danzig era el mundo para el niño— es al mismo tiempo el corazón enigmático y peligroso de las tinieblas.
En medio de la ciudad, cerca de la casa paterna, estaba la isla de los almacenes, rodeada por el Mottlau. Ahí se acumulaba toda la riqueza comercial acarreada por los barcos: cereales, pieles, tejidos, especias. Ahí se trabajaba durante todo el día y de eso vivía la ciudad. Ahí estaba el alma creadora de la misma. Al caer la tarde, se cerraban las puertas de la isla y si alguien se atrevía a adentrarse después por ella se arriesgaba a ser destrozado por los perros sanguinarios a los que dejaban en libertad durante la noche.
Pero también en este escenario de horror puede el joven Arthur imaginar por vez primera el mágico poder de la música, capaz de enfrentarse a todos los abismos. La madre le cuenta que cierta vez un conocido violoncelista tuvo la osadía, bajo los efectos del vino, de pasar la noche con las bestias nocturnas. Y apenas había atravesado la puerta que cerraba el recinto de los almacenes la jauría se abalanzó sobre él. Pero entonces, apoyándose sobre el muro, rozó con el arco su instrumento. Los perros sanguinarios quedaron instantáneamente paralizados y cuando, recobrando el valor, entonó sus zarabandas, polonesas y minuetos, se postraron en torno a él y escucharon atentamente. Tal es el poder de la música, de la que Schopenhauer afirmará después, en su metafísica, que expresa y dulcifica a la vez el desasosiego torturador y amenazante de todo lo viviente.
La isla de los almacenes de Danzig fue probablemente para Arthur el primer escenario de ese misterioso drama que la voluntad de vivir comparte con la música.