jueves, 16 de diciembre de 2010

Lógica del Sentido

Prólogo y primer capítulo de “Lógica del Sentido”
De Guilles Deleuze



PRÓLOGO
(de Lewis Carroll a los estoicos)

La obra de Lewis Carroll tiene de todo para satisfacer al lector actual: libros para niños, preferentemente para niñas; espléndidas palabras insólitas, esotéricas; claves, códigos y desciframientos; dibujos y fotos; un contenido psicoanalítico profundo, un formalismo lógico y lingüístico ejemplar. Y más allá del placer actual algo diferente, un juego del sentido y el sinsentido, un caoscosmos. Pero las bodas del lenguaje y el inconsciente se han enlazado y celebrado ya de tantas maneras que es preciso buscar lo que fueron precisamente en Lewis Carroll, qué han reanudado y lo que han celebrado en él, gracias a él.

Presentamos unas series de paradojas que forman la teoría del sentido. El que
esta teoría no pueda separarse de las paradojas se explica fácilmente: el sentido es una entidad inexistente, incluso tiene relaciones muy particulares con el sinsentido. El lugar privilegiado de Lewis Carroll se debe a que ha realizado el
primer gran balance, la primera gran escenificación de las paradojas del sentido, unas veces recogiéndolas, otras renovándolas, o inventándolas, o preparándolas.
El lugar privilegiado de los estoicos se debe a que fueron los iniciadores de una
nueva imagen del filósofo, en ruptura con los presocráticos, con el socratismo y el platonismo: y esta nueva imagen está ya estrechamente ligada a la constitución paradójica de una teoría del sentido. A cada serie corresponden pues unas figuras que son no solamente históricas, sino tópicas y lógicas. Como sobre una superficie pura, algunos puntos de tal figura en una serie remiten a otros puntos de tal otra: el conjunto de constelaciones-problemas con las tiradas de dados correspondientes, las historias y los lugares, un lugar complejo, una «historia embrollada». Este libro es un ensayo de novela lógica y psicoanalítica.

Primera Serie, Del Puro Devenir

PRIMERA SERIE DE PARADOJAS

DEL PURO DEVENIR


Tanto en Alicia como en Al otro lado del espejo, se trata de una categoría de cosas muy especiales: los acontecimientos, los acontecimientos puros. Cuando digo «Alicia crece» quiero decir que se vuelve mayor de los que era. Pero por ello también, se vuelve más pequeña de lo que es ahora. Por supuesto no es a la vez más grande y más pequeña. Pero es a la vez que ella lo deviene. Ella es mayor ahora, era más pequeña antes. Pero es a la vez, al mismo tiempo, que se vuelve mayor de lo que era, y que se hace más pequeña de lo que se vuelve. Tal es la simultaneidad de un devenir cuya propiedad es esquivar el presente. En la medida en que se esquiva el presente, el devenir no soporta la separación ni la distinción entre el antes y el después, entre el pasado y el futuro. Pertenece a la esencia del devenir avanzar, tirar en los dos sentidos a la vez: Alicia no crece sin empequeñecer, y a la inversa. El buen sentido es la afirmación de que, en todas las cosas, hay un sentido determinable; pero la paradoja es la afirmación de los dos sentidos a la vez.

Platón nos invita a distinguir dos dimensiones: 1.º) la de las cosas limitadas y medidas, de las dualidades fijas, sean permanentes o temporales, pero suponiendo siempre paradas como reposos, establecimientos presentes asignaciones de sujetos: tal sujeto tiene tal grandor, tal pequeñez en tal momento; 2.º) y luego un puro devenir sin medida, un puro devenir-loco que no se detiene jamás, en los dos sentidos a la vez, esquivando siempre el presente,
haciendo coincidir el futuro y el pasado, el más y el menos,, lo demasiado y lo insuficiente en la simultaneidad de una materia indócil («más caliente y más frío avanzan siempre y nunca permanecen, mientras que la cantidad definida es parada, y no puede avanzar sin dejar de ser»; «lo más joven se vuelve más viejo que lo más viejo, y lo más viejo, más joven que lo más joven, pero acabar este devenir, es precisamente aquello de lo que no son capaces, pues si lo acabaran, dejarían de devenir, serían...).1
Reconocemos esta dualidad platónica. No es en absoluto la de lo inteligible y lo
sensible, la Idea y la materia, Ideas y cuerpos. Es una dualidad más profunda, más secreta, enterrada en los cuerpos sensibles y materiales mismos: dualidad subterránea entre lo que recibe la acción de la Idea, y lo que se sustrae a esa acción. No es la distinción del Modelo y la copia, sino de las copias y los simulacros. El puro devenir, lo ilimitado, es la materia del simulacro en tanto que esquiva la acción de la Idea, en tanto que impugna a la vez el modelo y la copia. Las cosas medidas están bajo las Ideas; pero bajo las cosas mismas, ¿no hay también este elemento loco que subsiste, que subviene, fuera del orden impuesto por las Ideas y recibido por las cosas? Incluso Platón llega a preguntarse si este puro devenir no podría tener una relación muy particular con el lenguaje: éste nos parece uno de los sentidos principales del Cratilo. ¿Será esta relación esencial tal vez al lenguaje, como en un «flujo» de palabras, un discurso enloquecido que no cesaría de deslizarse sobre aquello a lo que remite, sin detenerse jamás? O bien, ¿podrían existir dos lenguajes y dos clases de «nombres», unos designando las paradas y descansos que recogen la acción de la Idea, pero expresando los otros los movimientos y los devenires rebeldes?2 O incluso, ¿podrían ser dos dimensiones distintas interiores al lenguaje en general, una recubierta siempre por la otra, pero «subviniendo» y subsistiendo bajo la otra?
La paradoja de este puro devenir, con su capacidad de esquivar el presente, es
la identidad infinita: identidad infinita de los dos sentidos a la vez, del futuro y el
pasado, de la víspera y del día después, del más y del menos, de lo demasiado y lo insuficiente, de lo activo y lo pasivo, de la causa y el efecto. El lenguaje es
quien fija los límites (por ejemplo, el momento en el que empieza los demasiado) pero es también él quien sobrepasa los límites y los restituye a la equivalencia infinita de un devenir ilimitado («no sostenga un atizador al rojo demasiado tiempo, le quemaría, no se corte demasiado profundamente, le haría sangrar»).
De ahí los trastocamientos que constituyen las aventuras de Alicia. Trastocamiento del crecer y el empequeñecer: «¿en qué sentido, en qué sentido?» pregunta Alicia, presintiendo que es siempre en los dos sentidos a la vez, hasta el punto de que por una vez permanece igual, por un efecto óptico. Trastocamiento de la víspera y del mañana, esquivando siempre el presente: «mermelada ayer y mañana, pero nunca hoy». Trastocamiento del más y el menos: cinco noches son cinco veces más calurosas que una sola, «pero por la misma razón, deberían ser también cinco veces más frías». De lo activo y lo pasivo: «¿se comen los gatos a los murciélagos?» equivale a «¿se comen los murciélagos a los gatos?». De la causa y el efecto: ser castigado antes de haber cometido una falta, gritar antes de haberse pinchado, volver a partir antes de haber partido por primera vez.
Todos estos trastocamientos tal como aparecen en la identidad infinita tienen una misma consecuencia: la impugnación de la identidad personal de Alicia, la
pérdida del nombre propio. La pérdida del nombre propio es la aventura que se
repite a través de todas las aventuras de Alicia. Porque el nombre propio o singular está garantizado por la permanencia de un saber. Este saber se encarna en nombres generales que designan paradas y descansos, sustantivos y adjetivos, con los cuales el propio mantiene una relación constante. Así, el yo personal tiene necesidad de Dios y del mundo en general. Pero cuando los sustantivos y adjetivos comienzan a diluirse, cuando los nombres de parada y descanso son arrastrados por los verbos de puro devenir y se deslizan en el lenguaje de los acontecimientos, se pierde toda identidad para el yo, el mundo y Dios. Es la prueba del saber y de la recitación, en la que las palabras vienen de través, arrastradas al bies por los verbos, y que destituye a Alicia de su identidad. Como si los acontecimientos gozaran de una irrealidad que se comunica al saber y a las personas, a través del lenguaje. Porque la incertidumbre personal no es una duda exterior a lo que ocurre, sino una estructura objetiva del acontecimiento mismo, en tanto que va siempre en dos sentidos a la vez, y que descuartiza al sujeto según esta doble dirección. La paradoja es primeramente lo que destruye al buen sentido como sentido único, pero luego es lo que destruye al sentido común como asignación de identidades fijas.

1 Platón, Filebo, 24d; Parménides, 154-155.
2 Platón, Cratilo, 437.


domingo, 12 de diciembre de 2010

Un mucho de nada.

La intensidad de la seriedad con el que nos tomamos el presente  es la causa de que nos volvamos hombres que dan risa en vez de ser hombres que ríen. Parafraseo a Schopenhauer. Eso lo escribe 20 años después de haber escrito su obra principal. 

Hay algo, una fuerza irracional, una raíz oculta, casi ininteligible, pero irónicamente tan obvia que nadie la toma en serio, todo mundo sabe que debe evitarla, pero nadie sabe lo que es. Estoy seguro que la mayoría de las personas no se fijan en eso, no por otra cosa sino porque pocas veces tienen la oportunidad, y cuando de cierta forma les asalta esa intuición, esta les asusta y prefieren otra cosa. No hablo de Voluntad a propósito de Schopenhauer, hablo de algo mas antropológico me parece; no creo que los animales lo sientan, tiene que ver con la memoria, con la capacidad de recordar y con la capacidad de olvidar, tiene que ver con las cosas que pensamos, con las ideas que nos formamos del  mundo, con lo que esperamos que suceda, con evitar el desfase entre lo que me represento y lo que en realidad sucede. Es un agotamiento de lo que no se agota, es el contrasentido de lo que el mundo es, es decir: el todo que se convierte en su contrario, el equilibrio es solo una idea, no existe como tal y dudo que se logre y si se logra es porque ya está dejando de serlo; el engaño consiste en creer que existen ideas (ilusiones) que tienen un correlato en el mundo, más bien tienen un correlato en uno mismo. Ilusión que irremediablemente se volverá contra sí misma, desajustara la idea y esta quedara vacía, como una carcasa que alguna vez contuvo un sentido y que repentinamente se vuelve chatarra, se corrompe y se vuelve tóxica, corroe y descompone, desajusta el correlato y cobra el precio de su propia osadía. Su sombra oscurece su fugacidad y se sedimenta en un reflejo de la propia tensión que causa, no dejara de ser porque no abandonara a la memoria, ocupara un lugar que sobrepasa sus propios límites, se vuelve un exceso, se expande a terrenos infértiles y estériles de lo que llamamos razón. Coloniza el concepto de irracionalidad y se instala: delirio. Delirio: exceso e infertilidad. Esto sólo se ve claro desde la débil lógica de los opuestos, el engañoso sistema de que las cosas pueden conceptualizarse y permanecer. Los contrarios no lo son, lo serán para nuestra comodidad, para establecer relaciones de conservación y crecimiento, pero nunca estaremos diciendo algo preciso sobre el mundo que  intentamos interpretar. Interpretar es el modo de ser del existir. Bueno pues si es así, mejor será tomarse el presente, el ilusorio ahora como peso y como condición necesaria hacia lo indeterminado. Voluntad de ilusión como luz artificial de un mundo ensombrecido, inaccesible, representable pero estrictamente ininteligible, perceptible pero inconmensurable, equilibradamente contradictorio  y espantosamente condescendiente. La ilusión que se vuelve contra sí misma será pues la metáfora de lo que estalla dentro de nosotros mismos, del mundo que va de la nada a el algo y del algo a la nada. De lo que somos a lo que creemos que somos, del exceso de lo efímero, a lo efímeramente vacio. Eso de lo que comencé hablar ya no es en absoluto nada, se ha diluido,  y aunque regrese por medio de la memoria, será en forma de una ilusión diferente, tan gris, tan decadente, tan débil, que requerirá de mi ilusión pulirla hasta que brille. Su poca fuerza será suficiente para cimbrar un mundo, quizá  tanto que permitiría pisotear la seriedad del ahora y nos permitirá reír, como el hombre que ríe porque en el fondo opera el llanto que no puede tener, y que  al final, después de todo, si deseamos un poco de algo, tendremos que entendernos con un mucho de nada.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Capítulo 4.

El poder del padre después de la muerte. La melancolía de Arthur y su búsqueda de una trascendencia sin padre. Primer escenario filosófico: las ascensiones nocturnas del romanticismo.


Tras la ebriedad de las cumbres aguardan las exigencias de la llanura cuya llamada inexorable no es posible ignorar. Al final del viaje se cierne la amenaza del establecimiento comercial en el que el diablo espera el alma del trotamundos: primero bajo la figura del mayorista Kabrun en Danzig (desde septiembre hasta diciembre de 1804) y, más tarde, encarnado en el senador Jenisch de Hamburgo.
Las últimas semanas del viaje están ya ensombrecidas por las aciagas perspectivas. Podemos observarlo en el estilo de las anotaciones del diario. Excepto en lo que se refiere a las descripciones de la ascensión a los Montes Gigantes, los registros son fugaces, desganados, rutinarios. El último de ellos, fechado el 25 de agosto de 1804, dice así: «In coelo quies. Tout finis ici bas - Paz en el cielo. Aquí abajo todo termina.»
El padre retorna a Hamburgo desde Berlín, en tanto que Arthur y la madre viajan a Danzig. Johanna quiere visitar a sus parientes; Arthur tiene que recibir la confirmación en su lugar de nacimiento y adentrarse en los rudimentos de la técnica comercial con el señor Kabrun.
El horizonte del mundo se estrangula sobre los libros de cuentas y las letras de cambio. ¿Qué quedará de las aventuras del espíritu y de la curiosidad de los ojos en esas habitaciones angostas y en ese aire cargado de polvo? Allí, bajo ese yugo, podría uno hasta dañar su compostura. Pero el padre, que le obliga a aceptar el yugo, no quiere tener un hijo encorvado. Le reprocha en mal alemán: «quisiera confiar, y te ruego que lo pongas en práctica, en que irás tieso como otros hombres, de modo que no se te doble la espalda, lo cual produce una impresión nefasta. Una posición erguida es tan necesaria en el escritorio como en la vida común; pues cuando la gente ve a alguien en los salones tan encorvado, le toman por un zapatero o un sastre disfrazados». El 20 de noviembre de 1804, en su última carta, el padre le advierte de nuevo: «por lo que se refiere al marchar y sentarse tieso, te aconsejo que pidas a cualquiera que esté contigo que te dé una bofetada cuando te descuides en esta importante cosa. Así actuaron los hijos de los príncipes y no temieron el dolor de un momento para no parecer unos lerdos toda su vida».
El padre, quien adivinaba que algo tenía que ver la posición encorvada con la pena que él mismo infligía a su hijo al obligarlo a seguir la carrera comercial, aconseja, a modo de compensación, la equitación y el baile. Arthur no espera a que se lo digan dos veces y se excede tanto que el padre debe reconvenirle de nuevo: «Un comerciante, cuyas cartas tienen que ser leídas y en consecuencia necesitan de una buena escritura, no puede vivir del baile y la equitación. Me sigue pareciendo que esas letras gruesas de tu escritura son una auténtica monstruosidad.»
El malhumor vuelve insociable a Arthur. También el padre le critica por ello: «Quisiera que aprendieses a ser amable con la gente: así conseguirías fácilmente que el señor Kabrun te dirigiese la palabra en el escritorio.»
Naturalmente, si el padre se permite criticar desde Hamburgo la conducta de su hijo es porque la madre se había quejado de Arthur en sus cartas (no conservadas). La parentela de Danzig tampoco escatimaba críticas. La tía 'Julieta', hermana de la madre, le reconviene casi con las mismas palabras: «Tendrías que aceptar a los seres humanos como son y no ser demasiado estricto. La ganancia sería que te volverías más agradable para los demás y te lo pasarías mejor.» A mediados de diciembre de 1804, Arthur cambia de galera. La madre y el hijo regresan a Hamburgo, donde Arthur continúa su aprendizaje en casa del senador Jenisch.
Ironía del destino: mientras el hijo se introduce penosamente en el mundo del padre, éste comienza a alejarse de ese mundo poco a poco. Aparecen los primeros síntomas de su desmoronamiento físico y espiritual. El estilo desabrido y ácido de las últimas cartas a su hijo es parte ya, probablemente, de esa sintomatología.
Hay momentos en los que pierde la memoria. Un amigo de la familia, que les había hecho varios favores durante la estancia en Londres, visita a Heinrich Floris Schopenhauer a finales de 1804 y es recibido por éste con las siguientes palabras: «¡Yo no le conozco! Vienen tantos que dicen que son Fulano y Mengano, no quiero saber nada de usted.» Un empleado se acerca apresuradamente hacia el desconcertado amigo y disculpa al patrón.
En el invierno de 1804, una hepatitis aqueja a Heinrich Floris y pasa los días, macilento, en el sillón de enfermo. Además, le preocupan los negocios. El bloqueo continental ha disminuido sus conexiones comerciales y tiene que sufrir las consecuencias de su larga ausencia durante el viaje a Europa. Así que se dedica a rebuscar, desconfiado, entre los balances y libros de contabilidad. Ha desaparecido ya esa antigua iniciativa comercial que le llevó al éxito en Danzig. Los conocidos de Hamburgo se asombran de ver envejecer con tal rapidez a este hombre tan imponente hasta hace poco. Es manifiesto que el viaje consumió sus reservas vitales. Está cansado, algo que tiene que apesadumbrarle doblemente en contraste con la energía emprendedora de su mujer. Durante el viaje, Johanna se había quejado varias veces en sus cartas de la inercia de su marido. La diferencia de edades entre ambos se vuelve ahora todavía más ostensible y no hay sentimiento de amor que pueda amortiguar este lastre. «Sabes», había escrito a Arthur en 1803, mientras éste estaba en Wimbledon, «que tu padre no establece nuevas amistades con facilidad, de modo que no he tenido mucha compañía aparte de la que me doy yo misma». Y en otra carta: «Sabes bien que tu padre se inventa preocupaciones cuando no las tiene... Yo permanezco en casa haciendo mis labores porque no sé adónde debo ir; y declamo entre tanto el acostumbrado verbo: je m'ennuie, tu t'annuies, etc.» Johanna escribía esto desde Escocia. Pero tras el retorno a Hamburgo sabía adónde «ir» y cómo debía combatir el aburrimiento. Cuarenta y cinco años más tarde, Arthur Schopenhauer se lo reprochará con acritud: «Conozco a las mujeres. Consideran el matrimonio exclusivamente como un medio de manutención. Mi propio padre, abatido y doliente, estaba retenido en la silla de enfermo y habría quedado abandonado a no ser porque un viejo sirviente cumplía con él el así llamado deber de amor. Mi señora madre daba veladas mientras él se consumía en la soledad, y ella se divertía mientras él estaba sufriendo agudos dolores. Ese es el amor de las mujeres» (G, 152).
Esta opinión está emitida desde la perspectiva de su posterior enfrentamiento con la madre y constituye, con certeza, un juicio injusto. Pues ¿qué había hecho Johanna aparte de negarse a sacrificar sus ganas de vivir? No quería ser arrastrada por la resaca depresiva que amenazaba hundir a su marido. Quería traer a casa vitalidad, diversión, actividad. Lo hacía por su propio gusto, pero esperaba también conseguir así apoyo y bienestar para su marido.
Probablemente Arthur contempla la conducta de su madre con tanta desaprobación porque está envidioso; él, al contrario que ella, sacrifica su propia vida a los deseos del padre. Podría enorgullecerse de ello, pero ese orgullo está corroído por la duda en sí mismo: ¿no se esconde acaso una debilidad en esa complacencia con la que sigue un camino en la vida que sabe que no es el suyo? Arthur, que no se atreve a rebelarse contra el padre, trata de conseguir ayuda con las mañas de una doble existencia. Se refugia en la clandestinidad. En el establecimiento comercial, esconde libros a cuya lectura se entrega mientras nadie le observa. Cuando el famoso frenólogo Gall da conferencias en Hamburgo sobre las teorías del cráneo, se inventa una mentira para tener libre el tiempo de las lecciones. «Nunca... había existido alguien menos aplicado que yo para el comercio» (B, 651), dirá más tarde resumiendo su aprendizaje. La doble vida le volverá «indisciplinado y oneroso para los demás». A otros, el sentirse forzados tempranamente a una doble existencia les empujó a convertirse en jugadores y artistas de la vida, como, por ejemplo, a E.T.A. Hoffmann. Pero no a Arthur Schopenhauer. El había interiorizado la imperiosa autoridad del padre y sentía cada evasión del «camino equivocado de la vida», aunque fuera puntual, como una traición y un engaño al padre. Sus pensamientos, fantasías y vivencias de lector estaban acompañados de sentimientos de contrición.
En la mañana del 20 de abril de 1805, Heinrich Floris Schopenhauer aparece muerto en el canal de detrás de los almacenes de la casa. El hombre, enfermo, no tenía ciertamente ningún motivo para encontrarse en el granero desde el que cayó. Muchos indicios apuntan hacia el suicidio, aunque eso, evidentemente, es algo que no se puede confesar. La esquela mortuoria oficial de la viuda Johanna Schopenhauer se reduce a las siguientes palabras: «Cumplo aquí el deber de comunicar a parientes y amigos la muerte de mi esposo... causada por un accidente desdichado. Se pide que desistan de todos los testimonios de condolencia, los cuales sólo servirían para aumentar mi pesadumbre.» La misma vaguedad mantiene Arthur en su curriculum, elaborado quince años después: «el mejor de los padres, al que tanto quería, me fue arrebatado por una muerte repentina y cruel acaecida por casualidad» (B, 651). El tema de la causa de la muerte siguió siendo tabú durante mucho tiempo entre madre e hijo. Pero al romperse definitivamente la relación en 1819, este espinoso asunto se interpone con violencia sangrante entre los dos. En una carta, Arthur la acusa abiertamente de ser la culpable del suicidio del padre. Su hermana Adele registra en el diario: «Ella encontró la carta, la leyó sin más advertencia y, a continuación, siguió una escena espantosa. Habló de mi padre —estaba fuera de sí y yo me percaté de la verdad de los horrores que había sospechado.» Adele está tan alterada que quiere tirarse desde la ventana. Al final consigue entrar en razón.
A lo largo de su vida, Arthur Schopenhauer se expresaría siempre frente a terceros de manera muy imprecisa sobre la muerte de su padre. Sólo ante su joven admirador Robert von Hornstein parece haberse manifestado sin ambages. «Culpaba a su madre del suicidio del padre», observa Hornstein en sus notas.
La muerte del padre fue ante todo —y eso es algo de lo que no se puede dudar— una liberación para Johanna. Pero también lo fue para Arthur, quien, sin embargo, nunca lo confiesa. Las cartas al amigo Anthime de El Havre, el cual había perdido también a su padre un año antes, abundan en manifestaciones de aflicción. Anthime lo consuela y le recomienda con prudencia un poco de moderación. El 15 de mayo de 1805 escribe: «En circunstancias tan crueles se necesita valor; pero hay que tratar de llevar con paciencia la desgracia pensando que todavía hay otros más infelices que uno mismo.» Cuatro meses después, parece evidente que Arthur no se ha consolado todavía, pues Anthime escribe de nuevo: «Deseo que tu dolor se haya moderado después de haber rendido el tributo de duelo que todo buen hijo debe al recuerdo de un padre digno de veneración; espero que puedas comenzar ahora a enfocar tu dolor de manera más filosófica.»
En el duelo de Arthur por su padre se agazapa una mescolanza enmarañada de sentimientos diversos. ¿Amó a su padre de verdad?
En todo caso él estaba convencido de haberlo amado, aunque más tarde confesaría también: «Tuve que padecer mucho en mi educación a causa de la severidad de mi padre» (G, 131). La peor severidad que el padre podía aplicar al hijo era obligarle a seguir la detestada carrera comercial y Arthur habría podido odiarle por ello. Si el padre hubiese sobrevivido es poco probable que hubiese hecho una carrera filosófica. Incluso muerto tuvo suficiente poder como para impedirle emprenderla de inmediato. Arthur permaneció en el establecimiento de Jenisch más desesperado que nunca. La pena por la pérdida del padre se entremezclaba con el desespero por la perpetuación de su poder. En el curriculum, realizado en 1819, se expresa del siguiente modo: «Aunque yo era ya dueño de mí mismo, por así decirlo, y mi madre no se interponía para nada, seguí ocupando mi puesto en casa del mercader: en parte porque la intensidad del dolor había quebrantado la energía de mi espíritu; y, en parte también, porque mi conciencia me impedía allanar las decisiones del padre inmediatamente después de su muerte» (B, 651).
La madre no sólo «no se interpuso», sino que incluso animó al hijo indirectamente a proyectar de nuevo su vida. Y lo hizo simplemente cambiando su propia vida de manera radical. Demostró tener un espíritu más libre que su hijo: cuatro meses después de la muerte de Heinrich Floris Schopenhauer, vendió la espléndida mansión en Neuen Wandrahm y empezó a liquidar el negocio comercial. Era una decisión, cargada de consecuencias, que iba a liberar a Arthur de un pesado lastre. Pues la perseverancia de Arthur en la detestada profesión de comerciante tenía sólo sentido si hubiera tenido que hacerse cargo del negocio paterno continuando así la tradición familiar. Pero, desaparecido el negocio, podía sentirse liberado. De modo que, al liberarse de su propio pasado, la madre rompía a la vez las ataduras de Arthur, al menos las externas; interiormente siguió sometido al poder del mundo paterno. Johanna fue dando pasos sucesivos con gran energía, como si acabase de nacer. Alquiló una nueva vivienda en la otra punta de la ciudad, aunque sólo provisional, puesto que tras la disolución del negocio tenía la intención de abandonar Hamburgo. En mayo de 1806 viajó a Weimar para buscar allí un nuevo lugar de residencia. ¿Por qué Weimar precisamente? Quería estar próxima a las cabezas ilustres de la cultura y deseaba probar su talento social en el Olimpo. Se  sentía arrastrada por un impulso  singular. Tras  diez días  de estancia en el lugar, escribe a su entristecido hijo: «El ambiente aquí me parece muy agradable y la vida no es nada cara. Con poco esfuerzo, y todavía con menos gasto, me resultará posible reunir en torno a mi mesa de té, una vez al menos a la semana, a las primeras cabezas de Weimar y tal vez de Alemania, y llevar en conjunto una vida muy agradable.»
Johanna estaba, pues, conquistando un mundo nuevo mientras Arthur permanecía maniatado en el viejo, un mundo hacia el que el padre le había arrastrado.
«Este dolor hizo aumentar tanto mi tristeza, que apenas se diferenciaba ya de una auténtica melancolía» (B, 651), escribe Arthur refiriéndose al tiempo que siguió a la muerte del padre.
La disección anatómica de esa melancolía es compleja. En el núcleo hay un desgarramiento inconciliable entre lo interior y lo exterior. Exteriormente, Arthur sigue los deberes impuestos por el padre. Podría acreditar su interior si pudiese despreciar el mundo paterno en el que tiene que actuar. Pero para ello tendría que erigirse por encima del padre. Kant, a quien Arthur no había leído todavía en ese tiempo, emite una vez el siguiente juicio sobre la melancolía: «El alejamiento melancólico del mundanal ruido, a causa de un legítimo hastío, es signo de nobleza.» El alejamiento interior de Arthur del «ruido» del mundo paterno era quizá melancólico, pero él no podía sentirlo como algo «noble», pues —por el momento al menos— no podía permitirse el punto de vista de que el hastío fuese «legítimo». No podía permitirse la rebeldía de considerar como una realidad de rango superior lo que le separaba del mundo exterior en lo concerniente al negocio. Eso sería soberbia frente al padre y denotaría falta de piedad. En tal situación, debió resultar para él muy atractiva la posición espiritual que unifica la interiorización y el escepticismo frente al mundo con la humilde fidelidad al padre: Arthur lee a Matthias Claudius. La exégesis del mundo y de sí mismo que éste llevaba a cabo tenía la ventaja de reflejar el dualismo entre lo interior y lo exterior —un dualismo que tan dolorosamente experimentaba ahora Arthur— de una manera expresamente aprobada por el padre. Pues era el propio Heinrich Floris Schopenhauer quien había regalado a su hijo ese librito que Arthur conservaría fielmente hasta el fin de su vida y en el que leería a menudo; se trata del breve escrito A mi hijo, aparecido hacia 1799. Claudius no había tenido reparos en sacar a la luz pública las recomendaciones íntimas destinadas a su hijo. Precisamente en ese tiempo la guía de almas era una cuestión pública entre la gente sensible. Heinrich Floris Schopenhauer aprovechó la oportunidad de poder influir sobre su propio hijo, aunque en este caso la voz fuese prestada. Y éste leyó el librito, tras la muerte del padre, como si de un legado se tratase. «Se acerca el tiempo», dice Claudius, «en el que debo emprender el camino del que nunca se regresa. No puedo llevarte conmigo y te abandono en un mundo en el que no es superfluo el buen consejo.» Claudius puede aconsejar sólo a los que se sienten extraños en medio de una realidad exterior que es fuente de obligaciones. Arthur se sintió aludido por tanto. «En este mundo, el hombre no está en su hogar», escribe Claudius. Cuando uno se siente extraño en el mundo no es porque tenga una riqueza interior de la que pudiera vanagloriarse. Lo interior, que con razón se contrapone a lo exterior, es algo lóbrego. Somos extraños a este mundo, dice Matthias Claudius, porque no pertenecemos a él y estamos convocados a uno superior. Pero recibir esa sensación no es un mérito nuestro, sino un regalo de la Gracia. Si el corazón es piadoso, nos sentimos liberados de la pesada carga de la actividad terrenal. Esa piedad tiene que acrisolarse, sin embargo, en la refriega cotidiana. No está en nuestro poder el contemplar el mundo desde arriba, sino que tenemos que pagarle el tributo debido.
La renuncia al mundo del pietismo inicial, torturada y convulsa, queda dulcificada en Matthias Claudius, convirtiéndose en una actitud que mantiene la distancia interior al tiempo que frena la acción. Hay que tener como si no se tuviese; no se debe querer huir del mundo, pero tampoco apegar el corazón al mismo. Ese «muchacho de inocencia», como llamó una vez Herder a Matthias Claudius, habla a veces casi con el mismo escepticismo que los elegantes moralistas franceses por los que Schopenhauer se dejará inspirar más tarde. «Sé honrado con todo el mundo, pero no te confíes con facilidad», recomienda allí. O: «desconfía de la gesticulación y actúa precavidamente con justicia». O también: «no digas todo lo que sabes, pero debes saber siempre lo que dices». Igualmente: «no dependas de ningún poderoso». Hay que pactar un compromiso con la realidad por medio del cual uno se sienta protegido frente a sus exigencias. Hay que efectuar, con gran precaución, las inevitables inversiones en el exterior; pero interiormente uno seguirá siendo habitante de otro mundo en el que «el ruido de las callejuelas» se disipa. Ese interior, bien custodiado, se convierte así en una muralla sobre la que resbalan las sombras. El eco de todo esto resuena en Arthur: ¿son acaso solamente sombras chinescas sus penas en el establecimiento comercial? Esta estrategia, que apuesta por negar realidad a las cargas de la vida, priva de toda su capacidad de rebeldía al sufrimiento producido por el dualismo. La trascendencia interior del mundo que Claudius ofrece goza de la bendición divina, y, sobre todo —lo que para Arthur es mucho más importante por el instante—, de la bendición del padre fallecido.
Es lógico que Arthur se interesara por una interpretación de la realidad de su vida que le ayudaba a soportar el dualismo experimentado entre lo interior y lo exterior, entre el deber y la inclinación. En cualquier caso, tenía que buscar algo así mientras le resultara imposible, por las razones que fuere, proyectar y realizar su vida desde un modelo único. Ese escepticismo sobre el mundo, surgido de la fuerza de una interiorización religioso-sensible, que Matthias Claudius ofrece, podía constituir tal interpretación. En ella, sin embargo, el dualismo está ocupado completamente por el mundo paterno: no sólo el principio de realidad, sino también lo que se le opone, está codificado en clave del padre. El Dios sentido y recibido en el interior, del que habla Claudius, sirve a la vez como recaudo paterno contra el mundo del padre. Por una parte, tiene la obligación de seguir el camino del padre; pero, al mismo tiempo, cabe frenar esa acción poniéndose a recaudo mediante la religión interiorizada que el padre aprueba. Con Matthias Claudius, por tanto, Arthur sigue encerrado en la prisión paterna.
En esa época, aunque no posee la fuerza para cambiar de vida (a pesar del ejemplo de la madre), está en busca de algo que le haga trascender interiormente el mundo y encuentra en Matthias Clau¬dius un método para negar la realidad de las cargas de la vida. Pero este método puede cumplir su finalidad sólo cuando efectivamente se cree en el Dios de los padres. «Lo que puedes ver», escribe Matthias Claudius, «míralo utilizando tus ojos; sobre lo invisible y lo eterno, atente a la palabra de Dios.»
Arthur había utilizado sus ojos —sobre todo durante el viaje—, y lo que había visto no le convenció en absoluto de la existencia de un buen Dios, justo y ordenador. Y si las cimas montañosas le habían inflamado, ello no era porque allí estuviese más cerca de Dios, sino porque estaba más lejos del bullicio humano. No era un humilde amor de Dios lo que buscaba, sino la soberanía para poder sobreponerse al mundo.
Arthur Schopenhauer afirmaría retrospectivamente que su fe en Dios estaba ya quebrantada cuando leyó a Matthias Claudius como legado del padre: «Siendo adolescente estaba siempre muy melancólico y, una vez, cuando tenía unos dieciocho años, aunque era tan joven llegué a pensar lo siguiente: ¿puede un Dios haber hecho este mundo?, ¿no habrá sido más bien un diablo?» (G, 131).
El viejo problema de la teodicea, del que Arthur Schopenhauer dice haberse ocupado a los dieciocho años, es el problema que Leibniz había formulado en toda su enjundia y creía haber resuelto: ¿no es la existencia de la perversidad y de toda suerte de males en el mundo una prueba contra la existencia de un Dios bueno y todopoderoso?
El hecho de plantearse tales preguntas indica a las claras la influencia de un pensamiento que hace depender el reconocimiento de un ser divino de pruebas racionales o empíricas. Por eso Leibniz se esfuerza también en utilizar su modelo matemático del mundo para 'resolver' este problema: cada elemento es imperfecto de por sí, pero perfectible; es decir, en el marco de una sabia combinación de elementos se convertirá en la conexión perfecta de una función. El mal en el mundo cumple el mismo papel que el resorte que detiene el mecanismo del reloj manteniéndolo en tensión. Sin resistencia tampoco hay avance. Sin sombras no hay luz. Voltaire y otros, por ejemplo, no pudieron encontrar sentido alguno, ni con la mejor voluntad, al terremoto de Lisboa que sepultó tantos miles de vidas humanas. Radicalizaron el discurso racional y se sirvieron de métodos estrictos en la interpretación de la experiencia para poner en grave aprieto a ese Dios al que se quería representar como arquitecto y gobernante de todos los mundos. El drama de la secularización era imparable. ¿Se produjo también este proceso de forma acelerada en Arthur Schopenhauer, quien leía precisamente ahora a Matthias Claudius? ¿O trató simplemente él, considerando retrospectivamente la historia de su alma, de situarla en el mismo nivel de desarrollo que los grandes problemas del espíritu occidental?
De hecho, en anotaciones muy tempranas (hacia 1807), encontramos ya deliberaciones sutiles en torno al problema de la teodicea. «O bien todo es perfecto, tanto lo más grande como lo más pequeño... y entonces cada sufrimiento, cada error, cada angustia... verdaderamente tendría que ser el mejor medio, el más inmediato, el único adecuado... —pero ¿quién podría sostener tal supuesto a la vista de este mundo?—; o, por el contrario, existen otras dos posibilidades: a no ser que prefiramos atribuirlo todo a un designio malvado, hemos de aceptar el poder de una voluntad malvada junto a la voluntad benévola, obligándola a seguir caminos torcidos, o bien dicho poder es sólo cosa del azar y por tanto hemos de atribuir imperfección a la voluntad gobernante, ya sea en su inteligencia o en su poder» (HN I, 9).
Incluso antes de haberse ocupado de Leibniz, Schopenhauer rechaza ya en ese momento su teorema del «mejor de los mundos posibles». Ello resulta sólo posible porque el espíritu de los tiempos había vuelto caduco a Leibniz y hacía posible que un aprendiz de comerciante, que no tenía todavía la edad adulta, se permitiese sobrepasarlo e ignorarlo.
Pero Schopenhauer rechaza también la demonología que algunos habían tratado de sostener en contraposición a Leibniz al defender la existencia de un Dios a la inversa que lo ha dispuesto todo para el mal. No es sorprendente que él, atormentado por el dualismo de su propia situación vital, favoreciese la solución dualista en su reflexión sobre la teodicea: hay un antagonismo entre la voluntad buena y la voluntad mala que gobiernan el mundo. El bien triunfa sólo por caminos torcidos o bien se trata de un antagonismo entre la buena voluntad y el azar. Pero esto último es sólo una variante de la primera posibilidad, pues el 'azar' es el mal sin rostro y sin figura, la negación del orden.
Las reflexiones sobre la teodicea representaban en realidad, ya desde el principio, el intento de aplacar con fríos pensamientos el dolor producido por la desaparición de un sentimiento religioso cálido. El subsuelo efectivo de la teodicea era el miedo. La razón tenía que aportar algo que luego desaparecía en el concepto y muchos pensaron ya entonces que se trataba de un camino erróneo. Pascal, por ejemplo, presiente un mundo interior amedrentado tras la presuntuosa fachada de una razón que se cree capaz de poder exigir la presencia de Dios o de despacharlo sin más del mundo. Afirma que no es posible encontrar a Dios en el discurso racional y aboga por una disociación radical entre fe y saber: el origen de ambos es distinto y no hay territorio que les sea común. El que mezcla ambos mundos, piensa Pascal, los pervierte a los dos: empaña el saber y confunde el «orden del corazón», el auténtico bastión de la fe. Dicho de otro modo: el saber se llena de soberbia porque la fuerza de la experiencia religiosa ha quedado disipada.
La corriente secularizadora arrastraba empero al propio Pascal: su fe es fe en la fe, voluntad de creer, surgida de un sentimiento de desamparo en un mundo de racionalidad y hechos empíricos.
Deducir a Dios a partir de la construcción de un modelo del mundo, o, por el contrario, negar con ayuda de tales modelos su existencia, es algo que permanece ajeno al meollo del problema religioso. Lo mismo puede decirse del joven Arthur Schopenhauer. La reducción de Dios que lleva a cabo su reflexión apelando a una construcción dualista (Dios tiene que compartir su poder con el mal o con el azar) no se corresponde con su verdadera manera de sentir. Lo que él quisiera es creer en un Dios que le arropase y le arrastrase en su Providencia. Por eso, la fe infantil de Matthias Claudius no representa sólo la prisión paterna, sino también una seducción.
Pero la ingenuidad de la fe paterna ya no existe. También Schopenhauer descubre en el subsuelo afectivo del discurso de la teodicea no tanto la fe cuanto la voluntad de creer. «En el hombre está profundamente anclada la confianza», escribe, «de que algo fuera de él sea consciente de su ser como él mismo lo es; representarse vivamente lo contrario, junto a la infinitud, es un pensamiento espantoso» (HN I, 8). Pero él no necesita representarse lo «contrario» puesto que lo ha vivenciado, aunque no ciertamente bajo la forma del elevado abandono metafísico, sino como el abandono de un niño no suficientemente amado. «Teniendo todavía seis años», leemos en las notas íntimas tardías tituladas Eis eauton, «me encontraron mis padres, una tarde que retornaban a casa de un paseo, en la más absoluta desesperación, porque repentinamente me imaginé abandonado por ellos para siempre» (HN IV, 2, 121).
En una poesía que proviene precisamente de la época en la que Schopenhauer elaboraba sus reflexiones sobre teodicea, leía a Matthias Claudius y cavilaba sobre la voluntad de creer, resuenan juntas ambas cosas: la 'pequeña' angustia del niño abandonado y la 'gran' angustia del desamparo metafísico.
En medio de una noche tormentosa
 me desperté con gran angustia
se oía el viento y el fragor
atravesando pabellones, patios, torres;
Pero ninguna claridad, ni un débil rayo
podía atravesar la oscuridad profunda,
como si no pudiese disiparla ningún sol;
estaba allí, tan firme e impenetrable,
que creí que no había día por llegar:
entonces me envolvió una gran angustia,
y me sentí sobrecogido, abandonado y sólo»  (HN I, 5)
Arthur Schopenhauer escribe este poema ripioso aproximadamente al mismo tiempo en que aparecen los Nachwachen de Bonaventura, la obra que hace resaltar la profunda corriente nihilista del movimiento romántico a la vez que lo parodia. Tanto los miedos como las promesas de la noche tienen ahora su oportunidad. En las imágenes de la angustia nocturna la oscuridad sustituye a la ausencia de sentido y orientación. La noche preside también, naturalmente, la secuencia onírica de Jean-Paul en Charla de Cristo muerto, desde fuera del Universo, diciendo que no hay Dios; y también toda la obra poética de Hölderlin gira en torno a la «noche de Dios».
«La noche es serena y casi horrible», dice Bonaventura, «y la fría muerte está en ella cual espíritu invisible, adhiriéndose con firmeza a la vida superada. De vez en cuando, un cuervo congelado cae desde el tejado de la iglesia...»
Hasta ahora, las luces de la vieja fe o de la nueva razón habían prestado ayuda contra la oscuridad. Cuando Schopenhauer compone su poema a la noche han transcurrido diez años desde que la irrupción romántica comenzara a enfrentarse a lo nocturno con tanto espanto como ardor. Se había descubierto una nueva fuente de iluminación: la música y la poesía quedaban reconciliadas con la noche porque de ellas mismas brotaba una singular oscuridad.
La noticia de este «descubrimiento» llegó también a Arthur Schopenhauer. Para poder soportar su propio Miserere leyó no sólo a Matthias Claudius, sino también, por ejemplo, los escritos de Wilhelm Heinrich Wackenroder, editados por Ludwig Tieck entre 1797 y 1799.
Wackenroder fue el cometa de la religión romántica del arte. Trazó una trayectoria de magia fulgurante, dio esplendor a la noche, y desapareció pronto. Cuando Tieck publicó sus escritos, Wackenroder había muerto ya, a la edad de veintiséis años. Wackenroder, y el movimiento romántico con él, habían tenido como punto de partida un problema semejante al que tuvo diez años después Arthur Schopenhauer. La generación que habiendo perdido la vieja fe e incapaz de alcanzar satisfacción en la razón había sido alentada por los remolinos de la Revolución Francesa a dar los más atrevidos saltos, sintió con claridad extrema las insuficiencias de una normalidad que ellos experimentaban como pesada herencia de sus padres, en parte racionales y en parte piadosos, o simplemente carentes de fantasía y de valor. Estos jóvenes, que huían del monótono repiqueteo de la cotidianidad burguesa, buscaban asilo y lo encontraron en el Dios del arte, un Dios que se avecinaba. Wackenroder era también un buscador de esa índole. Su padre, consejero privado del ministerio de guerra y magistrado supremo en Berlín, era un funcionario honorable y quería para su hijo la misma clase de vida que él había llevado. Este, aunque por una parte se abandonaba con su amigo Tieck a fantasías sobre el arte, permaneció con todo atrapado al dualismo. No había nacido para bohemio. Un contemporáneo cuenta lo siguiente de él: «Como si hubiese sentido oscuramente que ese mundo interior necesitaba de un contrapeso exterior, si no quería abismarse por completo en él, se aferraba con escrupulosidad a determinadas disposiciones. Una vez convertidas en costumbre ya no las abandonaba jamás. El que le observase en tales ocasiones podía tomarlo por un hombre sensato e incluso meticuloso. La naturaleza burguesa del padre parecía entonces ganar la partida... La música, sobre todo, parecía penetrar completamente su ser. Se había acumulado aquí un material eléctrico que aguardaba sólo el contacto apropiado para estallar y cegar con chispas centelleantes.»
El joven Schopenhauer se aferraba por su parte también a «determinadas disposiciones» y se recreaba gustosamente en el fuego de artificios de las fantasías románticas y musicales. La más famosa de esas fantasías, que fue reconocida muy pronto como parábola 'clásica' del anhelo romántico de salvación, es el relato Un maravilloso cuento oriental de un santo desnudo. Arthur Schopenhauer sacaría partido, incluso en su última época, del acerbo de imágenes de este texto. El santo del cuento oye incesantemente «el decurso de la rueda del tiempo en su revolución chirriante» y se ve forzado por tanto a efectuar los movimientos violentos mediante los que todo ser humano «se esfuerza en detener la monstruosa rueda». La libe-ración le llega en una noche de verano y tiene lugar bajo el efecto del canto de una pareja de amantes: «Con los primeros tonos de la música y de la canción se esfumó para el santo la rueda chirriante del tiempo.» Música, poesía y amor, los poderes celestiales de la nueva generación, liberan del «engranaje» de una cotidianidad prosaica, del «chirriante proseguir uniforme y acompasado» del tiempo vacío. En la filosofía de Schopenhauer aparecerá también después la «rueda de la voluntad» a la que estamos amarrados y que nos arrastra en su movimiento. Por otra parte, aparece también la repentina suspensión de este movimiento, que se produce al sumergirnos en las obras de arte.
El joven Arthur Schopenhauer anota lo siguiente en el diario que escribe durante la época de sus lecturas románticas: «Si quitamos de la vida los breves instantes de la religión, del arte y del amor puro, ¿qué es lo que queda sino una sucesión de pensamientos triviales?» (HN I, 10).
La palabra 'religión' evoca aquí todavía un poder liberador. Pero, en conjunción con «arte» y «amor», ya no es la religión del padre. Matthias Claudius, por ejemplo, se había enfrentado siempre con toda energía al intento de poner en el mismo plano al arte y a la religión. Por eso combatió constantemente la irrupción romántica como una forma de idolatría moderna. Y, desde su punto de vista («sigue la palabra de Dios»), el buen hombre tenía razón. Pues la religión romántica no era una religión de humildad y fe en la Revelación, sino de autoafirmación; era una de las muchas formas de expresarse con las que la imaginación había logrado romper sus cadenas. Hay que entender la dinámica interna de la religiosidad romántica, henchida por completo de entusiasmo por el arte, si se quiere comprender cómo y por qué se abandonó Arthur a ella.
Cuando uno está inserto en una realidad cotidiana prescrita por el padre, como es el caso de Schopenhauer, el problema estriba en poder sobrepasar al menos el más allá paterno (Matthias Claudius). La religión romántica y la religión del arte (la metafísica de la música de Wackenroder especialmente) allanan el camino al joven Schopenhauer para alcanzar ese objetivo. Dejándose arrastrar por esta corriente consigue emanciparse hasta cierto punto de la religión del padre. Pero, desde el punto de vista paterno, hay aquí un deslizamiento desde una trascendencia legítima a otra ilegítima. Schopenhauer cumple así en su persona el destino del movimiento espiritual de la época, un movimiento que dará a luz a lo que yo llamo, convencido de su irrepetibilidad, los 'años salvajes de la filosofía'.
La revolución kantiana había dado origen a todo esto al romper el hechizo de la metafísica y al vaciar de contenido la fe tradicional a la vez que se producía una afirmación pragmática del sujeto y se desviaba el interés por el 'mundo en sí' hacia las formas de producción de un 'mundo para mí'. Con Kant, se desmoronaba el viejo «orden de las cosas» (Foucault) y surgía una modernidad que ciertamente ya nos ha desencantado pero de la que todavía no hemos podido escapar.
Schopenhauer iba a enfrentarse directamente, más tarde, con esa cesura vinculada al nombre de Kant. Pero ya desde el principio estaba completamente envuelto por la atmósfera de esa quiebra. Al fin y al cabo, al encontrarse con el Romanticismo, entraba en relación con uno de los muchos aspectos en los que esa ruptura configuró la época. Cuando Schopenhauer se incorpora al movimiento habían concluido ya, en cierto modo, el segundo o el tercer acto de la obra. Lo cual no carece de significado, pues dando marcha atrás y saltando sobre el Romanticismo, se dirige directamente a Kant y, desde allí, emprende una revisión del proceso que sus sucesores habían entablado contra Kant. Pertrechado con el impulso esotérico del budismo y de la mística será impelido, por encima de Fichte, Hegel y Marx, hacia el centro de una trascendencia sin cielo; y llevará a cabo, con radicalidad, un «análisis de la finitud» (Foucault) que consigue el prodigio de no repudiar la metafísica.
Por el momento, sin embargo, durante sus dos últimos años en Hamburgo, Schopenhauer se familiariza con los vuelos de infinitud del Romanticismo. A la infinitud del arte romántico le falta empero la solidez de esa Revelación 'objetiva' en la que Matthias Claudius y el padre creían. La infinitud romántica es subjetiva por los cuatro costados: una infinitud que se construye a medida que uno se va sumergiendo en ella. O, por lo menos, de la que se tiene la impresión que estaría al alcance de la mano el construirla. No hay nada en absoluto que una imaginación liberada de sus cadenas no pudiese llegar a realizar, piensa el espíritu romántico de la época.
Los románticos contemplan el propio secreto y creen estar penetrando así en el secreto del mundo. El mundo quedará desvelado cuando uno encuentre en sí mismo la palabra mágica. Por mucho que uno  descienda  hacia  el  abismo,   nunca   será  bastante.   Esos descensos son a la vez verdaderas ascensiones (uno asciende a medida que desciende). La inmersión lleva al centro de un campo de fuerzas magnéticas. La razón tambaleante aprende a danzar en ese punto. Allá donde lo indecible comienza en nosotros, topamos con lo más íntimo del mundo. El escepticismo romántico contra el lenguaje arranca de aquí. El lenguaje, para Wackenroder, es la «tumba de la furia interior del corazón». En el lenguaje, lo indecible se torna banal con facilidad. El lenguaje es incapaz de seguir el flujo de las sensaciones y tiene que tejer toda la riqueza del presente con el frágil hilo del antes y el después. Según Novalis, el pecado original de la modernidad comienza con la traducción de la Biblia por Lutero. Se inicia de este modo la época de la tiranía de la literalidad. La imaginación y el sentido interior quedan a recaudo y olvidan el arte de volar. Novalis enaltece, como Wackenroder, la «música sagrada». En ella todo se mueve todavía y es posible aprender con ella la metafísica de la suspensión. Wackenroder especula en tono menor al hablar de una liberación individual por medio de la música. Novalis aborda la totalidad y pretende curar a Europa de sus enemistades y de su vulgaridad con la 'música sagrada'. El orgullo de Beethoven, que ve en el general Bonaparte a su igual y en el emperador Napoleón a un renegado de sí mismo, está a la altura de tales ambiciones. El primero que se sintió como verdadero fundador de una religión no fue Wagner, sino Beethoven. La música era para él «transmisión de lo divino y una revelación más alta que cualquier sabiduría y filosofía». Recordaremos más tarde, al tratar la filosofía de la música de Schopenhauer, esta ebriedad romántica del senti¬miento musical.
La música y la religión —así lo exigía el espíritu romántico— constituyen lo primero que tiene acceso a lo indecible en nosotros y, con ello, al secreto del mundo. Ambos son igualmente primordiales. Esta declaración habría sido blasfema apenas medio siglo antes. Pero el proceso de secularización y la liberación del sujeto autocreador habían agrietado las paredes del antiguo cielo hacia el que se elevaba la música y de donde la religión recibía sus revelaciones. Ahora resultaba que eran ambas —música y religión— creaciones de nuestra imaginación y representaban una fuerza divina porque provenían de lo indecible. Aparece así una divinidad que germina en los abismos. El filósofo contemporáneo Jacobi, que no se avenía en modo alguno con toda esta orientación, denuncia concisamente la escueta alternativa: «O Dios es un ser viviente, existente por sí y exterior a mí, o bien yo soy Dios.» Los románticos decidieron que eran ellos la propia divinidad. Según Schleiermacher, «el que tiene religión no es el que cree en una Escritura sagrada, sino el que no precisa de ninguna y él mismo sería capaz de hacerla».
Esta religión vehemente, que brota del poder de la propia sensibilidad, fascina a Schopenhauer porque no representa un código paterno de normas morales y un repertorio de revelaciones, sino un modo de experimentar el mundo y a sí mismo que se presta a ser gozado estéticamente. En la pensión del agente de seguros Willinck, en la que vive tras la mudanza de su madre hacia Weimar, se abandona a tales estados de ánimo ascensionales. Por otra parte, los portavoces del movimiento se disponen en esa época a dar «el salto mortal hacia el abismo de la misericordia divina» (Friedrich Schlegel). La tendencia es volver de nuevo a la fe eclesiástica de la que Schopenhauer precisamente quiere escapar. Lee en Wackenroder lo siguiente: «Hay que atravesar el yermo lleno de ruinas que el desmoronamiento progresivo de nuestra vida produce y hay que aprender el arte de aferrarse con mano firme a lo grande y permanente que, por encima de todas las cosas, alcanza la eternidad —una eternidad que nos ofrece desde el cielo la mano luminosa—, ¡pues fluctuamos en una posición inestable sobre los desiertos abismos, entre cielo y tierra!» Schopenhauer escribe a su madre en Weimar: « ¿Cómo pudo encontrar sitio la semilla celestial en nuestro duro suelo, sobre el que la carencia y la necesidad se disputan cada parcela? Estamos desterrados del espíritu originario y no podemos llegar hasta él... Y sin embargo, un ángel compasivo consiguió para nosotros la flor celestial y ahora ésta resplandece en las alturas en toda su magnificencia y arraiga en este valle de lágrimas —las pulsaciones de la música divina no han cesado de sonar a través de los siglos de barbarie, y un eco inmediato de lo eterno ha permanecido en nosotros, inteligible para todos los sentidos e incluso por encima del vicio y la virtud» (B, 2).
La simbiosis de arte y religión resulta —en principio— beneficiosa para ambos. La religión, en cuanto arte, se emancipa del dogma y se convierte en revelación del corazón; el arte, en cuanto religión, da una consagración sobrenatural a estas 'revelaciones'. La religión del arte hace posible que «fluctuemos en una posición inestable sobre los desiertos abismos, entre cielo y tierra». Schopenhauer, aprisionado por el aprendizaje del comercio, espera recibir ayuda de tal religión intentando, «con pasos sigilosos y ligeros / atravesar la yerma vida terrenal / y que en ningún lugar el pie se pegue al polvo...» (HN I, 2).
En el contexto de la fe paterna, la transcendencia era un bien sólido en el que se podía confiar. La religión romántica, por el contrario, se asemeja, incluso en la manera de entenderse a sí misma, a una arriesgada empresa. En la novela William Lovell, que el joven Schopenhauer leyó varias veces, el joven Tieck escribe lo siguiente: «Cuando un ser tal siente una vez cómo se paraliza la fuerza de sus alas... se deja caer ciegamente en el vacío, quedan las alas destruidas y tiene que arrastrarse después por toda la eternidad.»
Las vibraciones del entusiasmo romántico provienen de un miedo que se agita en zonas profundas: el miedo al despertar de la seguridad que acompaña a un sonámbulo. En sus momentos de mayor desamparo, el Romanticismo tiene consciencia de que el espacio de resonancia de su música celestial está pavorosamente vacío: «La música se torna inmediatamente para mí una figura de nuestra vida», escribe Wackenroder, «una alegría corta y conmovedora que surge de la nada y vuelve a la nada, que se eleva y se sumerge sin que uno sepa por qué: una pequeña isla verde y feliz bajo la luz del sol, una melodía que flota sobre el océano tenebroso e insondable».
Los que, tras el gran ocaso de los dioses, quieren crear sus dioses con fuerzas propias, encallan en el siguiente dilema: deben creer en lo que ellos mismos han producido y, a la vez, vivenciar lo producido como algo que viene de afuera. Pretenden obtener, a partir de la 'acción', esa unión mística que sólo el abandono puede conferir. Quieren admirar el gran espectáculo desde el proscenio y se esconden al mismo tiempo entre bastidores. Son directores que quieren encantarse a sí mismos. La fe romántica del arte pretende lo imposible: producir ingenuidad por medio de la sofisticación. El resultado es que, en lugar de las viejas esencias, aparece el gabinete de los espejos con sus desdoblamientos: el sentimiento del sentimiento, la fe en la fe, el pensamiento del pensamiento. Y todo eso, según sea el estado de ánimo, puede producir el placer de una realidad cuyas formas se multiplican hasta el infinito —o el dolor de la nada. Jean-Paul dice: «Ay, si cada yo es su propio padre y creador: ¿por qué no podría ser también su propio ángel exterminador?»
 Las exaltaciones por las que Schopenhauer se deja arrastrar son de naturaleza extremadamente compleja. Y no desconoce el terror de la caída. Pero ¿qué fuerzas son exactamente las que teme que podrían estrellarlo contra el suelo?
Lo que le impide volar sin peso es la sensualidad que irrumpe en esa pubertad tardía del joven. El deseo sexual, el cuerpo por tanto, es lo que le arrastra a la caída. Se trata de un «ángel exterminador» al que, en la época de sus exaltaciones románticas, consagró un elocuente poema:
«Ay, voluptuosidad, ay, infierno, / Ay, sentidos, ay, amor / Que no pueden tener satisfacción / Desde la altura del cielo / Me arrastraste / Y me arrojaste / Sobre el polvo de esta tierra / Allí estoy encadenado» (HN I, 1).
«Voluptuosidad» y «amor». ¿A qué se refiere concretamente el joven Arthur Schopenhauer?
Hay que hacer una advertencia previa. Tras la muerte del padre y la partida de la madre, el joven, que no había cumplido todavía veinte años, vivía sin vigilancia familiar. Al mismo tiempo, Anthime había llegado también a Hamburgo con el propósito de poner fin a su «aburrimiento» en El Havre y completar su aprendizaje del comercio. Escribe que quería estar cerca de su amigo. Se ha especulado mucho sobre el supuesto «libertinaje» al que, al parecer, ambos jóvenes se habrían entregado; eso era lo usual en los círculos de la burguesía.
Durante los fines de semana, Anthime llega a Hamburgo desde Aumühle, donde se aloja. Quiere «tener experiencias» y Arthur debe hacer de guía. Ambos galantean con actrices y coristas, incitándose mutuamente, y cuando no tienen éxito se consuelan en los «abrazos de una hábil meretriz», según escribe Anthime en una carta. Los humos donjuanescos de Anthime crispan los nervios de Arthur a veces y replica con ironía o mal humor. Anthime se siente ofendido. Luego, ambos se reconcilian de nuevo. Arthur proporciona a Anthime lecturas escabrosas y acierta, al parecer, pues Anthime le da las gracias diciendo que en esos días se siente «sumido en pensamientos amorosos».
Ambos se sienten sumidos en «pensamientos amorosos», aunque Arthur, por otra parte, está siempre morigerado por el escepticismo. Durante una excursión dominical a Trittau, en Holstein, mientras están ambos tumbados sobre la hierba estival, a la sombra de un árbol, Arthur anula la iniciativa erótica de su amigo razonándole que «la vida es tan corta, insegura y fugaz que no vale la pena hacer un gran esfuerzo».
Por otra parte, es verdad que Arthur no tuvo ningún amorío por el que hubiese valido la pena hacer un gran esfuerzo. El problema era el siguiente: sus deseos corporales humillaban su cabeza y triunfaban sobre él, aunque no sobre las mujeres. Eso es lo que no podía perdonar —ni a los deseos corporales ni a las mujeres—. «Y por lo que se refiere a las mujeres», dirá muchos años después en una conversación, «estaba yo muy inclinado hacia ellas —faltaba sólo que ellas también se hubieran interesado por mí» (G. 239). Puesto que ellas no se interesaban por él, tenían que convertirse en obscuros objetos del deseo. Esto le llevó a vivenciar los enmaraña-dos deseos corporales como una amenaza. «Voluptuosidad, infierno, sentidos, amor» —todo está unido para él y constituye una «serie de debilidades» que hacen fracasar cualquier «aspiración hacia lo alto». Vivencia su sexualidad como abyección puesto que sólo le proporciona derrotas o victorias demasiado insignificantes. Y, puesto que Anthime es el cómplice de sus tentativas, se aleja pronto de él. Anthime, más exitoso en la vida erótica, no puede cumplir en modo alguno el deseo de Arthur de «no estar tan firmemente apega-do al cuerpo».
De este modo, Schopenhauer pasa el día en el escritorio del senador Jenisch y la noche en la pensión del agente de seguros. De vez en cuando, corre con Anthime, aunque desganado, en pos de la voluptuosidad. Para Arthur se trata de un «mundo exterior» de la peor suerte. Y, en vez de hacer algo para cambiar su situación, sueña en «horas dichosas de creación espiritual»: «¿Por qué tienen que estar separados por mil impedimentos los pocos hombres eminentes, los que por azar no están tan firmemente apegados al cuerpo como la legión de los otros? ¿Por qué sus voces no pueden encontrarse ni se reconocen entre ellos y por tanto no puede sonar la hora dichosa de la creación espiritual? ¿Por qué uno de tal especie... puede rastrear a lo sumo de vez en cuando a un ser semejante... en la obra de arte, multiplicándose después su dolor por la añoranza, mientras él se consume en la soledad y su mirada sólo alcanza a la multitud, tan innumerable como las arenas del Sahara, de esos seres semianimales carentes de toda gracia?» Esta vida en el Sahara tenía que prolongarse un tiempo todavía, hasta el verano de 1807. Johanna, en Weimar, no pudo soportar más en ese momento las jeremiadas que le llegaban desde Hamburgo. Así que tomó la iniciativa para liberar a Arthur. El no había podido liberarse con sus propias fuerzas. La madre le ayudó a tener un segundo nacimiento arrancándolo del mundo paterno. En realidad, tendría que haber estado infinitamente agradecido. Pero quizá nunca pudo perdonarle el estar en deuda con ella.

Non olet


Tito, hijo del emperador Vespasiano, le recriminaba a su padre el cobro de impuestos sobre las letrinas públicas. El emperador le acerco a su hijo el dinero de la primera recaudación preguntándole si le molestaba el olor, y al contestarle Tito: “non olet” (no huele), le replico  “y sin embargo es producto de la orina”.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Capítulo 3


La difícil elección: ¿el mundo o los libros?


Mientras Arthur Schopenhauer acudía al instituto de Runge, se peleaba con compañeros de clase y asistía por las tardes a bailes y saraos, mientras su madre organizaba veladas en la casa y su padre se ocupaba de los negocios, la tormenta política se iba condensando en torno a Hamburgo. No se apreciaba debidamente el peligro porque los hamburgueses se sentían protegidos por su neutralidad política. Miraban hacia el futuro con tanta confianza que, en un gesto demostrativo de su voluntad pacífica, se permitieron incluso derribar las partes exteriores de las fortificaciones e hicieron que un jardinero transformara artísticamente la zona de las murallas en un conjunto de senderos y jardines de flores.
Hamburgo creía en el equilibrio de fuerzas. La antigua potencia garante, el Sacro Imperio Romano de la nación alemana, no era ya más que una sombra y no ofrecía protección alguna frente a la ambiciosa Prusia. Francia, sin embargo, la mantenía en jaque, e Inglaterra, a su vez, se enfrentaba con la no menos ambiciosa Francia napoleónica. En Hamburgo estaban convencidos de que Inglaterra no permitiría nunca que esta notable ciudad portuaria, importante aliado comercial, perdiese su libertad. Naturalmente había que pactar, enviar señales de buena voluntad en todas direcciones: hacia París, Berlín, Londres. Y puesto que en ese tiempo los negocios marchaban bien, había una razón más para sentirse a salvo. Los hamburgueses se consideraban alumnos aplicados de la moderada democracia inglesa y del 'way of life' inglés. Entre la burguesía de Hamburgo predominaba la moda inglesa en el vestir y solía celebrarse el té de la tarde del mismo modo que en la isla. La literatura inglesa penetraba en el continente a través de Hamburgo. Tristram Shandy, de Laurence Sterne, alcanzó el éxito en esta ciudad. También comenzó aquí la carrera triunfal de las novelas edificantes de Richardson. El cónsul inglés era el mecenas más importante de la ópera hamburguesa, y, a su vez, el enemigo jurado de esa diversión, el Moralische Wochenblatt, se inspiraba igualmente en los periodicuchos moralizantes de Inglaterra. También eran ingleses los paraguas y los sombreros de hongo que llevaban los hamburgueses.
Tan chocante era aquí la anglomanía que Herder, en un viaje a la ciudad, recibió la impresión de «que para los hamburgueses, junto al Señor Dios, nadie podía ser más generoso que un lord inglés, ninguna criatura más tierna que una lady y nadie más angelical que una miss inglesa».
Por eso, también la corta estancia que hicieron el almirante Nelson y Lady Hamilton en la ciudad hanseática fue celebrada como si se tratase de la llegada de un dios. El Altonaische Mercurius reseña el 23 de octubre de 1800: «Ayer llegó aquí el famoso Lord Nelson con el embajador Hamilton y su esposa... Por la tarde, Lord Nelson apareció en el teatro francés de la ciudad y fue saludado por una clamorosa ovación del público.» Esta ovación resulta sorprendente, pues el lobo de mar inglés, que había perdido el ojo y la mano derechos en el combate, acababa de realizar en Nápoles, de donde regresaba, hazañas de las que poco podía enorgullecerse. Había defendido a la casa real napolitana contra un levantamiento republicano sirviéndose para ello de toda suerte de artimañas y crueldades. Mandó colgar en la verga de su buque de almirante a los cabecillas de los republicanos, a pesar de que se les había prometido un salvoconducto. Nada de eso era precisamente una recomendación para una ciudad como Hamburgo, orgullosa de su tradición republicana. También Lady Hamilton planteaba dificultades, pues la antigua cocinera, que había sabido ascender hasta la nobleza a base de belleza y picardía, era al mismo tiempo esposa del embajador inglés y querida del almirante, del que tuvo una hija al año siguiente. Pero tampoco esto era ocasión de escándalo en Hamburgo, ciudad tan estricta por lo demás en cuestión de costumbres, pues el crédito inglés tenía mayor peso. También Johanna Schopenhauer olvidó su lealtad republicana y reseñó con orgullo su encuentro con la ilustre pareja; hasta el viejo Klopstock —no hacía mucho que había cantado la libertad francesa— se dejó llevar hasta el punto de componer una oda para la hermosa lady y su mutilado amante: su poema se llama Los inocentes. Los periódicos de Hamburgo lo imprimieron en primera página.
La momentánea calma política de Hamburgo terminó bruscamente en 1801 con la invasión de tropas danesas. Dinamarca actuaba como aliada de Francia y la explicación oficial para la invasión fue que había que defender la costa del Mar del Norte contra los ataques ingleses. Pero lo que quería en realidad Dinamarca, aprovechándose de la situación internacional, era retener la rica ciudad, por cuya posesión había luchado inútilmente durante siglos, asegurando para sí esta valiosa prenda en el nuevo orden político que se imponía en Europa. Sin embargo, la confianza de Hamburgo en el equilibrio de las potencias europeas quedó justificada de nuevo. Prusia adoptó una actitud amenazadora contra Dinamarca, lo mismo que hizo Inglaterra; el almirante Nelson tuvo ocasión ahora de agradecer la hospitalidad recibida: la corta ocupación de Hamburgo por los daneses concluyó con el bombardeo de Copenhague.
Pero la paz, aunque restaurada provisionalmente, seguía amenazada, lo cual tuvo repercusión en la economía. El intercambio comercial perdió su pujanza y muchos negocios tuvieron que cerrar. La coyuntura favorable había llegado a su término y dio paso a una dura lucha entre las empresas para sobrevivir. Un comerciante que no quisiera claudicar tenía que mantenerse en su puesto. Heinrich Floris Schopenhauer, por el contrario, planeaba un gran viaje de placer por Europa. Sabemos poco sobre su estado de ánimo, pero tales planes de viaje nos permiten conjeturar que no se entregaba ya en cuerpo y alma a sus negocios y que, sintiéndose viejo, pensó que tenía que ofrecer algo a su esposa, veinte años más joven, para retenerla.
También su hijo Arthur era motivo de preocupación, pues le atormentaba con el deseo de abandonar la escuela privada e incorporarse al instituto de enseñanza media. Eso significaba que no quería llegar a ser comerciante y que pretendía romper con la tradición familiar, convertida para él en una pesadilla. Arthur se negaba a comenzar el aprendizaje en el «comptoire». Podemos percatarnos de lo que significaba el aprendizaje del comercio en aquella época tomando como punto de referencia el contrato de su amigo de juventud Lorenz Meyer, cuidadosamente copiado y archivado por éste en su diario. Según dicho contrato, Meyer tenía que permanecer en la empresa siete años como «aprendiz» y tres como «de-pendiente». Tenia que vivir en casa del patrón, «no podía permanecer afuera por la noche, debía procurar para su señor patrón tanta honra, crédito y provecho como le fuera posible y no utilizarlos en beneficio propio». El aprendiz sólo cobraría su primer sueldo después de siete años. Entre tanto, recibiría el vestido de sus padres y la alimentación del patrón. Si el aprendiz quebrantaba el contrato, los padres tendrían que pagar una multa.
Algo parecido esperaba a Arthur si, siguiendo los deseos del padre, ingresaba en el aprendizaje con el honorable comerciante y senador Martin Johann Jenisch al abandonar la escuela de Runge a los quince años.
La rebelión frente a la perspectiva de «ir a galeras» no era infrecuente en modo alguno entre los alumnos de Runge, muchachos todos ellos destinados a la carrera del comercio. También para el otro amigo escolar de Arthur, Karl Godeffroy, el aprendizaje es un «horror» en el que prefiere no pensar. Pero el rechazo de Arthur es más decidido y enérgico, pues él sabe lo que quiere: desea convertirse en un sabio, aprender Latín, Griego, Literatura, Filosofía; también le atraen las ciencias, por cuyos senderos ya había merodeado un poco. También Runge, hombre con sensibilidad pedagógica, apoyaba el deseo del muchacho y trató de influir en ese sentido sobre el padre. La pasión de Arthur por aprender destacaba en la escuela y, en casa, revolvía la biblioteca paterna. Consiguió incluso los tesoros de la cómoda cerrada con llave. Allí escondía su padre las novelas galantes, Las aventuras amorosas del caballero de Faublas, por ejemplo, una obra en seis tomos de Jean Baptiste Louvet encuadernada en tafilete. Por la noche, Arthur devoraba en la cama estas fantasías eróticas, al gusto rococó, hasta que fue sorprendido por su padre. Pero también le resultaba familiar la literatura, menos sensual aunque más profunda, surgida de la pluma de los grandes franceses Voltaire y Rousseau. Leía todo lo que le llegaba a las manos, especialmente si tenía que ver con las bellas artes. Tanto es así que incluso la madre, que no era en modo alguno reacia a las mismas, tuvo que advertir a su hijo contra el exceso. El 4 de agosto de 1803, durante el gran viaje, escribe lo siguiente en una carta dirigida al hijo, quien había permanecido en Wimbledon por algunas semanas: «Desearía sobre todo que dejases de lado por un tiempo a todos los poetas... se te hará insoportable si ya comienzas tan pronto a malgastar todas las horas con el arte. Tienes sólo quince años y has leído y estudiado ya a los mejores poetas alemanes y franceses, y en parte también a los ingleses.»
El padre no aprobaba en modo alguno los deseos de su hijo. A pesar de ello, de momento al menos parece haber capitulado ya en 1802, sorprendentemente pronto. Pues en ese año negocia con el capítulo catedralicio de Hamburgo con vistas a comprar una canonjía para su hijo. «Puesto que a su amor paterno», escribe Arthur en su curriculum académico, «le importaba antes que nada mi bienestar y para él la vida del sabio estaba inextricablemente asociada a la necesidad, creía tener que preocuparse sobre todo de prevenir a tiempo ese peligro. Por ello decidió hacerme canónigo de Hamburgo y empezó a ocuparse de los preparativos necesarios para ello» (B, 649).
Al ceder de este modo, el padre renunciaba a la vez a la realización de los planes de su propia vida. Iba a romperse la tradición familiar y no habría ningún continuador en el negocio: su futuro quedaba anulado por su hijo. Pero la predisposición a aceptarlo expresa su resignación, una resignación que se muestra también en su despreocupación por los negocios, los cuales iban a quedar abandonados en tiempos difíciles mientras él emprendía un largo viaje.
Las negociaciones con el capítulo catedralicio quedaron aplazadas. El precio de la canonjía era muy alto, cerca de veinte mil táleros imperiales, demasiado tal vez para los Schopenhauer. Había que pensar también en el futuro de Adele.
Los padres querían emprender el viaje en el año 1802. Pero los tiempos eran todavía demasiado inseguros y tuvieron que posponerlo. Había que esperar a que se firmase la paz. En marzo de 1802, Inglaterra y Francia concluyeron una alianza que demostró ser efímera. Para Hamburgo, sin embargo, las circunstancias parecían ahora favorables. En el decreto de la diputación imperial, emitido en febrero de 1803, Francia garantizaba la libertad de las ciudades hanseáticas. Había que ser muy ingenuo, por otra parte, para confiar durante esa época en tales garantías. Pero aunque Heinrich Floris Schopenhauer no lo era, quería marcharse de viaje; Johanna apremiaba y él mismo quería sentirse libre al fin de la carga del negocio. Por ello, la fecha de partida quedó fijada a comienzos de mayo de 1803. Pocos días después iba a declararse una guerra que tendría consecuencias catastróficas para la ciudad hanseática.
Por lo que respecta a Arthur, no se había tomado todavía una decisión definitiva. Al padre se le ocurrió entonces una idea terriblemente razonable. Transfirió a su hijo la aventura de la libertad y de la autorresponsabilidad, situándole en la siguiente encrucijada y obligándole a elegir entre dos caminos: podía permanecer en Hamburgo y entrar de inmediato en el Instituto de humanidades, lo que le permitiría estudiar luego en la Universidad, etc.; o bien podía acompañar a sus padres en el viaje de placer por Europa que duraría varios años, pero a condición de comenzar el aprendizaje con el comerciante Jenisch después del regreso.
De ese modo, el padre fuerza a Arthur a adoptar la postura existencial de la decisión: una cosa o la otra. Se le pone en una situación que le obliga a 'proyectarse' a sí mismo. Cree saber lo que quiere y por tanto tiene que decidirse. Pero será precisamente en su decisión donde podrá leer lo que verdaderamente quiere y lo que es. Ahora bien, él preferiría no enfrentarse con esa situación que le revelará lo que quiere. Es más cómodo, en cualquier caso, hacer una cosa e imaginarse que lo que se quiere de verdad es la otra. En tal caso, debe descargar la responsabilidad en los demás por aquello que uno mismo malogró, o para cuya realización fallaron las fuerzas. La libertad de la decisión nos confronta con nosotros mismos y, cuando elegimos, debemos aceptar al mismo tiempo la responsabilidad. En la elección no podemos sustraernos a nuestro propio ser y después de elegir sabemos quiénes somos.
Cada decisión apuesta por algo y excluye lo contrario. Dicho con toda exactitud, la decisión excluye un universo de posibilidades alternativas. Para poder emitir la afirmación, el «sí» necesita acorazarse con una multitud de negaciones. «Pues», tal como enseña Arthur Schopenhauer posteriormente en la Metafísica de las costumbres, «del mismo modo que nuestro sendero físico sobre la tierra constituye siempre una línea y nunca una superficie, si queremos apresar y poseer algo en la vida tenemos que dejar innumerables cosas a derecha e izquierda, renunciando a ellas. Pero si somos incapaces de decidirnos de esta manera y nos volcamos sobre todo lo que provisionalmente nos atrae, como hacen los niños en la feria anual, entonces nos estamos esforzando vanamente por convertir en una superficie la línea de nuestro sendero: corremos de este modo en zigzag, nos dejamos deslumbrar desde todas las direcciones y no llegamos a ningún sitio. El que quiere serlo todo no puede llegar a ser nada» (VMS, 103).
El padre había dispuesto las cosas de manera terrible, pues Arthur tenía que decidirse sólo por una alternativa, negando la otra dolorosamente. Comenzar una carrera consagrada al saber significaba renunciar al gran viaje. Gozar ahora del gran viaje significaba vender el futuro a una existencia sin más horizonte que el de ser comerciante.
Pero el padre había logrado con esta disposición algo más que asociar un premio con cada una de las decisiones posibles. Sin ser consciente de ello estaba escenificando un juego de significaciones que dejaría en Arthur un modelo indeleble. La situación electiva creada daba a entender lo siguiente al muchacho: convertirse en sabio significa renunciar ahora al placer. El que quiere aprender, tiene que poder sublimar. El que quiere viajar con la cabeza tiene que dejar su cuerpo en casa. Hay que comprar la felicidad futura del saber a costa de la infelicidad que implica despojar ahora a los sentidos. Si uno tiene cualidades para ser un sabio tendrá también la fuerza suficiente para renunciar. Uno será capaz de dejar marchar a los otros y permanecer en casa con el presentimiento seguro de poder emprender otra clase de viajes.
Y al contrario: el que ahora no puede privarse del placer del viaje no está hecho para la renuncia, no puede aplazar, le falta la fuerza para alcanzar el placer sublime de la cabeza. Está hecho para cazar al vuelo las oportunidades y utilizarlas: podrá convertirse en un comerciante pero no en un sabio. Aprender a conocer el mundo significa negar la cabeza. Para cultivar la cabeza habrá que renunciar al mundo. Lo terrible es que el padre desgaja ambos tipos de movilidad —la de la cabeza y la del cuerpo— en alternativas excluyentes. Y pone en escena este juego de significaciones —pues no se trata ciertamente de nada más— sin percatarse de todas sus consecuencias. Pues, como todos los juegos que implican a los jugadores, se convertirá en un drama con vencedores y vencidos.
Si Arthur se hubiera decidido contra el viaje no habría mostrado con  ello  disposición   para   ser   un   sabio,   sino   simplemente  para convertirse en sedentario. Sin embargo, al decidirse por el viaje, no podía evitar un sentimiento de vergüenza: ahí estaba lo diabólico de la situación. Pues, dada la alternativa, no le quedaba sino vivenciar el viaje como una traición a sus ambiciones. Y no podía ocultarse a sí mismo que llevaba a cabo la traición porque el deseo de convertirse en sabio carecía de aquella fuerza que cabía suponer antes de la decisión. Iba a viajar, pero a costa de su autoestima. Más aún: viajaría con la desazón de haber vendido su alma para descubrir el mundo. Pudo describirse a sí mismo sus sentimientos exactamente así: iré con las botas de siete leguas por el mundo, pero al volver me recogerá el diablo bajo la figura del comerciante Jenisch de Hamburgo.
Los efectos ocultos de este drama no deben ser subestimados. La animadversión de Schopenhauer contra la historia —algo que le distingue radicalmente de todos sus contemporáneos— tiene aquí su raíz. El pacto con el diablo muestra el futuro a la luz de la fatalidad y la amenaza, convirtiéndolo en un agujero tenebroso. Para pensar históricamente hay que esperar algo del futuro, aunque uno lo haga en secreto. Cuando lo que tiene que llegar está vacío de promesas es imposible el pensamiento histórico. Y precisamente el viaje a través de Europa es como un paseo por el patio de la prisión: un par de vueltas alrededor del mismo y después otra vez al agujero.
La curiosidad teórica de Arthur, sin embargo, prevaleció sobre su sentido de la traición. Por fortuna, nadie puede huir a la larga de sí mismo; a lo más, cabe dar rodeos, aunque también puede pasar que uno muera antes de alcanzar la meta. El ser humano, escribe Schopenhauer en la Metafísica de las costumbres, «llevará a cabo toda clase de intentos frustrados y hará violencia a su carácter en los detalles; pero, en conjunto, tendrá que plegarse al mismo» (VMS, 103).
Al aceptar el aprendizaje futuro del comercio, Arthur «hacía violencia» a su curiosidad teórica; pero no se dejó engañar. Esa curiosidad sería, antes que nada, su compañera secreta de viaje.
¿De qué clase de curiosidad teórica se trata?
No pretende devorar el mundo, es reservada. No intenta fundirse con lo que toca, quiere mantener la distancia. Es una curiosidad que aspira a la separación y no a la unión, un placer en lo singular y no en lo universal. En el joven germina una metafísica secreta del separatismo: podemos ver ahí la huella que dejaron las heridas de un niño sin suficiente amor. Pero son heridas recubiertas por el orgullo: un orgullo que forma también parte de la herencia. Lo recibió del padre y del medio ambiental. Arthur tiene un sentido pronunciado de la verticalidad y ésta le catapulta hacia lo alto. Sólo entonces es posible contemplar la horizontalidad desde la perspectiva del pájaro. Por ello, Arthur gustará de escalar montañas durante toda su vida, sobre todo al amanecer. Son esos momentos de éxtasis de los que habla en su diario. Mientras abajo todo duerme y está sumido todavía en la oscuridad, él contempla ya el sol y tiene un encuentro íntimo con la estrella central, encuentro del que allá abajo nada se sospecha. Aquí, desde la altura, halla también placer en lo universal. El Dioniso que hay en él se sitúa en la cumbre y no en la profundidad.
Desde lo alto —pero, en cualquier caso, guardando la distancia— Arthur Schopenhauer puede enardecerse a pesar del frío cristalino de las primeras horas matutinas en la montaña: los contornos agudos acarician sus sentidos. Su lenguaje tiene el mismo temple: no fluye, sino que avanza solemnemente, brota con brío, claridad y precisión, y no se presta a la lisonja. Mantiene distancias, guardando una posición que desea para sí: aunque no sea amado, que tampoco se le pueda abrazar, protegido por el frío y los contornos agudos. Siendo todavía muchacho emanaba de él algo intocable, algo que percibían sus amigos de la escuela y de lo que a veces se quejaban. También la madre formula repetidamente los mismos reproches: tendría que aproximarse más hacia los otros seres humanos. «Aunque no soy partidaria de una etiqueta rígida», le escribe teniendo Arthur quince años, «menos todavía puedo soportar la rudeza de una manera de ser y de comportarse que sólo atiende a gustarse a sí mismo... Tú tienes esa mala disposición.» También el padre, en su última carta, de 20 de noviembre de 1804, exhorta a su hijo con las siguientes palabras: «Quisiera que aprendieras a hacerte agradable a las personas.»
Arthur no lo aprenderá nunca. La curiosidad teórica es el órgano que le mantiene extraño a los demás y el impulso reactivo del gesto con el que mantiene el mundo a distancia lo aproxima hacia sí mismo. Es una clase de amor propio que tiende a convertirse en el manantial profundo de una enemistad universal. Veremos cómo logró sobrevivir así, sin petrificarse, e incluso cómo pudo surgir de ahí un genio filosófico. En cualquier caso, la curiosidad que acompaña al muchacho en el coche de viaje no es del todo benévola.
Mira atentamente y observa con exactitud, pero no se deja arrollar por las impresiones. Acumula pruebas; con las experiencias, que busca y obtiene, resulta ostensible que pretende abrir un proceso —un proceso contra el mundo por el que viaja; no debemos olvidar que ese mundo se le muestra a la luz de un futuro que se convertirá en prisión para él, como el patio de la cárcel por tanto.
Durante la época del viaje, Arthur tenía, naturalmente, la edad de la angustia existencial adolescente. Pero es una angustia existencial acompañada por una capacidad de observación sobria y extrema, difícil de hallar en otros. Arthur viaja sobre las huellas del Candide de Voltaire, al que el mundo se le aparecía también como algo de lo que lo mejor sería apartarse. Había encontrado la novela en la estantería del padre.
Posteriormente, Arthur Schopenhauer se sirvió de comparaciones dobles para resumir el viaje. En 1832, escribe en su Cholerabuch* que le había pasado como a Buda: «Cuando tenía diecisiete años y carecía todavía de toda instrucción superior, fui sobrecogido por la desolación de la vida igual que le pasó a Buda en su juventud al contemplar la enfermedad, la vejez, el dolor y la muerte. La verdad clara y evidente que el mundo expresaba se superpuso pronto a los dogmas judaicos que me habían inculcado y llegué a la conclusión de que este mundo no podía ser obra de un ser benévolo sino, en todo caso, la creación de un diablo que lo hubiese llamado a la existencia para recrearse en la contemplación de su dolor» (HN IV, I, 96). En su curriculum, el viaje queda caracterizado de manera menos estilizada. Allí podemos leer lo siguiente: «Pues precisamente en esos años en que se va despertando el ánimo viril, durante los cuales el alma humana permanece abierta a toda clase de impresiones... mi espíritu no quedó repleto, como habitualmente sucede, con palabras vacías y con informes de segunda mano sobre las cosas... con el resultado de embotar y aletargar de ese modo la primitiva agudeza del intelecto, sino que fue alimentado e ilustrado por la contemplación directa de las cosas... Me alegra en especial el que este proceso formativo me haya acostumbrado desde muy pronto a no darme por satisfecho con los meros nombres de las cosas, sino a preferir decididamente a la palabrería hueca la consideración y la investigación de las cosas mismas y el conocimiento que surge de la intuición directa. Por eso, en tiempos posteriores, no corrí nunca el peligro de tomar a las palabras por cosas» (B, 650).
Los diarios de Arthur proporcionan información de cómo pensaba durante el viaje, y no sólo después del mismo. Escribió tres cuadernos, con letra clara y limpia, tal como exigía el padre. También la madre pretende contribuir a la educación literaria del hijo. Así que le recomienda que aprenda a plasmar en el lenguaje lo que ve y lo que vivencia; tiene que ejercitarse en el arte del juicio, de la elección, de la clasificación. En pocas palabras: el diario de viaje no es un borrador íntimo. Arthur anota en él sólo lo que es susceptible de llegar hasta los ojos paternos. Sus apuntes están formulados con esmero y carecen de provisionalidad. Su madre los utilizó después para completar sus propios diarios de viaje.
En aquella época, el hecho de viajar era festejado generalmente como un acontecimiento irrepetible de la vida. Las impresiones de países extraños y gentes diversas eran consideradas como joyas. El diario, que todo viajero que se tuviese en algo comenzaba, era el estuche de ese aderezo de la vida. Si la colección de notas era suficientemente extensa y el autor tenía bastante amor propio y estaba orgulloso de la experiencia, los llevaba a un editor, el cual imprimía gustoso los testimonios de ese vagabundeo exquisito, pues el público, sedentario en su mayor parte, los leía con fruición. La madre de Arthur se había aproximado al Olimpo literario precisamente a través de la literatura de viajes. El hijo, sin embargo, estaba libre todavía de tales ambiciones.
El 3 de mayo de 1803, los Schopenhauer dieron comienzo al viaje llevando carruaje y criado propios. Adele, que tenía seis años, quedó al cuidado de la niñera y de unos parientes. Habían establecído la ruta de viaje hasta en los mínimos detalles. En todos los lugares de Europa tenían amigos de negocios y conocidos de otros conocidos en cuyas casas era posible echar el ancla —en Bremen, Amsterdam, Rotterdam, Londres, París, Burdeos, Zürich, Viena. Las cartas de recomendación abrían las puertas y servían para anudar relaciones nuevas. El viaje se convertía de este modo también en un recorrido por los salones de la clase alta de Europa, en donde todo el mundo conocía a todo el mundo, o conocía a alguien que conocía a otro. Antes de partir, habían recopilado información sobre todas las cosas dignas de verse y llevaban monografías especializadas. Por ejemplo, en Bremen, la primera parada, los Schopenhauer se apresuran hacia el famoso sótano de plomo para admirar los cuerpos incorruptos con la piel seca y apergaminada. Por la tarde, se recuperan de tales impresiones yendo al teatro o aceptando la invitación para asistir a algún acontecimiento social en el lugar. En Westfalia, el carruaje se hunde por vez primera en un lodazal. El cielo está gris y llueve incesantemente. «Negro páramo», escribe Arthur. La comida resulta insufrible y los Schopenhauer tienen que recurrir a sus provisiones de viaje: empanadas francesas y vino. Una multitud de mendigos se precipita sobre el coche al pasar por las sucias aldeas. En Holanda se puede respirar de nuevo: los caminos están adoquinados con piedra y las casas limpias y adornadas. Todo exhala limpieza aquí, las personas parecen sosegadas y se mantienen a distancia. Arthur describe la taberna de una aldea, por la tarde: «Allí nadie cantaba ni lanzaba aullidos, no había peleas ni se escuchaban maldiciones, como sucede en las tabernas de otros lugares; todos estaban sentados como verdaderos campesinos holandeses y bebían café. La escena era idéntica a la que tan a menudo se encuentra en las pinturas holandesas» (RT, 22). La familia se sienta un rato y luego se retira al dormitorio. Arthur no puede dormir y coge su flauta. «Apenas estábamos una hora allí, cuando ocho campesinos irrumpieron de repente en nuestro cuarto, se desnudaron sin más miramientos, se metieron en tres camas que había libres y se durmieron plácidamente al son de mi flauta, acompañándome con sus ronquidos en señal de agradecimiento» (RT, 22). En Ammersfoort, los Schopenhauer se enteran de que la guerra entre Inglaterra y Francia está de nuevo en pleno auge. ¿Será posible trasladarse a Inglaterra? Corre el rumor de que el paso por Calais ha quedado cerrado. El 11 de mayo llegan a Amsterdam. «Amsterdam superó con mucho lo que yo esperaba. Las calles son muy anchas y la multitud no resulta por tanto tan desagradable como suele serlo en otras grandes ciudades comerciales... Las casas, aunque no parecen modernas, pues todas tienen frontispicios puntiagudos siguiendo la antigua manera de construir, tienen aspecto de nuevas porque se las lava constantemente y se las pinta y adorna a menudo, igual que todo lo que se ve aquí» (RT, 29).  En una tienda de porcelanas, Arthur tiene el primer encuentro con su santo particular. En el escaparate descubre figuras de Buda, «de esas que te hacen sonreír incluso en momentos de malhumor, por su manera de inclinarse hacia ti sonriendo de manera tan amistosa» (RT, 25). Visitan la vieja casa consistorial, ocasión que Arthur aprovecha para reflexionar por primera vez sobre lo sublime. En esas estancias, el ser humano se convierte en algo ínfimo e insignificante. Las voces se pierden a lo lejos y el ojo es incapaz de captar todo el esplendor. Es una obra humana, pero supera la medida del hombre: el monumentalismo del recuerdo convertido en piedra y la caducidad de la carne corrupta. Arthur está ante el retrato de un almirante holandés: «Junto al cuadro reposaban los símbolos de su biografía: su espada, su copa, el collar honorífico que había llevado y, finalmente —la bala que volvió inútiles todas estas cosas para él» (RT, 27).
Esa especie de laconismo escéptico, basado en la distancia, que no se deja arrollar por rituales de significación y preserva por tanto una mirada para la comicidad involuntaria, entra en acción sobre todo en ocasiones relacionadas con la religiosidad. Arthur comenta con las siguientes palabras un oficio religioso judío en Amsterdam: «Mientras el rabino hacía una inclinación infinitamente larga con la cabeza dirigida hacia lo alto y la boca abierta de una manera increíble, toda la comunidad hablaba como si estuviera en la lonja de granos. En cuanto el clérigo hubo terminado, se pusieron a cantar todos el mismo verso de los libros hebreos y terminaron con igual reverencia. Dos jovencitos que había junto a mí casi me hicieron perder el quicio, pues al inclinarse con la boca abierta y levantando la cabeza parecía que me estaban gritando, tanto es así que me espanté un par de veces» (RT, 27). No se trata de malévolo antisemitismo, pues Arthur trata con la misma falta de respeto el canto de la comunidad protestante. Narra la visita de una iglesia, «en la que el canto estridente de la comunidad nos produce dolor de oídos y el individuo parece balar con la boca estirada incitándonos a la risa» (RT, 34). Se trata de aceradas acotaciones emitidas por un observador que se sitúa al margen. Arthur preserva también el arte de mantener los ojos abiertos y emitir juicios independientes en los encuentros con las así llamadas 'personas de respeto'.
Uno de los factores que contribuían a que el balance de empresas viajeras como la de los Schopenhauer resultara un éxito era la posible aproximación a algunos de los poderosos de este mundo; una breve ojeada a los talleres en los que se forjaba la historia universal pertenecía también al programa de visitas. En Londres, los Schopenhauer consiguen visitar la Drawing-room del palacio real. Ahí son testigos de la Antichambre en la que se produce el encuentro de la gran aristocracia. Arthur empero escribe en su diario: «parecían campesinas disfrazadas» (RT, 44). En el jardín de Windsor observa a la pareja real que ha salido de paseo. Le parecen un par de filisteos comunes: «El rey es un hombre mayor muy bello. La reina es fea y carece de toda compostura» (RT, 58). En Viena ve a la pareja imperial austriaca al salir de palacio: «El emperador salió llevando a la emperatriz, se sentó junto a ella y él mismo se puso a conducir el carruaje. Ambos utilizaban una toilette modesta en extremo. El es un hombre flaco, cuyo rostro marcadamente estúpido haría pensar más bien en un sastre que en un emperador. Ella no es hermosa, pero parece más lista» (RT, 258).
Napoleón, en París, es otra cosa. Aquí tampoco Arthur puede quedarse impávido. Una vez lo encuentra en el «Théâtre des Fran-çais». La gente aplaude frenéticamente, Napoleón hace algunas reverencias y toma asiento. Arthur ya no dispensará una sola mirada al escenario. Al fin y al cabo, el demoníaco actor principal del teatro del mundo en el presente se sienta en el ángulo oscuro de un palco: «Vestía un uniforme muy simple» (RT, 81). En una ocasión posterior observa de nuevo a Napoleón en un desfile de tropas: «Era una apariencia grandiosa. Yo podía distinguir muy bien la persona del cónsul, aunque estaba demasiado lejos para reconocer los rasgos de su cara. Cabalgaba sobre un majestuoso corcel blanco y su fiel mameluco permanecía constantemente junto a él» (RT, 108).
No obstante, Schopenhauer salvaguarda su escepticismo frente a los héroes del desarrollo histórico universal. Su mirada desnuda todas las cosas a las que se dirige y formula la siguiente pregunta: ¿Qué quedará de vuestro presente arrogante? Un campo de ruinas en el que todo se corrompe. La galería de figuras reales en la iglesia de Westmisnster le sugiere la siguiente reflexión: «los reyes dejaron aquí el cetro y la corona, los héroes sus armas... pero, entre todos ellos, sólo los grandes espíritus, cuyo brillo no provenía de afuera sino que emanaba de su propio interior, llevaron su grandeza consigo. Ellos se llevan todo lo que tenían aquí» (RT, 51).
Por el momento, sin embargo, los «reyes» y los «héroes» eran causa de múltiples calamidades. Cuando los Schopenhauer llegan a Calais, el 24 de mayo de 1803, la guerra que acaba de comenzar está a punto de imposibilitarles la travesía a Inglaterra y apenas tienen tiempo de coger el último pasaje. Otros viajeros serán menos afortunados. Arthur relata: «tres botes remaron hasta nosotros con todas sus fuerzas. Eran los pasajeros del paquebote francés que no había podido salir porque acababa de llegar de Calais la noticia de la guerra. Esos infelices pasajeros no habían podido siquiera llevar sus equipajes consigo y las mujeres y niños tuvieron que escalar con miedo y dificultad nuestro buque que se balanceaba sin cesar; y vi como cada uno de ellos tenía que entregar dos guineas a los marineros que les habían conducido hasta allí. Además tuvieron que pagar el pasaje en el nuestro y, según supongo, también en el paquebote francés» (RT, 35). Tras el desembarco feliz en Inglaterra, el objetivo inmediato del viaje era, naturalmente, Londres. El europeo continental que llega a Londres por la tarde se siente inclinado a pensar que aquí se celebra una gran fiesta, pues la ciudad parece un mar de luces. También Arthur tardó en percatarse de que esa iluminación era algo cotidiano. Pero a pesar de tanta luz en las calles, era preciso precaverse de los ladrones: los rateros hormigueaban entre la multitud. En la City pulsaba una vida frenética. Se tenía la impresión, escribe Johanna Schopenhauer en su relato del viaje, «de que una peligrosa revuelta general hubiese puesto en acción a todos los habitantes». Arthur se atreve a aventurarse en el tumulto incluso yendo solo. Las impresiones recibidas superan todas las expectativas: se imagina estar viajando por el futuro.
Cuando el caos amenaza sumergirlos, los Schopenhauer huyen al continente acostumbrado del programa de visitas y actividades culturales. La oferta es exuberante. Allí está Fitz-James, el más famoso ventrílocuo; también hay una troupe de pantomima, que acaba de volver de San Petersburgo. Visitan un hospital de marinos inválidos por el que los héroes de guerra andan en zapatillas. Es obligatoria la visita al almacén de muebles más grande del mundo. Cada semana cabe asistir a una ejecución. Hay varios teatros grandes. En el Covent Garden, el famoso Cook se tambalea en el escenario. El intendente aparece en la rampa de subida: «Mister Cook está enfermo»; el público del parterre ruge: «No, no, está borracho.» En el teatro situado en Haymarket, un espectador de la galería empieza a cantar durante la representación. Se produce una algarabía y luego le dejan proseguir.  Cuando acaba,  continúa la  representación en el escenario: libertades inglesas. Las representaciones de Shakespeare se interrumpen para poder fumar en pipa. Los apuntadores gritan demasiado. Es el cumpleaños del rey: mil carrozas se arremolinan delante de la salida de palacio y los disparos de los cañones producen dolor de oídos. Después de todo esto, Arthur se alegra de llegar a la pensión escolar del reverendo Lancester, en el tranquilo Wimbledon. Allí tiene que aprender inglés mientras los padres prosiguen el viaje a Escocia. La elección recayó en esta escuela porque también Nelson, el viejo militar, había hecho educar allí a su sobrino: una recomendación indiscutible. Arthur tuvo que pagar el pato por ello. La escuela abría y cerraba con la plegaria: la devoción recubría todas las actividades. Rezaban por todos los miembros de la casa real, por las embarazadas y los lactantes, por los que no habían nacido todavía y por diversas cabezas ilustres. La disciplina de los alumnos estaba establecida matemáticamente y el ritual de castigo era de una precisión mecánica. Había palos a mansalva y la comida era repugnante. Por la mañana llevaban a los muchachos al estanque para bañarse: había pocas toallas. El domingo, los oficios religiosos se sucedían sin solución de continuidad. Los escolares tenían que acompañar al reverendo mientras preparaba el sermón. Luego tenían que oírlo de nuevo en la iglesia. Por la tarde había que asistir al tercer oficio religioso, que parecía no acabar nunca. Por la noche hacia demasiado frío para dormir.
Arthur escribió desde Wimbledon a su amigo de la escuela Lorenz Meyer y debió despacharse a gusto contra la escuela, pues Meyer contesta: «Lamento que tu estancia en Inglaterra te mueva a odiar a toda la nación.»
Los padres, a los que Arthur se queja de la «infame beatería» del país, muestran sólo una comprensión relativa. Arthur había concluido su carta con un hondo suspiro: «si por lo menos la verdad, con su antorcha, quemase las tinieblas egipcias de Inglaterra» (B, 1). La madre responde, en primer lugar, con una amable crítica estilística: « ¿Cómo puedes atribuirle eso a la verdad? Las tinieblas pueden... ser iluminadas, pero... es imposible que ardan.» Luego continúa: «Por el momento recibes una buena dosis de cristianismo... pero tengo que reírme un poco de ti, pues ¿sabes cuánto tuve que combatir contigo... cuando no querías emprender ninguna tarea los domingos y días de fiesta, porque eran para ti 'días de descanso'? Ahora recibes tu descanso dominical hasta la saciedad.»
Arthur no hizo amigos en Wimbledon. Cuando le era posible, tocaba la flauta, dibujaba, leía, salía de paseo y, finalmente, se sintió liberado en septiembre de 1803, después de tres meses, al regresar a Londres, adonde los padres habían llegado entre tanto.
Los Schopenhauer se quedaron en Londres un mes largo todavía. Arthur acabó por aburrirse también allí. En noviembre de 1803, la familia se trasladó al continente. Tuvieron una tempestad en el viaje y Arthur se puso enfermo.
A finales de noviembre, los Schopenhauer llegaron a París. Arthur, deslumbrado todavía por Londres, no se siente aquí de ninguna manera en la capital del siglo XIX. Compara con Londres los paseos, los palacios y jardines, la vida en la calle, todo lo que encuentra. La metrópolis inglesa le parece más gran ciudad. En París, cuando uno abandona los grandes boulevares por la tarde, todo se vuelve en seguida oscuro y sucio. Calles sin adoquinar, casas de fachadas grises y sin adornos. También se echa de menos aquí el hormigueo omnipresente del movimiento humano. Los alrededores del pequeño barrio de la Cité parecen provincianos. Los Schopenhauer se dejan guiar por Louis-Sébastien Mercier, el famoso autor de Tableaux de París: nadie puede superarle en conocimiento del país. La pasión de Mercier es la arqueología del pasado más reciente. Hace seguir a los Schopenhauer las huellas de la Revolución: aquí estuvo la guillotina, allí la Bastilla; acá se reunía el comité de salvación, allá durmió Robespierre; éste era el burdel que prefería Danton. Pasan días enteros en el Louvre, saturado de tesoros artísticos que Bonaparte ha robado por toda Europa. Egipto está de moda por el momento: no ha mucho que Napoleón regresó de las Pirámides. En la ópera se representa Die Zauberflöte con decorado egipcio. Muchos señores distinguidos han empezado a usar un bonete rojo. El 'dernier cri' en París resulta siempre especialmente llamativo. Pero también aquí se trabaja con fervor para la eternidad. El Panteón está a punto de terminarse: Jean-Jacques Rousseau será el primero en encontrar allí morada definitiva.
Arthur emprende solo una excursión hacia El Havre. Visita a los Grégoire y a Anthime, su amigo de la niñez. El diario de viaje no contiene noticias al respecto. El encuentro con Anthime es algo que los padres no deben contemplar.
A finales de enero de 1804, los Schopenhauer abandonan París en dirección a Bordeaux.  Es un viaje al pasado.  Cruzan la vieja Francia, zona en la que la Revolución ha dejado menos huellas. Llueve ininterrumpidamente y los caminos están reblandecidos. A menudo, padre e hijo tienen que ayudar a apartar las piedras del camino. Una vez se rompe una rueda y hay que buscar ayuda a millas de distancia. En las estaciones de repuesto hay esperas interminables: faltan caballos para reponer. En los alrededores de Tours son asaltados constantemente por «una insoportable multitud de mujeres impertinentes... armadas con cuchillos» (RT, 122). Hay muchos cuchillos y pocos alimentos. Roban del coche las provisiones de viaje. Llegan noticias de que algunos grupos de atracadores cometen sus fechorías entre Poitiers y Angouléme. Los expertos del lugar desaconsejan determinadas rutas, pero es imposible saber si preparan una emboscada. Pasan junto a poblados pintorescos, con casas colgadas de las rocas; «es como si la roca quisiera parir la casa» (RT, 117), anota Arthur en su diario. El 5 de febrero de 1804, los Schopenhauer llegan finalmente a Burdeos, que había salido bien parada de la Revolución y era, según anota Arthur en su diario, la «ciudad más bonita de Francia» (RT, 122).
Dos años antes, otra persona había tenido una experiencia similar: Friedrich Hölderlin. Había llegado a Burdeos el 28 de enero de 1802 para ocupar el puesto de preceptor en casa del comerciante en vinos y cónsul general de Hamburgo Daniel Christoph Meyer, tío del amigo de la escuela de Arthur, Lorenz Meyer. Los Schopenhauer entran así en una casa que Hölderlin había abandonado apenas dos años antes en circunstancias extrañas. Constituye un enigma para los investigadores, todavía no resuelto, el porqué se despidió Hölderlin tan atropelladamente, después de sólo tres meses de estancia, de la casa de los Meyer, una casa en la que —como también después los Schopenhauer— se sintió muy bien. «Mi vida aquí es casi demasiado estupenda», escribió Hölderlin a su madre. Y también lo siguiente: «'Será feliz aquí', dijo mi cónsul al recibirme. Creo que tiene razón.» No sabemos si la causa de la desaparición de Hölderlin fue un amorío comprometedor en el lugar, o una noticia de Susette Gontard desde el lecho de muerte en Frankfurt, o los inicios de la enajenación mental. Pero tal vez lo supieron los Schopenhauer por los Meyer, quienes los habían acogido tan cordialmente como antes a Hölderlin. Arthur empero no dice nada al respecto, puesto que en aquel momento Hölderlin no representaba todavía ni de lejos una notoriedad literaria.
 Los Schopenhauer permanecieron casi dos meses en Burdeos. Presenciaron los últimos días del carnaval, el alboroto de las máscaras en los boulevares, la algarabía general, los cascabeles de los disfrazados, los silbatos, los tambores. Ni siquiera por la noche reina la tranquilidad: alegría de vivir sureña, desinhibición, violencia, obscenidad —la ciudad rebosa de todo ello ahora. El carnaval es el gran igualador. El pueblo sencillo anega los círculos selectos entre los que se mueven los Schopenhauer. En los bailes nocturnos, anota Arthur, se expande el hedor a ajo. E incluso en el teatro apesta como en las casetas del mercado. Al caer el frío de la tarde chisporrotea el fragante romero en las chimeneas. Después del carnaval comienza el jubileo de los treinta días con motivo del restablecimiento de la religión. El católico sur de Francia respira al fin: ya no es preciso adorar al estricto y vacuo Dios de la razón. La primera procesión después de la Revolución se convierte en una fiesta embriagadora. Toda la ciudad se pone de rodillas: arrastran la custodia como si fuese un trofeo de guerra. El incienso perfuma las calles. Desfilan todos: los dragones, los alumnos de la escuela de cadetes vestidos de punta en blanco, los canónigos entonando cánticos, un ejército de clérigos en rojo, blanco, negro, con cruces de plata. Encabezan la procesión los dignatarios vestidos de violeta y rodeados de niños henchidos de asombro. Cuelgan faroles de los árboles; las ventanas y las puertas están adornadas con mirto y con ramas. Cantos sagrados, gritería del mercado, baraúnda de los músicos —el carnaval parece proseguir en esta fiesta piadosa. Arthur se pierde con placer en este tumulto desacostumbrado que inspira una metafísica de la sensualidad. E inmediatamente llega el estallido de la primavera: suavidad de la atmósfera, viento cálido, capullos que se abren, un cielo ornamental. Primavera en Burdeos —en palabras de Hölderlin:




En los días de fiesta van
Las mujeres morenas por allí
Sobre el suelo de seda
En el mes de marzo, Cuando día y noche iguales son
Y sobre lentos senderos,
Preñados de sueños dorados
Soplan aires que adormecen




Tres días después de los alegres fuegos que celebran la igualdad del día y la noche, los Schopenhauer abandonan Burdeos, «con un tiempo  radiante de primavera» (RT,  129),  según escribe Arthur.
El viaje pasa por Langon, Agen y Montauban hacia Toulouse. Es el «paisaje más bonito del mundo» (RT, 130). Ciruelos en flor, palacios abandonados, castillos derruidos, monasterios desmantelados en el camino. Son las huellas de la historia más reciente. En St. Feriol, en el estanque del canal del Languedoc, Arthur presencia la apertura de la esclusa subterránea: «Fue como si la destrucción se precipitase sobre los mundos: no sabría comparar con nada ese rugir y bramar horribles, ese alarido espantoso» (RT, 131). Arthur Schopenhauer elaborará posteriormente las impresiones que recibe aquí en su lección de la Estética* sobre la teoría de lo sublime. «No es posible formarse una representación de este ruido», explica en ese texto, «es mucho más fuerte que el de la catarata del Rin, porque está en un lugar cerrado; producir aquí con cualquier medio un sonido que fuera todavía audible sería del todo imposible: uno se siente completamente anonadado por el monstruoso estruendo. Pero puesto que se está a salvo e incólume y todo sucede en la percepción, surge entonces el sentimiento de lo sublime en su grado más alto» (VMSch, 107).
Se trata de algo que le fascinará una y otra vez: el anonadamiento del individuo frente a la omnipotencia de la naturaleza —pero también de la no menos sobrecogedora dimensión del tiempo. En Nimes visitan el Coliseo antiguo, bien conservado todavía. En esas acumulaciones de piedra los visitantes han grabado sus nombres, incluso confesiones de amor quizá, hace dos mil años. «Estas huellas», escribe Arthur en el diario, «conducen rápidamente el pensamiento hacia los miles de seres humanos que se pudrieron hace tanto tiempo» (RT, 140). En Burdeos fue el gentío del carnaval; en el canal de Languedoc, el estruendo de las masas de agua; aquí, en Nimes, es el silencio petrificado del tiempo el lugar donde parece anularse el significado del individuo.
Los Schopenhauer se quedan diez días en Marsella. Arthur vagabundea por el puerto. Pasa varias veces por delante de la llamada «casa de hablar», porque desde su balcón se negocia la cuarentena preventiva con los mensajeros de los barcos recién llegados. Es una regulación adoptada cien años antes, después de la última epidemia de peste. Las habitaciones de esta casa desprenden olor a vinagre: cada carta que llega de la zona de cuarentena del puerto es sumergida en vinagre caliente para la desinfección. El miedo ante la gran muerte estremece todavía a los habitantes de la luminosa Marsella —una circunstancia aprovechable que alimenta la afición de Arthur «a cavilar sobre la miseria del ser humano», según comenta su madre con desaprobación.
En el camino hacia Toulon visita el fuerte, tristemente célebre, en el que Luis XIV tuvo encerrado a un prisionero de Estado durante muchos años: el misterioso desconocido con la máscara de hierro. Arthur se pone a tono para las impresiones que recibirá en el gran arsenal de Toulon, en la zona de los condenados a galeras. Los visitantes son llevados allí como si se tratase de un zoo; los forzados están encadenados y es posible visitarlos: es el horror programado. En el relato de su viaje, la madre se pregunta lo que sucedería si los forzados se liberasen: una «vecindad de espanto». Arthur reacciona de otra manera. Lo que estimula su imaginación no es el miedo a romper la bienaventuranza del mundo exterior, sino el horror que le produce el interior de las galeras. «Los forzados están divididos en tres grupos», escribe Arthur el 8 de abril de 1804 en su diario: «el primero está constituido por aquellos que sólo han cometido delitos leves y permanecen ahí por corto tiempo, como los desertores, soldados que han faltado contra la subordinación, etc.; llevan un solo grillete de hierro en el pie y pueden andar con libertad, es decir, dentro del arsenal, pues ningún forzado puede ir a la ciudad. El segundo grupo está integrado por criminales con delitos más graves: trabajan atados de dos en dos con pesadas cadenas. El tercer grupo, que se compone de los peores criminales, tiene los grillos herrados a los bancos de la galera, los cuales no pueden abandonar por tanto: éstos se ocupan en trabajos que puedan ser ejecutados estando sentados. Considero que la suerte de estos desgraciados es mucho más horrible que la pena de muerte. Las galeras, que he visto desde fuera, parecen el lugar de estancia más sucio y repugnante que pueda uno imaginarse. Son viejos barcos abandonados que ya no salen al mar. El lecho de los forzados es el banco al que están encadenados y su comida consiste en agua y pan. Lo que no logro comprender es cómo, sin una alimentación más consistente y consumidos por la pena, no sucumben antes con el duro trabajo, pues durante su esclavitud son tratados como animales de carga. Es horrible considerar que la vida de estos forzados a galeras carece completamente de cualquier satisfacción, con todo lo que esto significa; y que aún después de veinticinco años de sufrimiento ininterrumpido no hay todavía ninguna esperanza: ¡puede concebirse una sensación más horrible que la de uno de esos infelices mientras es herrado al banco de la oscura galera del que nada, sino la muerte, logrará separarle! El sufrimiento de muchos de ellos queda agravado todavía por la compañía inseparable del que está herrado con él en la misma cadena. Y si finalmente llega el momento que deseó cada día entre anhelantes suspiros desde hace diez o doce años y tiene término la esclavitud: ¿qué será de él? Vuelve a un mundo para el que estuvo muerto durante diez años; las perspectivas que tal vez tenía, siendo diez años más joven, han desaparecido; nadie quiere aceptar a alguien que viene de galeras: diez años de penitencia no le han lavado del crimen de aquel instante. Tiene que convertirse de nuevo en criminal y acaba en el patíbulo. Me quedé horrorizado cuando oí que hay aquí seis mil forzados a galeras. Los rostros de estos hombres podrían proporcionar abundante materia para consideraciones fisiognómicas.
Pero Arthur Schopenhauer no asoció solamente consideraciones fisiognómicas con esa experiencia. El arsenal de Toulon dejó en él un repertorio de figuras palpitantes a las que recurriría después para ilustrar, en su metafísica de la voluntad, el encadenamiento de la existencia individual y de la razón a la voluntad de vivir anónima. Todos nosotros estamos forzados a galeras por mediación de la voluntad que constituye nuestro ser. Incluso antes de que asome la razón, estamos ya firmemente encadenados a un impulso ciego de autoafirmación y la cadena que nos sujeta nos vincula a la vez con nuestros prójimos. De modo que cada movimiento que ejecutamos sólo sirve para infligir dolor al otro.
En Toulon, Arthur vivencia desde afuera esta prisión como una especie de espectáculo al que uno se aproxima con espíritu observador. Pero si la prisión es universal ¿dónde se encuentra el punto de vista de la consideración?; ¿dónde existe un afuera?; ¿cómo puede lo universal convertirse en espectáculo? Arthur Schopenhauer dará más tarde una respuesta muy complicada, una respuesta que se formula en el lenguaje de la filosofía del sujeto, del budismo, de la mística pietista y del platonismo: hay una inmanencia transcendente, una altura sobreterrenal sin cielo, un éxtasis divino sin Dios. Es posible el éxtasis del conocimiento puro. La voluntad puede volver-se contra sí misma, puede consumirse en sí misma y convertirse completamente en ojo: ya no es, sólo ve.
Al joven Arthur Schopenhauer se le ofrecen durante el viaje otras oportunidades para establecer modelos experienciales de una metafísica de las alturas: experiencias de altura en sentido literal.
Durante este viaje, Arthur ascendió a un monte en tres ocasiones: primero al Chapeau, cerca de Chamonix; después al Pilatus, y, finalmente, al Schneekoppe, en los Montes Gigantes. Su diario informa detalladamente en cada caso de la ascensión. Las anotaciones constituyen también vuelos de altura desde el punto de vista estilístico, pues mientras otras veces describe sus vivencias con pedantería y bajo el peso de la obligación, en estos informes sobre sus escaladas vibra una experiencia sobrecogedora que da brillo y fuerza al relato.
Primero la subida al Chapeau. El camino serpentea junto a una dilatada masa glaciar a la que denomina «mar de hielo». Está surcada por abismos y grietas hacia los que fluyen riachuelos sinuosos. A veces, algunos trozos de hielo se precipitan con estruendo hacia el vacío. «Este espectáculo, la visión de las descomunales masas de hielo, las descargas atronadoras, los cursos de agua estrepitosos, las rocas que les rodean con sus cataratas, las cimas flotantes allá arriba y los picos nevados, todo lleva el sello de algo indescriptiblemente maravilloso. Se percibe el carácter descomunal de la naturaleza, que aquí, desbordando todos los límites, pierde su cotidianeidad: uno cree estar más próximo a ella» (RT, 186).
Se trata de una proximidad orgullosa en la que se junta todo lo que es superior. Aquí arriba, lo igual se junta con lo igual; abajo queda lo ordinario. El que ha subido hasta lo alto busca la naturaleza en sus mejores momentos, pero se enfrenta también con los más despiadados y alejados de lo humano. «¡Y frente a esta visión sublime, el valle risueño contrasta llamativamente allá en la profundidad!» (RT, 186). Nada provoca risa aquí arriba. El hombre queda anulado y la naturaleza se permite romper sus «límites». El que se enfrenta con ella tiene que estar en soledad heroica.
Naturalmente, hay en todo esto un poco de exageración; tales paseos por la montaña no eran peligrosos en realidad. Las cimas a las que trepa son de cierta consideración sólo con respecto a la planicie. Pero no es una cuestión de realismo: la vivencia de la montaña está llena de significado para Arthur Schopenhauer.  Un panorama le proporciona la experiencia y su experiencia busca un panorama determinado: el panorama de las alturas.
Tres semanas después, el 3 de junio de 1804, sube al Pilatus junto con un guía de montaña. «Sentí vértigo al dirigir la primera mirada hacia ese espacio de plenitud que tenía ante mí... Me parece que un panorama tal, visto desde lo alto de un monte, contribuye mucho a la ampliación de los conceptos. Es tan completamente diferente de cualquier otra visión que resulta imposible, sin haberla experimentado, formarse una noción precisa de la misma. Todos los objetos pequeños se esfuman; sólo lo grande conserva su figura. Todo queda integrado: lo que se ve no es una multitud de pequeños objetos separados sino un gran cuadro, brillante y luminoso, sobre el que el ojo se detiene con placer» (RT, 219).
Arthur ve lo que le halaga. Lo pequeño desaparece, se entremezcla, se convierte en hormiguero. Uno ya no pertenece a ese mundo. El que contempla la grandeza y se sustrae al hormiguero es también grande. Uno ya no está atado a los «objetos separados» sino que se ha convertido en «ojo», un ojo dirigido hacia ese «cuadro brillante y luminoso». «Ojo del mundo», llamará posteriormente Schopenhauer al sentimiento que se desprende de este placer en visiones lejanas.
Por último, el 30 de julio de 1804 —el viaje se aproxima a su fin— la ascensión del Schneekoppe. Hacen dos días de marcha. Arthur pernocta con el guía en una cabaña, al pie de la cima: «Entramos en un aposento lleno de mozos de cuadra... No se podía aguantar; su calor animal... producía una temperatura sofocante» (RT, 265). El «calor animal» de los seres humanos que se apelotonan entre sí: Arthur Schopenhauer utilizará posteriormente la imagen de los puercoespines que se apretujan para defenderse del frío y del miedo.
Llega a la cima al amanecer, alejándose de las púas de la proximidad humana. «Como una bola transparente, pero con mucha menos irradiación que cuando se le ve desde abajo, el sol flotaba y nos lanzaba sus primeros rayos, reflejándose en nuestros ojos maravillados; debajo de nosotros, en toda Alemania, era todavía de noche; y vimos como, a medida que iba subiendo, la noche se arrastraba hacia zonas cada vez más profundas hasta disolverse del todo» (RT, 266).
Mientras abajo domina la oscuridad, uno ya está en la luz. «Debajo de uno se ve el mundo sumido en el caos.» Pero arriba todo tiene una lacerante claridad. Y cuando el sol llega por fin al valle, no son hondonadas risueñas y apacibles lo que descubre, sino que se ofrece a la mirada «el eterno retorno y la eterna sucesión de montes y valles, bosques y praderas, ciudades y pueblos» (RT, 266).
¿Para qué tomarse la molestia del ascenso? En definitiva hace demasiado frío allá arriba. En la cabaña de la ladera hay un libro en el que los caminantes pueden eternizarse. Alguien encontró allí la inscripción de Arthur:


                                     ¿Quién puede ascender
                                             y callar?


Arthur Schopenhauer, de Hamburgo.