lunes, 31 de enero de 2011

Capítulo 7.

Gotinga. Estudios de ciencias naturales. La sombra del padre: el gusto por lo sólido. Entre 'Platón y Kant, entre el anhelo del éxtasis y el escepticismo. Segundo escenario filosófico: de descartes a kant. Desde la razón de lo divino hacia la razón divina. Desde la metafísica hacia la moralidad. La historia de 'la cosa en sí'.


¿Qué razones había para elegir precisamente Gotinga? Jena queda más cerca, pero después de dos años en Weimar, Arthur quería tal vez poner mayor distancia entre él y el mundo de la madre. Además, Jena había dejado de ser el centro esplendoroso de la educación moderna que había sido a finales de siglo, cuando Fichte, Schelling, los Schlegel y Schiller vivían y enseñaban allí.
En Jena se había producido un fuego de artificio; Gotinga, sin embargo, era la estrella fija entre las universidades alemanas. Fundada en 1734 por el rey inglés Jorge II, ganó pronto una elevada reputación científica. Aquí, por vez primera, el espíritu moderno no había tenido que librar lucha alguna para liberarse de la tenaza teológica. Las ciencias naturales, acompañadas de una especie de empirismo especulativo, habían dado el tono desde el principio. Albrecht von Haller había sido, a mediados del siglo XVIII, el impulsor en Gotinga de esa dirección intelectual. Enseñó medicina, botánica y cirugía; había escrito novelas políticas de carácter educativo y de tendencia aristocrático-republicana; fundó el llamado «teatro anatómico», un panóptico de las partes del cuerpo desgajadas unas de otras. También se debe a este activo ilustrado la instalación del jardín botánico y una institución para ayuda del parto. Haller obtuvo éxitos perdurables en fisiología e hizo valer toda su influencia para convertir a Gotinga en el bastión de la ciencia 'moderna' de la naturaleza. El famoso creador de sátiras y aforismos Georg Christoph Lichtenberg enseñó física y matemáticas en la universidad Georgia Augusta; Carl Friedrich Gauß dirigió el observatorio astronómico de Gotinga y enseñó matemáticas; también fue una celebridad en el ámbito del saber el anatomista y antropólogo Johann Friedrich Blumenbach: Arthur Schopenhauer pudo asistir todavía a algunos cursos de este patriarca de los viejos tiempos. También era el renombre de la universidad en el ámbito de las ciencias naturales lo que había inducido a A. W. Schlegel a formular el consejo de que, el que quisiera entregarse a materias humanísticas y especulativas, debía asentar primero en Gotinga los sólidos fundamentos de la experiencia. Schlegel dijo de la universidad Georgia Augusta que era el «centro de la erudición alemana»; en ella se podía «estar al día en todos los progresos científicos de la época». Y eso era precisamente lo que pretendía Arthur cuya vocación tardía lo hacía tanto más ambicioso: ponerse a la altura científica de la época. Pero también en otro aspecto estaba Gotinga a la altura de los tiempos: la universidad tenía una atmósfera de carácter aristocrático-mundano. La nobleza y la gran burguesía enviaban gustosamente a sus hijos a esa universidad en la que, junto a las ciencias naturales, florecían igualmente las ciencias políticas inspiradas por el espíritu inglés. El que se examinaba con Ludwig Schlözer o Johann Stephan Pütter tenía abierta la carrera de los altos cargos estatales. Por eso, la arrogancia estudiantil encontraba aquí también un suelo especialmente fértil. Por ejemplo, las autoridades de la ciudad trataban de reducir el ganado vacuno porque los estudiantes se sentían molestos con la presencia de las vacas. Los mozos artesanos, por el contrario, se llevaban mejor con las vacas que con los estudiantes. Las peleas eran frecuentes y la ocasión que las provocaba era una y otra vez el «derecho de calle», es decir, quién tenía que ceder el paso. Los atropellos se convertían en motines e incursiones de venganza hacia los barrios de empleados, en un sentido, o hacia las asociaciones regionales de estudiantes, en sentido contrario. Cuando los jóvenes señores, a pesar de sus espadas, eran vencidos en una pelea contra los mozos artesanos (una de las canciones de estudiantes de esa época dice de ellos que son «un montón de carne desprovisto de espíritu, de sentido y de inteligencia»), a veces se producía el llamado «plante». Los estudiantes abandonaban la ciudad y entonces la población, que temía por una lucrativa fuente de ingresos, tenía que implorar el regreso de sus finas señorías. Estas reclamaban satisfacción, de modo que los mozos aprendices eran puestos en vereda y los de más talento componían incluso versos de disculpa. Para festejar el regreso, los hosteleros daban barra libre y se podía alborotar durante toda la noche.
También Heinrich Heine recuerda los excesos que llevaba a cabo la población estudiantil en Gotinga. «Algunos afirman incluso», escribe en el Viaje Al Harz, «que la ciudad fue construida ya en tiempos de la invasión de los bárbaros y que cada tribu germánica dejó allí suelto un ejemplar indócil de sus miembros; así surgieron todos estos vándalos, frisios, suabos, teutones, sajones, turingios, etc., que todavía hoy recorren la calle Weender en hordas que se distinguen por el color de los gorros y las borlas y que se enfrentan eternamente entre sí en los campos de batalla de la Rasenmühle, del Ritschenkrug y de Bovden, con usos y costumbres que son idénticos a los de los tiempos de las invasiones».
Arthur Schopenhauer se sintió atraído por la parte más noble de esa mezcla de escándalo e indolencia, elegancia y ganas de pelea, que se asentaba en el lugar. Pero se mantuvo alejado del barullo estudiantil y de las intrigas: la pistola colgaba apaciblemente encima de su cama. Sus ganas de altercado se limitaban al debate, que practicaba por lo demás con un pequeño número de conocidos, a veces de manera también muy brutal. Su compañero de estudios Karl Josias von Bunsen, que sería después representante de Prusia ante la Santa Sede, relata lo siguiente: «Su manera de disputar es acerada e hiriente y su tono es obstinado como su extraña frente, sus refutaciones enardecidas y sus paradojas temibles.»
En cuanto ciudad, Gotinga poseía pocas cosas especialmente atractivas. A Heine le parece que es más bonita cuando uno mira «estando de espaldas a ella». Escribe: «La ciudad de Gotinga, famosa por sus salchichas y su universidad, pertenece al rey de Hannover y tiene 999 hogares, varias iglesias, una institución para partos, un observatorio astronómico, un calabozo para estudiantes, una biblioteca y una taberna en el Ayuntamiento cuya cerveza es muy buena.»
Arthur Schopenhauer pasará dos años en esta ciudad. Poco sabemos de las circunstancias exteriores de su vida. Desde el segundo semestre, se aloja con el catedrático Schrader, en la vivienda de servicio que éste dispone en el jardín botánico. Aquí se forma ese ritmo de vida que luego mantendrá hasta la vejez. Las primeras horas de la mañana serán aprovechadas para el trabajo intelectual más arduo, del que se relaja tocando la flauta. Por la tarde emprende largos paseos; al anochecer va al teatro o hace vida social. Tuvo trato con Friedrich Osann y con Lewald, a los que conocía de los tiempos de Gotha; con Carl Julius von Bunsen y William Backhouse Astor, hijo del riquísimo Johann Jacob Astor, mercader de pieles emigrado a America; también trabó conocimiento con Karl Lach-mann, que sería luego famoso en filología clásica, así como con Karl Witte, el niño prodigio que había entrado en la universidad a la tierna edad de diez años. No eran amistades íntimas, puesto que todas se interrumpieron al abandonar Gotinga. Después sólo tuvo con ellos encuentros más o menos fortuitos.
Arthur constituía el centro indiscutible en ese círculo de conocidos; aquí, al contrario de lo que pasaba en casa de la madre, sus «oráculos» eran escuchados; ahora no encontraba resistencia a su «espíritu de disputa» y acababan dándole además la razón. Pero tal vez por eso no valoraba demasiado ese medio social. En su curriculum, escrito en 1819, escribe lo siguiente: «Durante los dos años que viví en Gotinga me consagré a los estudios con la sostenida diligencia a la que ya estaba acostumbrado, sin que el trato con otros estudiantes me detuviera o me apartase de los mismos en lo más mínimo, puesto que el hecho de tener más edad, mi mayor experiencia y mi carácter singular, me empujaban siempre al aislamiento y la soledad» (B, 653).
Su diligencia en el estudio se centra inicialmente en las ciencias de la naturaleza. Se había matriculado en medicina. ¿Trataba de complacer de este modo a su madre, que le había recomendado una carrera con la que «pudiera ganarse el pan»?
Las primeras notas conservadas nos dan a conocer ya las inclinaciones filosóficas de Schopenhauer. El estudio de la medicina, por aquel entonces, no exigía renunciar a tales inclinaciones. El mismo Kant había considerado la medicina como una disciplina cercana a la filosofía: el espíritu especulativo podía aprender en la experiencia del cuerpo aquello a lo que debía renunciar. También las fuerzas cósmicas fundamentales, repulsión y atracción, se prestan a ser estudiadas en el cuerpo. La dietética del espíritu, es decir, la filosofía práctica, y la dietética del cuerpo, están estrechamente relaciona-das. Tales eran las opiniones de Kant, quien dio así dignidad filosófica a la medicina. También el especialista en ciencias naturales y médico Blumenbach, a cuyas clases de historia natural, mineralogía y anatomía comparada asistió Arthur, practicaba su oficio infundiéndole todo el brillo de esa dignidad. Blumenbach, que se denominaba a sí mismo «physicus», no aceptaba las pretensiones de la metafísica tradicional. Atribuía a su ciencia la competencia para dar respuesta a las llamadas 'cuestiones últimas'. La física de Blumenbach pretendía satisfacer a la vez la curiosidad metafísica: retrotraía el 'origen de la vida' a combinaciones de sustancias químicas y combatía las pretensiones que tiene el ser humano de constituir el centro del universo apelando al pasado fósil; fue también el primero en sacar consecuencias, a partir del proceso de fosilización, acerca de la gigantesca antigüedad de la historia terrestre. Enseñaba humildad, pero no tanto ante Dios cuanto frente a la naturaleza empírica; y llamaba al hombre, sin respeto, «el más perfecto de los animales domésticos». Arthur Schopenhauer estudió fisiología con Blumenberg; más tarde denominaría a esta ciencia «el punto culminante de todas las ciencias de la naturaleza». En la fisiología de Blumenberg topó por primera vez con la noción de «impulso configurativo».
Blumenbach entendía con ese concepto una especie de «potencia vital orgánica» que escapa a las nociones del mecanicismo. Kant alabó la teoría del impulso configurativo y Schelling dijo de ella que era un «atrevido paso más allá de la filosofía mecanicista de la naturaleza»; también Goethe se mostró agradecido: el enigma del asunto quedaba perfectamente asumido en un enigmático concepto.
Con Blumenbach quedaba, pues, hábilmente arraigado el firme suelo de los hechos en la filosofía natural. Schopenhauer no necesitaba por tanto ocultar aquí sus inclinaciones filosóficas. Entre los cursos de Blumenbach y la lectura en casa de El alma del mundo de Schelling no mediaban todavía dos mundos distintos, como sucedería posteriormente entre la filosofía y las ciencias empíricas de la naturaleza. Sin embargo, Schopenhauer no se entregó con exclusividad a la filosofía hasta el tercer trimestre. Escribe en su curriculum: «Pero después de haberme conocido a mí mismo en cierta medida, a la vez que trababa conocimiento con la filosofía... cambié mi propósito, abandoné la medicina y me dediqué exclusivamente a la filosofía.» ¿Qué es lo que «había aprendido en sí mismo» y lo que le empujó a entregarse «exclusivamente» a la filosofía?
En Hamburgo, sus inclinaciones filosóficas y literarias habían sido una forma de evasión frente a la carrera programada por el padre. Al abandonar la carrera de comerciante, había dado el primer paso práctico contra ese padre y ahora, por tanto, no era ya el mundo del espíritu lo que debía contrapesar los deberes impuestos por aquél. Había cambiado de sitio, había osado escaparse del mundo paterno, pero le perseguía todavía su sombra; en esa huida hay una concesión al padre: rehúye ahora la evasión en el mundo del espíritu y prefiere, por el momento, lo sólido y lo exacto. De ahí su dedicación a las ciencias de la naturaleza y su celo en el estudio de los idiomas antiguos y de los 'clásicos'; apegado todavía a principios mercantiles, quiere adquirir primero el capital básico de la educación antes de lanzarse a empresas atrevidas. Sólo después del tercer semestre se permite la evasión dentro de la evasión. El abandono radical de las consideraciones burguesas sobre fines y utilidad se consuma por primera vez con la decisión a favor de la filosofía.
En una conversación que mantiene con el viejo Wieland durante una de sus ocasionales visitas a Weimar, Schopenhauer expresa concisa y bruscamente a la vez esta manera de emancipar su vocación filosófica de los objetivos burgueses de subsistencia. Wieland había advertido contra un estudio «tan poco práctico» como el de la filosofía. Arthur responde: «La vida es una cosa precaria y yo me he propuesto consagrar la mía a reflexionar sobre ella» (G, 22).
Aunque el mismo Wieland se inclinaba hacia una filosofía de la felicidad y, a lo sumo, concedía a la reflexión filosófica una función tonificante para el exceso de vitalidad, se sintió impresionado por una fuerza de decisión tan grande como la que Arthur Schopenhauer mostraba en ese momento. «Me parece», respondió el anciano, «que tiene usted razón... joven, yo entiendo ahora su carácter; quédese en la filosofía» (G, 22). La vida es una cosa precaria y él quisiera reflexionar sobre ella, recorriendo todos sus vericuetos, sin que nadie le moleste ni le desvíe del camino: ése es el programa de Arthur. La emoción de las cumbres sigue siendo su meta y al final de sus años en Gotinga, durante un viaje por el Harz en 1811, anota lo siguiente: «La filosofía es un elevado puerto alpino: a ella sólo conduce un sendero abrupto que discurre sobre puntiagudos guijarros y punzantes espinas; es solitario y se vuelve cada vez más desolado a medida que se llega a la cumbre. El que lo sigue no debe temer el espanto, sino que tiene que dejarlo todo tras de sí y debe abrir su camino con perseverancia en la fría nieve. A menudo está al borde del abismo y dirige la mirada hacia el verde valle, allá en la hondonada: le sobrecoge entonces una terrible sensación de vértigo; pero tiene que sobreponerse aunque tenga que fijar con la propia sangre las suelas a las rocas. A cambio, verá pronto el mundo por debajo de sí, verá cómo desaparecen las tierras pantanosas y los desiertos de arena, cómo quedan allanadas sus irregularidades, dejan de llegar hasta arriba sus desacordes y se revela su redondez. El permanece siempre expuesto al aire puro y frío de la altura y ve ya el sol cuando abajo reina todavía la oscuridad» (HN I, 14).
¿Qué luz es la que persigue Schopenhauer, qué sol ha amanecido para él en ese momento en el cielo de la filosofía? Su primer maestro de filosofía, el escéptico kantiano Gottlob Ernst Schulze, le ha señalado dos estrellas: Platón y Kant. Schulze es un hombre astuto y sabio que sabe contrapesar escépticamente posturas contrapuestas. En Platón podemos encontrar la vieja y autosuficiente me-tafísica; en Kant topamos, por doquier, con el temor a que ésta traspase los límites del conocimiento.
Platón y Kant —entre estos dos polos se mueve efectivamente el espíritu filosófico de la época, que aspira a una metafísica renovada, más allá de Kant, y que quiere construir la totalidad —Dios y el mundo— a partir de leyes que, precisamente con ayuda de Kant, habían sido descubiertas en el sujeto.
Kant, mezcla de rococó y pietismo, había dejado que las más venerables verdades filosóficas —inmortalidad del alma, libertad, existencia de Dios, comienzo y fin del mundo— se balanceasen sobre un frívolo péndulo: eran válidas y no eran válidas al mismo tiempo. Los problemas de la metafísica, enseñaban, no se pueden resolver, y, aunque tengamos que plantearlos de nuevo continuamente, lo mejor es no tomar demasiado en serio las sucesivas respuestas que se les da. Si una de ellas ayuda a vivir, habrá que tomarla en el sentido del 'como si'. Este es el guiño de ojos que hace Kant, su epicureísmo rococó.
Pero las verdades no pueden sostenerse en vilo sobre este frívolo péndulo del 'como si' por mucho tiempo. Tendrán que derrumbarse y ser tomadas de nuevo en serio. Fichte, Schelling y Hegel no aceptarán el 'como si' y filosofarán de nuevo con la renovada autosuficiencia del absoluto. Pero la nueva absolutez —y hasta ahí por lo menos llega el influjo de Kant— es la absolutez del sujeto.
Arthur Schopenhauer había captado el refinamiento y la frivolidad de Kant en relación con el tema de las cuestiones últimas, incluso antes de haber juzgado correctamente su filosofía. «Epicuro es el Kant de la filosofía práctica, como Kant es el Epicuro de la especulativa» (HN, I, 12), se lee en una nota marginal escrita por Schopenhauer en 1810.
Epicuro, como es bien sabido, se había despreocupado de la existencia de los dioses y había desgajado la moralidad práctica de toda obligación y de toda promesa celestial. En lugar de éstas, en el punto central de una sabiduría pragmática de la vida, había situado el ansia de felicidad, completamente terrenal, junto con la evitación del sufrimiento y del dolor. Los valores absolutos no tenían para él más validez que la del 'como si». Si juegan un papel al servicio de la felicidad, cabe servirse de ellos; se trata entonces de ficciones que apoyan la vida y que ganan realidad en la medida en que contribuyen a hacer posible la felicidad.
Al designar a Kant como 'Epicuro de la filosofía especulativa' Schopenhauer demuestra que algo ha entendido de él. La incognoscibilidad de la 'cosa en sí' juega efectivamente en Kant un papel semejante al que tenían los dioses en Epicuro, a los que el antiguo maestro de la vida también pretendía dejar en paz.
Kant representa la gran censura a finales del siglo XVIII. Después de su aparición, el pensamiento occidental no volvería ya nunca a ser como antes, algo de lo que él mismo era consciente. «Hasta ahora se suponía», escribe, «que todos nuestros conocimientos tenían que regirse por los objetos... Pero hay que probar... si no avanzaremos más suponiendo que los objetos tienen que regirse por nuestro conocimiento... Hay aquí cierto parecido con el primer pensamiento de Copérnico, quien, al no poder proseguir con la explicación de los movimientos celestes bajo el supuesto de que toda la legión de estrellas girase alrededor del espectador, trató de ver si no se podría explicar todo mejor suponiendo que era el espectador el que se movía y dejando a las estrellas en paz.»
Kant había comenzado sus investigaciones, siguiendo el método de la antigua metafísica, en busca de las aprioridades del pensamiento, es decir, de certezas que, al ser dadas con anterioridad a cualquier experiencia (Physis), pueden, según pretendía la tradición, fundar una metafísica. Kant, de hecho, señaló tales certezas anteriores a cualquier experiencia, pero mostró que las mismas sólo sirven para la experiencia y son ya incapaces por tanto de fundar la metafísica. Con esta declaración solemne, el 'a priori' desciende de los cielos: a partir de ahora, deja de servir como anclaje vertical y lo único que proporciona es una orientación horizontal.
Para medir el nuevo impulso hacia la modernidad y la secularización que se produce con Kant hay que volver la vista atrás hacia Descartes.
Con Descartes, la razón había elevado ya su orgullosa cabeza y el Dios revelado había perdido fuerza. Necesitaba de apoyo, por tanto. Descartes, a partir de la autorreflexión de la razón, muestra las razones por las que tiene que existir un Dios tanto como existe el mundo. Kant, a partir de la autorreflexión de la razón, muestra las razones por las que tiene que existir la ficción de un Dios. Es el abismo que separa a los dos. En Descartes, Dios había sufrido ya una degradación al convertirse en un ser fundado en la razón. En Kant, sufre una nueva y dramática reducción: se convierte en Idea «regulativa».
Con anterioridad a Kant, Descartes había iniciado la búsqueda de una certeza metafísica última cuyo principio y cuyo fin fuese garantizado por la autorreflexión de la razón. En Descartes, actuaba ya el espíritu de la modernidad, pues, naturalmente, lo que se torna dudoso para él no es la existencia del mundo —aunque él pretenda lo contrario—, sino la existencia de Dios. Por eso, de su famoso «cogito ergo sum» no extrae una demostración del mundo (que es absolutamente superflua), sino una demostración de Dios. Pero al demostrar racionalmente la existencia de Dios, Descartes entraba en terreno peligroso, pues sus investigaciones estaban liberando al espíritu autónomo del análisis que acabaría disolviendo incluso la más poderosa de todas las síntesis, es decir, al propio Dios. Esa no será empero la obra de Descartes, sino de sus continuadores.
Por lo que se refiere al propio Descartes, Prometeo de la modernidad, del análisis 'corrosivo' y de las grandiosas construcciones matemáticas, hay que decir que permanece sentado delante de la chimenea durante veinte años en su exilio holandés y mira desde la ventana el paso del invierno, la primavera, el verano, el otoño y de nuevo el invierno. Fuera, observa los cuadros de género de la vida holandesa: la gente con grandes sombreros en las calles nevadas; las gaviotas sobre los muros del jardín; niños que juegan tras una lluvia estival; el azul del cielo en las charcas; días de mercado en otoño; muchachas que reprimen su risa bajo las ventanas; por la tarde, el crepitar del fuego en la chimenea. Son meditaciones que Descartes prosigue en medio de esta vida sosegada. Meditaciones de calma, de pasividad, de permisividad. Meditaciones que aniquilan, curiosamente, el furor de la acción y del dominio. En el corazón del huracán reina la paz, de nuevo esta vez.
El cartesianismo, universo de la racionalidad, brota en el punto de Arquímedes del retraimiento y del sosiego. Las certezas racionales de Descartes están encerradas en los recodos interminables de la meditación, por mucho que se hable de «mathesis» del orden y de «deducciones». Por eso es tan insensato identificar sin más el 'cogito' cartesiano con el flaco concepto de razón de la racionalidad moderna. De hecho, las meditaciones de Descartes son un diálogo con Dios. Su posición podría expresarse del modo siguiente: la razón, mediante la que se puede conocer a Dios, me convierte en propiedad de Dios. No soy yo el que me apropio de Dios con mi razón sino al contrario: Dios se apropia de mi en mi razón. Pero esta relación se apoya en un equilibrio inestable; basta un movimiento minúsculo y todo habrá cambiado: el Dios basado en la razón se convertirá en la divina razón.
La «mathesis universalis» cartesiana, y en mayor medida todavía la meditación sosegada del ensimismado Spinoza, así como las expediciones ávidas de experiencia del empirismo inglés (Locke, Hume), habían puesto en acción la actividad racional y el afianzamiento de la sensibilidad para explicar el mundo y la acción, sin que la orgullosa razón tuviese que quedar por ello en desamparo metafísico.
Los reparos escépticos o espirituales de Montaigne y Pascal no pudieron detener el ostentoso avance de la razón. En Leibniz, y luego en Christian Wolff, la totalidad, Dios y el mundo, queda unificada de nuevo en una síntesis grandiosa. El tránsito fronterizo entre el cielo y el mejor de todos los mundos se realiza sin problemas, ya sea por la vía deductiva, ya por la inductiva. Todo forma un continuo, la naturaleza no da saltos; las «perceptions petites» (percepciones inconscientes) y el cálculo infinitesimal dan cuenta de las transiciones. Podemos expresarlo exactamente de este modo: Leibniz enseña a su siglo a calcular con el infinito, apoyado por el genio musical del maestro de cálculo Johann Sebastián Bach, quien sublima la «mathesis Universalis» convirtiéndola en culto a Dios.
Kant, siguiendo el método de la metafísica anterior, busca aprioridades del pensamiento y encuentra más que nadie. Nos ofrece todo un muestrario de las mismas: las formas de la intuición, espacio y tiempo; un complicado mecanismo de categorías del entendimiento; y ese batán de la «apercepción» que pulveriza el material de la experiencia reduciéndolo a lo que finalmente podemos percibir y entender conceptualmente. Todas estas aprioridades son meros dispositivos de los que estamos provistos, en cuanto sujetos, antes de que llegue a nosotros el material de la experiencia. Pero las mismas, como señala Kant, no nos conectan con el cielo. Existen antes de cualquier experiencia, más acá y no más allá de ella, por tanto; no remiten hacia lo transcendente: son meramente transcendentales. Son las condiciones, la mera forma de cualquier experiencia posible: carecen, pues, de interés metafísico; interesan exclusivamente desde el punto de vista epistemológico. Si las examinamos de cerca, transcendemos la experiencia en dirección a las condiciones de su posibilidad: horizontal y no verticalmente por tanto. El 'trascendental' kantiano es en cierto modo lo contrario de lo 'trascendente', pues el análisis trascendental consiste precisamente en mostrar que no podemos, y por qué no podemos, tener conocimiento de lo trascendente. Ningún atajo lleva de lo trascendental hacia la trascendencia. Por ejemplo: nuestro entendimiento ordena el material de la experiencia siguiendo principios de causalidad. Frente al sensualista David Hume, que considera la causalidad como una hipótesis probable derivada de la experiencia y establecida a posteriori por tanto, Kant indica que la noción de causalidad no la obtenemos de la experiencia sino que, por el contrario, nos dirigimos a la experiencia provistos con ella; es decir, la aplicamos a priori a los objetos de nuestra experiencia. La causalidad no es, pues, para Kant un esquema del mundo exterior, sino un esquema de nuestra cabeza que nosotros proyectamos sobre el mundo exterior. El a priori de la casualidad existe, pero sólo para el ámbito de la experiencia. Querer hacer de Dios la causa primera, utilizando el principio de causalidad, es sobrepasar el ámbito de toda experiencia posible y significa hacer uso inadecuado de una categoría del entendimiento. Con esta observación de Kant, se quiebran todas las cadenas argumentativas de la prueba racional de Dios, tan majestuosamente trabadas a lo largo de los dos siglos anteriores. Kant destruyó la metafísica tradicional y fundó la moderna teoría del conocimiento. Trató de imponer disciplina al pensamiento y mostró con perspicacia en qué ocasiones y con qué pretextos la razón se salta las barreras y se pierde en campos de ensueño en los que nada hay que buscar. Kant compara el gusto por la especulación, a la que él mismo se había entregado en sus escritos tempranos sobre el origen del mundo, con la actitud de comerciantes poco escrupulosos que pretenden conseguir el éxito a base de dejar sus cuentas al descubierto. Las fantásticas incursiones del teósofo sueco Swedenborg (1688-1872) lo estimularon probablemente a poner coto al pensamiento. Se propone esperar, escribe Kant, «hasta que los señores hayan soñado bastante», para llevarlos entonces de la mano de sus secas consideraciones hasta la fábrica oculta de tales imágenes engañosas. En su confrontación con el popular «vidente» Swedenborg, Kant toma conciencia de lo urgente que resulta llevar a cabo una empresa filosófica que no se ocupe tanto «de objetos, cuanto de la manera en la que son conocidos los objetos». Contra el delirio de la iniciación a lo trascendente quiere establecer la cordura de lo trascendental. Un escrito menor de la misma época en la que trabajaba con la gran Critica de la razón pura lleva el significativo título Ensayo sobre la enfermedad de la cabeza. En él se ocupa de otro metafísico no menos extravagante, el llamado «profeta de las cabras» Jan Komarnicki, que sentaba sus reales en Könisgberg por aquel entonces, rodeado de catorce vacas, veinte ovejas y cuarenta y seis cabras, haciendo profecías sobre Dios y el mundo.
Kant no ahorró esfuerzos para demostrar que lo maravilloso es sólo extravagante. La gran obra con la que se inicia una época, La crítica de la razón pura, surgió de tales esfuerzos.
Arthur Schopenhauer, que había comenzado a leer a Kant en sus tiempos de Gotinga, vio al principio en el filósofo de Könisgberg sólo al aguafiestas de la metafísica, ante cuyas promesas él era todavía sensible, por el momento al menos. En una nota marginal de 1810 dice lo siguiente: «Uno cuenta una mentira; otro, que conoce la verdad, dice: eso es mentira y engaño, y aquí tenéis la verdad; un tercero, que no conoce la verdad, pero que es muy sagaz, muestra contradicciones y enunciados imposibles en aquellas mentiras y dice: por eso es mentira y engaño. La mentira es la vida, el sagaz es Kant y el que ha aportado muchas verdades, por ejemplo, Platón» (HN I, 13).
Ahora bien, Kant hizo algo más que establecer listas de prohibiciones o vigilar el uso de la razón dentro de sus cánones, evitando o desvelando usurpaciones de competencias («mentira y engaño»). Y ese algo 'más' encendió la antorcha de sus contemporáneos. Pero Arthur Schopenhauer, sumergido durante ese tiempo en la obra de Platón, no lo vio o no lo quiso ver.
Todo el mecanismo de relojería de nuestra facultad perceptiva y cognoscitiva, construido por Kant al estilo rococó, con sus cuatro tipos de juicios, a los que se fijan las tenazas de sus respectivas tres categorías: por ejemplo, en la cualidad del juicio, las categorías de 'realidad, negación, limitación' y así sucesivamente (Kant quería instalar incluso engranajes más finos, o por lo menos así lo insinuó al decir que podría «diseñar a su arbitrio todo el árbol genealógico de la razón pura») —todo este aparato, decimos, es algo completa-mente diferente de un «árbol»; para trabajar y poder descomponer y reconstruir de nuevo el material de la experiencia se necesita de energía viviente. La caracterización de esa energía es un punto central de la filosofía kantiana. La denomina —y eso tendría que sorprender hoy a todos aquellos que no ven en Kant más que al ingeniero del entendimiento— «imaginación productiva». «Que la imaginación sea un ingrediente necesario de la percepción», escribe, «es algo en lo que ningún psicólogo ha caído todavía».
La entronización de la imaginación no fue obra exclusiva del movimiento Sturm und Drang y el Romanticismo. También Kant contribuyó a ello y, si tenemos en cuenta su enorme influencia, podemos considerarlo a él como el más efectivo entronízador de la misma. Por otra parte, recibió una valiosa sugerencia al leer el Emile de Rousseau: tan impresionado se sintió esa tarde que prescindió incluso de su puntual paseo de cada día.
Rousseau había introducido un ensayo filosófico, con el título «Confesión de fe de un vicario savoyano», en el cuarto libro de su novela educativa Emile (1762), en el que presumía de querer «constatar» el único punto evidente para él en el océano de las opiniones. Rousseau se enfrenta con las concepciones epistemológicas de los sensualistas ingleses. Estos, según él, entienden al hombre percipiente y cognoscente como un medio meramente pasivo en el que se reproducen de un modo u otro las impresiones sensibles. Contra tal concepción, desarrolla su teoría, tan rica en consecuencias, de la espontaneidad, es decir, de la parte activa en el conocimiento y la percepción. A partir del análisis de la facultad de juicio va extrayendo, con auténtico virtuosismo, la aportación del yo.
Un ser meramente sensitivo no podría captar la identidad de un objeto al que ve y toca al mismo tiempo. Lo visto y lo tocado se convertirían para él en dos 'objetos' diferentes. Es el 'yo' el que los pone en conexión. La unidad del yo garantiza por tanto la unidad de los objetos exteriores.
Rousseau va todavía más lejos: compara el sentimiento del 'yo' y la 'sensación' del mundo exterior y llega a la conclusión de que sólo puedo «tener» la sensación cuando ésta forma parte del sentimiento del yo; y puesto que las sensaciones introducen en mí el ser exterior y a su vez sólo existen en el ámbito del sentimiento del yo, sin éste no puede haber ser. O, dicho de otra manera: la percepción del yo produce el ser. Pero la percepción del yo no es más que la certeza de que soy. Rousseau se opone también a Descartes en este punto, e invirtiendo el clásico enunciado 'pienso, luego existo', proclama: 'Existo, luego pienso'. Los pensamientos no se pueden pensar ellos mismos. Y por muy constrictiva que sea la relación que la lógica impone entre dos representaciones, para que surja tal relación, es preciso que yo la quiera establecer. Entre dos puntos no hay línea si yo no la trazo.
Para Descartes, la voluntad es la fuente del error, pero el pensamiento 'puro' es un pensamiento que se puede pensar sin el impulso de la voluntad. Rousseau muestra que incluso el acto de pensamiento más elemental sólo se puede llevar a cabo por la fuerza de un yo existente y por tanto volente.
Esta fuente fundamental de actividad que pone en marcha a la percepción y al conocimiento, descubierta por Rousseau, es lo que Kant llama «imaginación». Desarrolla también conceptos mucho más complejos para explicar esta actividad básica del yo. Habla, por ejemplo, de la «síntesis trascendental de la apercepción» (sin que tal atentado lingüístico le produzca mayor rubor); o, simplemente, de la «consciencia pura». Dice de ésta que es «el punto más alto al que tiene que llegar todo uso del entendimiento, incluso toda la lógica y, por último, la filosofía trascendental».
Hoy, puede parecer sorprendente la enorme sutileza desplegada para extraer de los intrincados vericuetos del pensamiento lo que, en apariencia, resulta más evidente, es decir, el 'yo soy'. Tiene que resultarnos sorprendente si queremos percatarnos realmente de cuál fue el punto de partida de la autoconsciencia, en el momento de su nacimiento filosófico, y de los sentimientos de euforia que acompañaron a ese nacimiento. Pues, en la crítica que se hace habitualmente de la razón, se pasa por alto con frecuencia tales factores: el placer, la intensidad, el vitalismo que estuvieron asociados al descubrimiento de un yo capaz de instaurar el mundo. Lo simple era tan difícil que había que hacer largos recorridos hasta llegar allí. Sólo se puede entender la euforia de la llegada cuando uno tiene consciencia de lo vasto que era el encubrimiento del yo en la época premoderna. Las acciones de pensar, creer, sentir, como nos ha enseñado Foucault, tenían entonces otras connotaciones. El pensamiento desaparecía en lo pensado, la sensación en lo sentido, la voluntad en lo querido, y la creencia en lo creído. El sujeto introdujo en sus propias obras a una furia de las desapariciones y la mantuvo firmemente sujeta allí. Y ahora, de pronto, el escenario da la vuelta, el creador se separa de sus obras, las pone delante de sí y exclama: ¡mira, yo he hecho todo eso!
Cuando sucedió tal cosa por primera vez —es la época de Rousseau y Kant— fue vivenciada como un amanecer que abría todas las esperanzas.
El ser humano, que descubre súbitamente que él mismo es el director del teatro del que hasta ahora se sentía espectador, vuelve a recoger en su mano todas las riquezas dispersas por el cielo, descubriendo que son cosas realizadas por uno mismo. Pero aunque esto puede embelesar por un momento, acaba decepcionando. El descubrimiento de la propia obra en los viejos tesoros de la metafísica les hace perder su encanto y sus promesas. Pierden brillo y se tornan triviales. La escapatoria será la siguiente: si uno es el hacedor, hay que hacer cuanto sea posible; habrá que buscar el futuro mediante acumulaciones frenéticas. Las verdades estarán ahí sólo para ser 'realizadas'. Eso pondrá en marcha la religión secularizada del crecimiento y del progreso. Finalmente, llega un tiempo en el que uno se siente cercado por lo hecho y aspira hacia lo devenido, un tiempo en el que la 'apropiación' de lo 'propio' se convierte en problema; se hablará entonces de 'enajenación' dentro de un mundo construido por uno mismo: lo hecho desborda al hacedor. La imaginación descubre una nueva utopía: la posibilidad de llegar a dominar lo hecho. Pero cuando estas utopías pierden fuerza, surge el cerco de un nuevo tipo de temor: el temor ante una historia construida por uno mismo.
Al principio, naturalmente, nadie pensó ni previo todo esto. Lo que imperaba era la euforia ante una tierra recién conquistada. Así, al menos, festeja Kant el acontecimiento de la autofundamentación y el hallazgo de uno mismo en un mar de pérdidas e incertezas. «El país de la razón pura... es una isla envuelta por la misma naturaleza con límites invariables. Es el país de la verdad... rodeado por un amplio y tempestuoso océano.»
Kant trató de crear y fortificar un punto de apoyo desde el que fuera posible contemplar, con cierta tranquilidad, el piélago de lo desconocido.
A este algo 'desconocido' le dio un curioso nombre: la «cosa en sí».
La «cosa en sí» es desconocida de una manera mucho más radical de lo que pueda serlo algo que simplemente todavía no se conoce. La «cosa en sí» es el nombre para algo desconocido que, paradójicamente, queda constituido por nosotros mismos al mismo tiempo que conocemos algo; es la sombra que proyectamos al conocer. Podemos captar cualquier cosa sólo en lo que es para nosotros. Lo que sean las cosas 'en sí', independientemente de los 'órganos' con las que nos las representamos, es algo que se nos escapará siempre. El ser es 'ser representado'. Con la «cosa en sí», un nuevo tipo de trascendencia asoma en el horizonte: no la trascendencia del antiguo más allá sino una trascendencia que no es más, pero tampoco menos, que la parte invisible de todas las representaciones.
Por lo que respecta al propio Kant, cabe señalar que se despreocupó tranquilamente de la «cosa en sí» epistemológica, exterior a nosotros, dejándola estar ahí sin más. En un primer momento, le inquietó desde luego la curiosidad de saber lo que sea el mundo más allá de nuestras representaciones. Pero después aplacó esta inquietud con un agudo análisis de las contradicciones («antinomias») de nuestra razón.
«La razón humana», así empieza el prólogo de su Crítica de la rascón pura, «tiene el singular destino... de ser asediada por preguntas que no puede desechar, pues le son planteadas por la misma naturaleza de la razón, pero que tampoco puede responder, puesto que superan la capacidad de la razón humana.» Esta contradicción no se puede resolver: hay que enfrentarse a ella. Pero es posible hacer esto tanto mejor cuanto que, con nuestra razón, podemos desenvolvernos en un mundo que nos es, en última instancia, desconocido. La experiencia y el saber no nos proporcionan ciertamente una verdad absoluta. Pero si nos confiamos a ellos sabemos lo suficiente como para afianzarnos en el mundo. Hoy lo diríamos de otra manera: nuestras formas de experiencia y de conocimiento no nos dan conocimientos absolutos pero sí rituales de adaptación al mundo de la vida.
La «cosa en sí» kantiana iba a hacer una carrera singular.
Kant dejó tras de sí un edificio bien repleto de conocimiento racional, pero la «cosa en sí» actuaba como un orificio a través del que soplaba un viento inquietante.
Los sucesores de Kant, por su parte, no estaban dispuestos a despreocuparse de esta «cosa en sí» con la misma serenidad con la que lo había hecho el sabio soltero de Könisgberg. Querían comprenderla a toda costa. Una curiosidad irrefrenable pretenderá ahora penetrar en el supuesto corazón de las cosas. Da lo mismo que sea éste el 'yo' de Fichte, el 'sujeto de la naturaleza' de Schelling, el 'espíritu objetivo´de Hegel, el 'cuerpo' de Feuerbach o el 'proletariado' de Marx; todos querrán despertar al mundo de su sueño y, si no existe una palabra mágica, habrá que inventarla; y si no existe una última verdad por descubrir, habrá que 'hacer' la verdad. O más exactamente: se esperará de la historia, hecha por uno mismo, que traiga la verdad. La huella ensangrentada de la historia más reciente es la rúbrica de esa verdad. Habrá que acechar a la verdad como a un enemigo. «Nos falta algo», grita el Danton de Büchner, «no tengo ningún nombre para darle, pero no podemos encontrarlo hurgando en las entrañas; ¿para qué debemos pues reventarnos? ¡Va, somos miserables alquimistas!»
Tampoco el joven Schopenhauer se dio por satisfecho con la serenidad escéptica de Kant. También él quiso alcanzar el corazón de las cosas. Trató de equilibrar el criticismo de Kant con Platón, el cual, según creía, no es sólo un guardián de la puerta de la verdad sino también un apóstol de la misma. Kant enseña sólo reglas de urbanidad en la mesa y conoce a lo más un par de recetas; pero Platón trae los manjares. Schopenhauer escribe en una nota marginal sobre Kant: «La mejor manera de designar lo que le falta a Kant sea tal vez decir que no conoció la contemplación» (HN I, 13).
«Contemplación» es para Schopenhauer, como sabemos ya desde sus tiempos de Hamburgo, ese tipo de saber que la perspectiva de las altas cumbres hace posible y que nos permite evadirnos de las cadenas de la utilidad, del medro burgués y, en general, de la refriega de la autoafirmación. La 'verdad' que busca Schopenhauer no es tanto un cuerpo de juicios adecuados cuanto una forma de existencia. No se tiene la verdad, sino que se está en la verdad. Lo que importa no es la utilidad, sino el goce del conocimiento. Cuando Schopenhauer habla de «contemplación» y la echa a faltar en Kant, está pensando de algún modo en una forma secularizada de 'conversión' pietista, de un renacimiento que nos lleve desde la mundanidad hasta la filiación divina. Busca una inspiración a la que sólo cabe calificar como salvífica. Se trata de una urgencia que no es posible apaciguar con Kant. Puede aceptar a éste en cuanto ingeniero de la razón; representa para él la solidez en filosofía, una solidez que Arturo dejó tras de sí en la vida burguesa al renunciar a la carrera de comerciante que el padre deseaba para él. En el mundo de la filosofía, ajeno al padre, Kant es el único que posee, por así decirlo, la aprobación paterna; pero nada más. Al final de su época de estudios en Gotinga y, sobre todo en Berlín, Arthur Schopenhauer descubrirá de nuevo a Kant y encontrará entonces la dimensión de un filosofar existencial que ahora inútilmente busca en él. Entenderá entonces por fin al Kant del que no hemos hablado todavía, a saber, al gran teórico de la libertad humana.
Kant se acercó al misterio de la libertad de tal suerte que su influencia sobre la época no fue menor en este aspecto que la que había ejercido con su teoría del conocimiento. En cuanto teórico de la libertad, fue el Sartre de principios del siglo XIX.
Kant no aborda el misterio de la libertad por primera vez en su Crítica de la razón práctica, sino que lo había hecho ya en su obra principal sobre teoría del conocimiento, a saber, en las famosas «antinomias» —capítulos de los que Arthur Schopenhauer dirá que son «geniales» por antonomasia.
Acordémonos: Kant entendía la «cosa en sí» como el reverso de todas nuestras representaciones. Por lo demás, se despreocupó después de tal «cosa en sí», fuera de nosotros, de esa manera frívolo-escéptica que ya hemos descrito. Pero, al mismo tiempo, instaló ese reverso con osadía, y consecuentemente a la vez, en nosotros mismos.
Nosotros, además de ser una «cosa en sí», somos también una representación para nosotros mismos. Por una parte, reflejamos como un espejo; pero somos, por otra, el reverso del espejo. Somos un ojo —eso es lo que hace del mundo algo visible—, pero un ojo que no puede verse a sí mismo mientras ve. Así, la trascendencia, algo sublime antaño, se transforma en el punto ciego de nuestra existencia, en la «oscuridad del instante vivido» (Bloch). Actuamos ahora y podremos encontrar siempre más tarde una necesidad, una causalidad para nuestra acción. En el instante de la acción empero estamos 'indeterminados'. Yo me experimento como un ser que no está ligado a una cadena causal sino como un ser con el que comienza, de la nada en cierto modo, una nueva cadena causal. El universo del ser necesario queda escindido en cada instante. Kant ilustra esto con un ejemplo trivial: «Cuando ahora..., completa-mente libre y sin el influjo necesario determinante de las causas naturales, me levanto de una silla, este acontecimiento da inicio a una nueva serie causal con todos sus efectos naturales hasta el infinito. Después, cuando ya esté levantado, seré presa de explicaciones causales en lo que respecta a este suceso; en ese momento se hará evidente la necesidad, pero sólo porque el suceso del levantarse ya acabó. Cada instante me sitúa ante la elección y me pone en manos de la libertad.»
'Necesidad', 'causalidad' —se trata de categorías de nuestro entendimiento al servicio de la representación y, por tanto, del mundo como se nos aparece. Yo mismo soy un fenómeno para mí en la medida en que me convierto en objeto de mi propia consideración y reflexiono sobre mis acciones. Pero, al mismo tiempo, me experimento en libertad. El hombre vive en dos mundos. Por una parte es, en terminología kantiana, un «phainomenon», una célula del mundo sensible cuya existencia se somete a las leyes del mismo; por otra parte es un «noumenon», una «cosa en sí» —sin necesidad, sin causalidad—, un algo que ya es incluso antes de que yo pueda comprenderlo y explicarlo; y que es diferente e infinitamente más de lo que yo puedo entender.
Aquí está el centro secreto de gravitación de toda la filosofía kantiana. El propio Kant reconoció que era así al confesar, en una carta, que el problema de la libertad le despertó de su «sueño dogmático» y le empujó a hacer la crítica de la razón. Este problema puede formularse bajo la forma de una contradicción: «El hombre es libre y, a la vez, no existe la libertad: todo está sometido a la necesidad conforme a las leyes de la naturaleza.»
En la caracterización que hace Kant del hecho de la libertad como comienzo 'incondicionado' de una cadena causal, escuchamos de nuevo a Rousseau. Este había respondido con osadía a la cuestión de si es pensable de algún modo un comienzo del mundo: tal comienzo es pensable porque nosotros mismos podemos comenzar de nuevo en cada instante. «Tú me preguntarás», se dice en el Emile, «cómo sé que hay movimientos que parten del propio impulso; tengo que decirte que lo sé porque lo siento. Quiero mover mi brazo y lo muevo sin que ese movimiento tenga ninguna otra causa inmediata más que mí voluntad.»
Así pues, Rousseau había considerado a la 'voluntad' como la fuerza de la libertad. Pero debemos señalar que Kant sigue otro camino en este punto. Para él, el 'deber' se convierte en la quintaesencia de la libertad. Le lleva ahí una complicada argumentación que se reduce en último término a un pensamiento simple: la 'voluntad' es la naturaleza en nosotros. Lo que la naturaleza quiere en nosotros es precisamente la necesidad natural y no la libertad. Así pues, somos libres cuando tenemos la fuerza de romper las cadenas que, en cuanto seres naturales, nos sujetan. Libertad es el triunfo sobre nuestra naturaleza pulsional. En cuanto seres naturales, pertenecemos al reino de los fenómenos; pero a pesar de ello podemos escapar del mundo fenoménico, con sus necesidades, cuando escuchamos la voz de la conciencia; cuando somos capaces de superarnos en cuanto seres naturales; en la medida en que somos capaces de hacer algo a lo que no nos obliga ninguna necesidad natural sino sólo la voz de la conciencia. Cuando nos hemos decidido por un determinado 'deber', en un acto fundamentante, estamos actuando 'incondicionadamente'. Y cuando este 'deber' tiene la fuerza de producir un 'querer', entonces triunfa en nosotros la «cosa en sí» que somos en definitiva en cuanto seres morales.
Una acción tal es lo que Kant llama «moral». Moral es, pues, lo que no recibe sus leyes del mundo de los fenómenos; somos morales en la medida en que superamos nuestra naturaleza. Nuestra moralidad nos introduce en el corazón recóndito del mundo.
Al llegar a este punto, la «cosa en sí», moralizada, recibe la herencia de la vieja metafísica. «Cosa en sí», «libertad» y «ley moral» quedan enlazadas por la «razón práctica», la cual compensa el vacío del cielo exterior con un cielo de moralidad en la cabeza. Razón teórica y razón práctica se enfrentan así en una sorprendente constelación de hechos. Mientras que las categorías de la razón teórica pueden trabajar sólo, según Kant, cuando son utilizadas como condición de la experiencia posible, con la razón práctica sucede exactamente lo contrario: se confiere validez a sí misma sólo cuando se opone a las reglas práctico-morales de la experiencia (provecho propio, autoafirmación, búsqueda de la felicidad, etc.). Si la razón práctica sólo ofreciese lo que enseña la experiencia y aquello a lo que tiende la naturaleza, no podría proceder de la «libertad», de la «cosa en sí», situada más allá de toda experiencia. Pero tiene que ser así. Por eso, en definitiva, la fuerza de la libertad no es en Kant la 'voluntad' rousseauniana (demasiado naturalista para él), sino el 'deber', un deber que tiene fuerza suficiente, es decir, autonomía, para extraer de sí mismo un querer.
La razón práctica, que brota del misterio de la «cosa en sí», tiene la fuerza, según Kant, de producir acciones que sólo acontecen porque son razonables y no necesita apoyarse en el impulso de la inclinación o del miedo. Más aún, tiene incluso que rechazar tales impulsos: «hay almas que son por naturaleza tan generosas», escribe Kant, «que encuentran un placer interior en expandir felicidad en torno suyo y pueden regocijarse en la satisfacción de los demás cuando es fruto de las propias obras. Pero yo afirmo que tal clase de acciones.... por muy respetables que sean, no tienen un verdadero valor moral.»
Incluso para el ardiente kantiano Schiller, esto era ir demasiado lejos. Así que escribió el siguiente epigrama:
«Sirvo feliz a los amigos,
Pero desgraciadamente lo hago con inclinación,
Así que me remuerde la conciencia por no ser virtuoso
No existe otro consejo, tendrás que despreciarlos
y hacer con aversión, lo que el deber te ordene.»
Los imperativos de la razón práctica, en Kant, no prometen recompensa alguna ni es posible seguirlos en cuanto medios para conseguir otros fines. Es la pura obligación por mor de sí misma. Están en el límite de todas las series pensables de medios. Captamos el deber en la ley moral interior.
Es como si la vieja metafísica, destronada de los amplios espacios del cosmos, hubiese reunido todas las fuerzas que le restaban y se hubiese instalado en la conciencia del sujeto secularizado, lugar desde el que ahora le hostiga y le espolea sin cesar.
Así se nos aparece la moralidad kantiana cuando la consideramos desde el punto de vista del destino de la metafísica. Por otra parte, no muestra rasgos menos extraordinarios si la contemplamos desde el mundo material de la vida. Pues una interiorización tan rigurosa como la que propone Kant, era, en el estadio de la cultura moral de ese momento y por muchas conexiones que tuviese con el mismo, irremediablemente prematura.
No hay duda de que corrían buenos tiempos para la conciencia en la época de Kant. Hay una prehistoria que explica este hecho. El proceso de la civilización occidental consiguió interiorizar en la conciencia de los individuos, a través de varios estadios sucesivos, la violencia con la que debía ser apuntalado un determinado orden de vida en común.
Con anterioridad a la Edad Moderna, la violencia, omnipresente, reinaba bajo múltiples formas. La violencia estatal tenía que actuar de manera ambulante, por lo que no podía ser ejercida simultáneamente en todas partes. La mayoría de las veces, sin embargo, conseguía estar presente a pesar de su ausencia, como también el cielo y el infierno, pues sus promesas y amenazas creaban reglas importantes de actuación. Uno se sentía rodeado por ellas, incluso protegido, pero seguían estando 'fuera' y era posible congraciarse con las mismas por medio de las instituciones, de la Iglesia y de sus rituales. Las relaciones comerciales del 'tráfico de indulgencias', por ejemplo, eran extraordinariamente liberadoras, pues procedían del espíritu de un concordato entre Dios y el diablo, es decir, «entre el espíritu y la materia, un concordato en el que, en teoría, se afirma el exclusivo dominio del espíritu pero se pone a la materia en condiciones de ejercitar todos sus derechos anulados... Puedes ceder a las tiernas inclinaciones del corazón y abrazar a una bonita muchacha, pero tendrás que confesar después que se trató de un abominable pecado y tienes que hacer penitencia por ese pecado» (Heinrich Heine). La basílica de San Pedro, construida con el dinero del tráfico de indulgencias, puede ser considerada también, según Heine, como «monumento al placer sensual», al igual que aquella pirámide que construyó una meretriz egipcia con el dinero que había ganado en la prostitución.
Lutero fue el gran aguafiestas; pero sólo pudo llegar a serlo porque la época aspiraba hacia un nuevo dios, un Dios íntimo e interiorizado. Y esto era así porque la naciente sociedad burguesa, organizada según el principio de la división del trabajo, necesita y produce hombres que sepan dominarse, que puedan 'contenerse', que no tengan que ser forzados desde fuera sino que sean capaces de forzarse a sí mismos. Las cadenas de acción en las que el individuo está implicado se vuelven más largas e inabarcables. La red social, tan finamente tejida, se transforma dentro de la cabeza en un filtro que frena la acción.
Kant fue arrastrado por este proceso, pero sobreestimó sus resultados. La sumisión total de la conciencia, en el siglo XVIII, resulta pensable como perspectiva pero no es algo que llegue a realizarse. El imperativo categórico kantiano, que resume en una frase cortante y apodíctica todo el rumor de la conciencia: «Actúa sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se convierta en ley universal» —ese imperativo es un postulado elevado a la segunda potencia: expresa la exigencia de que la conciencia exija de esta forma. No es inmediatamente evidente y, en cuanto exigencia exigida, será víctima en seguida de una casuística que se ramifica en múltiples direcciones. Dentro de esta casuística podría planteársele al filósofo en Könisgberg, por ejemplo, el caso del ladrón que se sintiese justificado mediante la siguiente interpretación del imperativo categórico: 'robo siguiendo la máxima de que se suprima la propiedad; pues quiero que los demás lo hagan también de este modo y así al final ya no habrá ni propiedad ni ladrones. Así que yo, en cuanto ladrón, contribuyo a que se acaben los hurtos'.
Es preciso admitir, pues, que la historia social de la conciencia no había avanzado tanto como para que, en orden a la regulación de las relaciones sociales, fuese posible abandonarse sin más a las máximas y exigencias de aquélla. Los hombres se descarriaban, igual entonces que en todos los tiempos, aunque tal vez ahora hubiese mayor freno interior. Lo que Kant diseña es una utopía. Del mismo modo que en Adam Smith la sociedad burguesa se estabiliza a sí misma y progresa por medio del mercado y de la actividad regulada mercantilmente, sin necesidad de un poder estatal que intervenga, esta misma sociedad burguesa debería también poder mantener su equilibrio moral, sin tutela estatal, mediante un sistema de autorregulación para la prosperidad espiritual. Con su imperativo categórico, Kant pretendió dar una especie de fórmula para el crecimiento del ámbito de comportamiento moral de la sociedad burguesa.
La historia ulterior de la alianza de la sociedad burguesa con el mundo de la moral resulta conocida. Funcionó según la siguiente divisa: buena es la confianza, mejor el control. La necesidad interiorización de la conciencia ha decrecido de manera dramática en nuestro siglo. El Estado ha promovido a gran escala la falta de conciencia mientras las redes de control, tendidas desde el poder, tornaban sus mallas más densas y mientras desde el sustrato psíquico, descubierto recientemente, afloraba toda una cultura de la disculpa y de la inocencia. Así que la conciencia, desprovista de un horizonte de actividad, tuvo que descender de nuevo en sus aflicciones a un nivel semejante al de la edad premoderna, sustituyendo el tráfico de indulgencias con multas y volantes médicos.
Con respecto al rigorismo moral de Kant, no debemos olvidar que, en último término, se origina en el hecho de haber tenido que compensar esa frivolidad tácita que acompaña a su filosofía: la frivolidad del 'como si'. La confianza en la propia fuerza moral debe sustituir a la fe en Dios. Y, en contraposición, la fuerza moral debe actuar de manera tan incondicionada 'como si' estuviese vigilada por Dios. «Es sabio», escribe Kant, «actuar de tal manera como si la existencia de otra vida... fuese algo inapelable.» Este confesado ficcionalismo sitúa el discurso del filósofo de Könisgberg, tan serio por otra parte, en un singular estado de fluctuación. Por eso se atreve a formular juicios como el siguiente: «Parece ciertamente arriesgado, aunque no es refutable, decir que cada hombre se construye un Dios.» En Kant se sobrepone siempre una fina ironía a todos los pensamientos que conciernen a las llamadas cuestiones últimas, una ironía que el joven Schopenhauer interpretó como epicureismo. «Incluso el mayor sabio», escribe Kant, «tiene que reconocer aquí su ignorancia. La razón apaga en este punto sus antorchas y quedamos en la oscuridad. Sólo la imaginación puede proseguir errante, en medio de esa oscuridad, forjando fantasmas.»
Arthur Schopenhauer no quiere abandonarse a la imaginación, o, por lo menos, no a la propia. Platón le enciende la antorcha que Kant le rehusa. Lee una y otra vez el mito de la caverna de la Poli-teia. Nos encontramos en una oscura mazmorra: detrás de nosotros arde un fuego y más atrás está la salida. Estamos encadenados; no podemos girar la cabeza y tenemos que mirar a la pared que hay enfrente de nosotros. Allí seguimos el juego de sombras proyectadas por los objetos que los portadores llevan por detrás de nosotros y delante del fuego. Si pudiéramos girarnos, veríamos los objetos verdaderos y el fuego; entonces quedaríamos libres y, finalmente, podríamos salir de la mazmorra y llegar al sol. Sólo entonces estaríamos en la verdad. Eso es el platonismo: un conocimiento que apunta hacia otro ser. No se trata de ver los objetos mejor sino de estar al sol. Incluso podemos suponer que el resplandor sea tan grande allá afuera que no se vea ya nada. Lo semejante se aproxima a lo semejante, o, dicho de otra manera: a través del conocimiento nos asemejamos a lo conocido. La manera más perfecta de ver el sol es convertirse en el sol. La «idea platónica», esa quintaesencia del ser siempre igual, perfecto y ajeno a todo devenir, sólo se puede conocer por medio de una asimilación: tienes que cambiar tu vida. No una crítica, ni una dialéctica, ni una lógica es lo que se ofrece aquí: sólo un erotismo de la verdad. ¿«Fantasmas»? No lo son si consiguen transformarte.
Arthur Schopenhauer, en cualquier caso, busca en la lectura de Platón esa sublime serenidad que hasta ahora sólo supo darle la apasionada vivencia de las montañas. Con Platón, roza las alturas y encuentra lo que pocos meses más tarde, en sus notas de Berlín, llamará por primera vez su «consciencia mejor».
Pero ya al final de su estancia en Gotinga, en algún momento del verano de 1811, intentó conectar a Platón, al que amaba, con Kant, del que incluso contra su propia voluntad no conseguía desprenderse. Y formuló la moralidad kantiana con ecos platónicos. Escribe en su diario: «Hay un consuelo, una esperanza segura que nos llega a través del sentimiento moral. Si nos habla con tanta claridad, si sentimos un impulso tan grande hacia la mayor autoinmolación, que se opone por completo a nuestro bien aparente, ello nos tiene que hacer ver nítidamente que nuestro bien verdadero tiene que ser otro y que, por tanto, hemos de actuar en contra de todos los motivos terrenales;... que la voz que escuchamos llega de un luminoso lugar» (HN I, 14). Encontramos aquí todavía una formulación muy vacilante y provisional. No es el seco deber moral lo que le fascina sino esa fuerza de la libertad, invocada por Kant, la cual quiebra las cadenas de la razón cotidiana, de la mera autoafirmación y de la propia conservación. En términos del mito platónico de la caverna, es la vía hacia la libertad, hacia el sol, hacia la participación en el ser.
A este portento que surge de la libertad, Arthur Schopenhauer le dará otro nombre después: negación de la voluntad.

viernes, 28 de enero de 2011

Las 10 principales estrategias de manipulación mediática

Noam Chomsky enlista diez recursos utilizados por los medios para manipular la opinión pública de acuerdo a diversas agendas corporativas o gubernamentales
El reconocido y siempre crítico lingüista del MIT, Noam Chomsky, una de las voces clásicas de la disidencia intelectual durante la última década, ha compilado una lista con las diez estrategias más comunes y efectivas a las que recurren las agendas “ocultas” para establecer una manipulación de la población a través de los medios de comunicación. Históricamente los medios masivos han probado ser altamente eficientes para moldear la opinión pública. Gracias a la parafernalia mediática y a la propaganda, se han creado o destrozado movimientos sociales, justificado guerras, matizadas crisis financieras, incentivado unas corrientes ideológicas sobre otras, e incluso se da el fenómeno de los medios como productores de realidad dentro de la psique colectiva.
¿Pero como detectar las estrategias más comunes para entender estas herramientas psicosociales de las cuales, seguramente, somos partícipes? Chomsky se ha dado a la tarea de sintetizar y poner en evidencia estas prácticas, algunas más obvias y otras más sofisticadas, pero aparentemente todas igual de efectivas y, desde un cierto punto de vista, denigrantes. Incentivar la estupidez, promover el sentimiento de culpa, fomentar la distracción, o construir problemáticas artificiales para luego, mágicamente, resolverlas, son sólo algunas de estas tácticas.

1- La estrategia de la distracción.
El elemento primordial del control social es la estrategia de la distracción que consiste en desviar la atención del público de los problemas importantes y de los cambios decididos por las elites políticas y económicas, mediante la técnica del diluvio o inundación de continuas distracciones y de informaciones insignificantes. La estrategia de la distracción es igualmente indispensable para impedir al público interesarse por los conocimientos esenciales, en el área de la ciencia, la economía, la psicología, la neurobiología y la cibernética. “Mantener la Atención del público distraída, lejos de los verdaderos problemas sociales, cautivada por temas sin importancia real. Mantener al público ocupado, ocupado, ocupado, sin ningún tiempo para pensar; de vuelta a granja como los otros animales (cita del texto Armas silenciosas para guerras tranquilas)”.

2- Crear problemas, después ofrecer soluciones.
Este método también es llamado “problema-reacción-solución”. Se crea un problema, una “situación” prevista para causar cierta reacción en el público, a fin de que éste sea el mandante de las medidas que se desea hacer aceptar. Por ejemplo: dejar que se desenvuelva o se intensifique la violencia urbana, u organizar atentados sangrientos, a fin de que el público sea el demandante de leyes de seguridad y políticas en perjuicio de la libertad. O también: crear una crisis económica para hacer aceptar como un mal necesario el retroceso de los derechos sociales y el desmantelamiento de los servicios públicos.

3- La estrategia de la gradualidad.
Para hacer que se acepte una medida inaceptable, basta aplicarla gradualmente, a cuentagotas, por años consecutivos. Es de esa manera que condiciones socioeconómicas radicalmente nuevas (neoliberalismo) fueron impuestas durante las décadas de 1980 y 1990: Estado mínimo, privatizaciones, precariedad, flexibilidad, desempleo en masa, salarios que ya no aseguran ingresos decentes, tantos cambios que hubieran provocado una revolución si hubiesen sido aplicadas de una sola vez.

4- La estrategia de diferir.
Otra manera de hacer aceptar una decisión impopular es la de presentarla como “dolorosa y necesaria”, obteniendo la aceptación pública, en el momento, para una aplicación futura. Es más fácil aceptar un sacrificio futuro que un sacrificio inmediato. Primero, porque el esfuerzo no es empleado inmediatamente. Luego, porque el público, la masa, tiene siempre la tendencia a esperar ingenuamente que “todo irá mejorar mañana” y que el sacrificio exigido podrá ser evitado. Esto da más tiempo al público para acostumbrarse a la idea del cambio y de aceptarla con resignación cuando llegue el momento.

5- Dirigirse al público como criaturas de poca edad.
La mayoría de la publicidad dirigida al gran público utiliza discurso, argumentos, personajes y entonación particularmente infantiles, muchas veces próximos a la debilidad, como si el espectador fuese una criatura de poca edad o un deficiente mental. Cuanto más se intente buscar engañar al espectador, más se tiende a adoptar un tono infantilizante. ¿Por qué? “Si uno se dirige a una persona como si ella tuviese la edad de 12 años o menos, entonces, en razón de la sugestionabilidad, ella tenderá, con cierta probabilidad, a una respuesta o reacción también desprovista de un sentido crítico como la de una persona de 12 años o menos de edad (ver Armas silenciosas para guerras tranquilas)”.

6- Utilizar el aspecto emocional mucho más que la reflexión.
Hacer uso del aspecto emocional es una técnica clásica para causar un corto circuito en el análisis racional, y finalmente al sentido crítico de los individuos. Por otra parte, la utilización del registro emocional permite abrir la puerta de acceso al inconsciente para implantar o injertar ideas, deseos, miedos y temores, compulsiones, o inducir comportamientos…

7- Mantener al público en la ignorancia y la mediocridad.
Hacer que el público sea incapaz de comprender las tecnologías y los métodos utilizados para su control y su esclavitud. “La calidad de la educación dada a las clases sociales inferiores debe ser la más pobre y mediocre posible, de forma que la distancia de la ignorancia que planea entre las clases inferiores y las clases sociales superiores sea y permanezca imposibles de alcanzar para las clases inferiores (ver ‘Armas silenciosas para guerras tranquilas)”.

8- Estimular al público a ser complaciente con la mediocridad.
Promover al público a creer que es moda el hecho de ser estúpido, vulgar e inculto…

9- Reforzar la autoculpabilidad.
Hacer creer al individuo que es solamente él el culpable por su propia desgracia, por causa de la insuficiencia de su inteligencia, de sus capacidades, o de sus esfuerzos. Así, en lugar de rebelarse contra el sistema económico, el individuo se autodesvalida y se culpa, lo que genera un estado depresivo, uno de cuyos efectos es la inhibición de su acción. ¡Y, sin acción, no hay revolución!

10- Conocer a los individuos mejor de lo que ellos mismos se conocen.
En el transcurso de los últimos 50 años, los avances acelerados de la ciencia han generado una creciente brecha entre los conocimientos del público y aquellos poseídas y utilizados por las elites dominantes. Gracias a la biología, la neurobiología y la psicología aplicada, el “sistema” ha disfrutado de un conocimiento avanzado del ser humano, tanto de forma física como psicológicamente. El sistema ha conseguido conocer mejor al individuo común de lo que él se conoce a sí mismo. Esto significa que, en la mayoría de los casos, el sistema ejerce un control mayor y un gran poder sobre los individuos, mayor que el de los individuos sobre sí mismos.

sábado, 22 de enero de 2011

Hombre sintetizador

(quiero saber, quiero saber)

Llega el portavoz
Canta con rubor
Es un hombre sintetizador

(a veces puedo saber,
Esto es realidad)

El compensador y su perturbación
Es un líder semiconductor
El televisor quiere profesar
El vidente quiere profanar

A veces puedo saber, esto es realidad
A veces puedo creer, esto es libertad

A veces puedo saber, esto es realidad
A veces puedo creer, esto es libertad

Zurdok.

miércoles, 19 de enero de 2011

Capítulo 6.


Gotha: de nuevo en el pupitre. Arthur se hace odioso. Arthur en Weimar: un huésped intruso. El inevitable Goethe. Arthur se enamora. En el baile de disfraces.



Arthur respondió con prontitud a la carta liberadora de la madre y ésta se sintió convencida por la inmediata decisión de su hijo, tan vacilante en otras ocasiones. «El que te hayas decidido con toda rapidez, contra tu costumbre, hubiera sido motivo de preocupación para mí si se tratase de otro, ya que tendría que temer la precipitación; en ti me tranquiliza, pues veo en eso el poder del instinto natural que te impulsa» (14 de mayo de 1807). Pero ahora tendrá que demostrar perseverancia, concentrar sus fuerzas, renunciar a la vida deslumbrante de gran mercader que le aguardaba; si se arrepiente, será ya demasiado tarde. «Sólo puedes ser feliz si no titubeas», escribe Johanna. El tiene ahora un compromiso también con ella, pues no quiere tener que reprocharse más tarde, «el no haberse opuesto a sus deseos». Johanna facilita el camino a su hijo tal como prometió: escribe una carta al patrón de Arthur y otra a su casero, organiza la mudanza y se ocupa del alojamiento en la cercana Gotha.
El «Gymnasium illustre» de Gotha poseía gran renombre y era considerado casi como una universidad. Friedrich Jakobs, por ejemplo, que explicaba allí filología antigua, era conocido en los círculos literarios y científicos. Su fama provenía ante todo de sus traducciones de los Discursos de Demóstenes. Una de ellas, el Discurso contra los opresores extranjeros, circulaba entre los círculos de talante liberal. Jakobs había intentado también una singular interpretación del cristianismo, al que llamaba «religión de la libertad y la igualdad». Se había introducido en los círculos románticos y era amigo de Arnim y Brentano. Mantenía correspondencia con Jean Paul y también Fernow, el contertulio de Johanna, estaba en contacto con él. Fernow era precisamente quien había propuesto el instituto de Gotha.
Johanna alquiló una habitación con pensión completa en casa del profesor de instituto Karl Gotthold Lenz, hermano del director de la escuela de Weimar; consiguió que Arthur fuese admitido en el instituto y buscó profesores que le diesen clase particular. Nadie preguntó a Arthur por sus preferencias en lo concerniente al lugar de residencia, escuela y profesores. La madre dispuso todo en un santiamén y mantuvo la iniciativa durante todo el tiempo. Ni siquiera tomó en consideración que Arthur pudiese recuperar la enseñanza media en Weimar. Este, rebosante de alegría por el cambio de vida, parece haber aprobado sin reticencias las iniciativas de su madre.
La despedida de Hamburgo, a finales de mayo de 1807, no le resultó difícil. No había nadie en la ciudad con quien mantuviese una relación estrecha excepto Anthime Grégoire, quien durante los últimos meses había convivido con él en la pensión Willink. Pero incluso la relación con Anthime vivía más bien del pasado, de los recuerdos de los felices años juveniles en El Havre. Tal tipo de solidaridad puede cultivarse a distancia mejor incluso que estando juntos, pues los sueños y las expectativas que se dirigen al pasado permanecen inalterables, no pueden desvalorizarse ni realizarse y son por tantos hermosos. La convivencia actual, en cambio, había sido a la larga —al menos para Arthur— decepcionante. Anthime tampoco se entregaba con pasión a su carrera de comerciante, pero le resultaban igualmente extraños los intereses artísticos y filosóficos. Al contrario que Arthur, no sentía ninguna necesidad de abandonar la carrera de comerciante a la que sus ancestros le destinaban. Realizaba cortas visitas al mundo del espíritu por mor de la amistad y seguía aplicadamente el programa de lecturas (Goethe, Schiller, Jean-Paul, Tieck) que le dictaba Arthur. Pero Anthime escribiría a su amigo diez años después: «Vivo como un hombre de negocios cabal y, si no hubiese aprendido algo antes, sería el más ignorante de este mundo.»
Anthime sólo se sentía igual, e incluso superior a su amigo, en asuntos de faldas. Y sólo en este punto se sentía Arthur aguijoneado por su amigo. Todavía en los tiempos de Dresde, entre 1814 y 1818, parece haber sentido la necesidad de alardear con Anthime sobre sus aventuras galantes, pues éste responde el 1 de junio de 1817 a una carta de Arthur: «Tengo que confesarte, como viejo experto que soy, que me cuesta mucho convencerme de que la fidelidad de tu querida dure largo tiempo. Pero saca partido de la ilusión.»
Tras la partida de Arthur, la amistad entre ambos se extinguió con celeridad. También Anthime abandonó Hamburgo a finales de 1807 y volvió a Francia. Habían proyectado encontrarse en el camino, en Erfurt, pero, en el último momento, Anthime se volvió atrás: quería reservar su dinero para París. Eso era más importante para él, aunque tampoco Arthur sintió ningún pesar por el malogrado reencuentro. Siguieron intercambiando cartas esporádicamente hasta 1817. Anthime dirigía con éxito su empresa comercial en El Havre, aunque por otra parte «sin mucho gusto, por rutina», según escribe una vez. Goza de «los placeres de la vida... caballos, coches, criados...». Casi veinte años después, el 17 de septiembre de 1836, reaparece de nuevo. Al ver anunciada en un periódico la novela de Johanna Schopenhauer La tía, se acuerda de su antiguo amigo. La carta de Anthime llega hasta Arthur por mediación de su hermana Adele y responde con una detallada descripción del curso de su vida. La reanudada correspondencia se centra pronto, sin embargo, en cuestiones de dinero, asunto que, manifiestamente, es lo único que puede unirlos todavía. Arthur pide consejo sobre si debería invertir dinero en un seguro de vida sito en París. Pero cuando Anthime se ofrece para administrar una parte de la fortuna de Schopenhauer, éste desconfía en seguida. Anota la regla 144 de Gracián en el dorso de la carta de Anthime: «Entrar con la ajena para salir con la suya.»
La relación se interrumpe de nuevo. En 1845, casi cuarenta años después de la despedida de Hamburgo, se produjo un último encuentro. Anthime, que había enviudado dos veces entre tanto, visitó en Frankfurt a Arthur Schopenhauer, un reencuentro que resultó decepcionante para éste. Hablando con una tercera persona dijo de su amigo de juventud que era «un viejo intolerable» y sacó la siguiente conclusión: «A medida que uno envejece se van haciendo mayores las divergencias. Al final, está uno completamente solo» (G, 264).
Arthur Schopenhauer superó su crisis privada en el mismo instante en que daba comienzo para la ciudad de Hamburgo la mayor crisis económica y política conocida hasta la fecha. De modo que tal vez hubiera concluido también con ella, de otro modo, su existencia de comerciante. Pues tras la ocupación francesa de la ciudad, el 19 de noviembre de 1806, y tras el endurecimiento del bloqueo continental contra Inglaterra, el comercio a gran escala de Hamburgo recibió un golpe mortal que lo destruyó casi por comple¬to. En pocas semanas hicieron suspensión de pagos más de 180 firmas comerciales y trescientas naves permanecían desaparejadas en el puerto. Los elevados impuestos, los préstamos forzados y las requisiciones destruyeron también la fortuna de los más acaudalados. Esta dura crisis fue también una de las causas de la prematura vuelta de Anthime a Francia. La bancarrota económica no era más que el comienzo, sin embargo, de los sufrimientos que esperaban a la ciudad. Durante la guerra de liberación de 1813/14, Hamburgo se convirtió en escenario de los últimos combates encarnizados. Las ciudades limítrofes fueron pasto de las llamas y la misma Hamburgo se estremeció bajo la amenaza francesa de reducir la ciudad a cenizas antes que entregarla a las tropas ruso-prusianas. Se propagaron las epidemias y fueron desterrados los que no podían aportar provisiones para el asedio. La muerte y la miseria se adueñaron de la ciudad. Pero Arthur Schopenhauer se libró de todo esto. Al dirigirse a Gotha, a finales de mayo de 1807, estaba abandonando, sin saberlo, un barco que se hundía.
Gotha era, como Weimar, una pequeña ciudad en la que residía la corte. Estaba a los pies del poderoso castillo Friedenstein, una situación que también se cumplía en sentido figurado. La ciudad vieja contaba con mil doscientas noventa y siete casas. La vida de la pequeña ciudad se desarrollaba en un espacio que podía medirse con mil doscientos pasos de diámetro. Todo quedaba apretujado: las iglesias, un cuartel, una prisión, varios clubs en los que se jugaba al billar y se leían periódicos, un orfelinato, un teatro, cervecerías y fondas. El parque circundante de palacio se abría al público en determinados días. Allí imperaban la gracia y la ligereza del rococó. «Vive la joie — ¡Viva la alegría!» ostentaba como inscripción uno de los trianones. La vida de la corte de Gotha era célebre por su estilo desenfadado. En el siglo XVIII, las cabezas rectoras de la fracción hedonista-materialista de la Ilustración, D'Alembert y Helvetius, habían sido miembros de la tertulia de palacio; pocos años después, la duquesa decoró su salón con los bustos de los revolucionarios parisinos y la pequeña orquesta de la corte entonó la marcha de los Sanis culotte.
Abajo, en la ciudad, todas estas cosas eran consideradas como extravagancias. Allí preferían el espíritu estricto del pietismo, y la mejor parte de la burguesía quedaba retenida en las logias masónicas a las que uno se introducía pasando por el sistema de filtro de un ennoblecimiento moral. La ciudad estaba orgullosa de su instituto, cuyos alumnos provenían de lugares distantes. Había buenas librerías en la localidad y existía también una biblioteca de préstamo que las mujeres solteras no podían utilizar. Gotha era famosa por sus salchichas: Arthur tuvo que mandárselas a su madre de vez en cuando. En las tardes de verano, el coro escolar entonaba cánticos en el parque. En los cumpleaños y celebraciones de los notables, se organizaban pequeñas procesiones con atavío académico, abrigos oscuros y tricornios. La masa principal de la población, compuesta de artesanos, pequeños comerciantes, propietarios rústicos y empleados de la corte, vivía su vida pequeñoburguesa como en todas partes y en todos los tiempos: temerosos de los pequeños y los grandes dioses; envidiosos y atentos a las diferencias de rango social, a veces ínfimas, aunque capaces siempre de dispensar cierta seguridad y acomodo; maliciosos contra todo lo que se saliese de lo corriente. Pocas semanas después de su llegada, Arthur traza con rigor el diseño de este pequeño mundo, no sin dejar traslucir un íntimo sentimiento de superioridad, en un poema dedicado a los «filisteos de Gotha»:
«Atisban, fisgonean, atienden
A cualquier cosa que suceda
Lo que uno ejerce, lo que hace
Lo que uno habla alto o bajito
nada se les escapa.
Sus miradas atisban a través de las ventanas
Su oído fisgonea por detrás de las puertas
Nada puede pasar inadvertido,
Ni puede el gato pasear sobre el tejado,
sin que ellos lo tengan que saber.
Espíritu, pensamiento o valores humanos,
Eso no aguza sus oídos;
Lo que uno consume anualmente
O si alguien con derecho pertenece
Al clan de los notables,
O si hay que darle el saludo primero,
Si es 'Señor de' o 'Usía',
Si sólo es consejero o también cancelario,
Cristiano romano o luterano,
Si está soltero o contrajo matrimonio,
Cuan gran su casa es, qué fino su vestido
Todo esto tendrá que sopesar,
Y preguntar: ¿podrá sernos de alguna utilidad?
Eso pesa bien más
que toda otra consideración grande o pequeña
Pregúntase por lo demás
Lo que se piensa o se dice de nosotros
Habría que preguntar a Fulano y Mengano
y pesar sus palabras con plomada y onza,
Mientras se escruta fijamente los rostros.

Arthur, arrastrado por su orgullo de gran burgués e impulsado por la fuerza del nuevo comienzo, no se deja apresar en este pequeño mundo y se sumerge con fervor en sus estudios. El profesor Jakobs alaba sus composiciones de alemán. El director del instituto, Doering, elogia sus avances en lenguas antiguas. En las cartas a su madre y a Anthime, Arthur no parece haber escatimado tampoco los himnos de alabanza hacia sí mismo, pues Anthime responde: «No me asombran tus formidables progresos, pues yo conozco también tu formidable capacidad y te considero capaz de aprender lo que quieras» (4 de septiembre de 1807). La madre es más reservada en sus reacciones: «Que te vaya bien en tus estudios no es sino lo que yo esperaba», escribe el 29 de julio de 1807. Pero le dice que no debería hacerse demasiadas ilusiones por los elogios de Doering, pues, como es bien sabido en Weimar, éste tiene «la debilidad... de hacer sonar las trompetas estrepitosamente cuando se trata de sus alumnos». Tampoco debe dejarse inducir a error por el éxito de sus composiciones de alemán e inclinarse prematuramente hacia las «bellas letras», ya que «la aprobación que se consigue con ello produce una alegría demasiado grande como para que se pueda renunciar a la misma. Pero si uno quiere situarse por encima del diletantismo común que ahora cualquier joven peluquero practica y llegar a producir algo de valor, es preciso haber realizado antes estudios serios y profundos».
Los progresos en el aprendizaje no son la única cosa de la que Arthur se precia ante su amigo y ante su madre. Relata con orgullo sus diversiones, que busca y encuentra en círculos aristocráticos. Consigue impresionar a Anthime. «Te envidio», escribe éste, «especialmente por tu fiesta en el bosque de Turingia, y envidio también lo bien que se lo pasó monsieur al bailar con las princesitas» (4 de septiembre de 1807). La madre, por el contrario, no se siente edificada en modo alguno con las noticias de los éxitos sociales del hijo. «No me gusta nada», escribe, «que no te juntes sino con condesas y barones, como si no hubiese nadie de nuestra clase que pudiera interesarte. Las opiniones y las perspectivas de las personas que no han nacido para ganarse la vida, como tendrás que hacer tú, y se tienen con ello por mejores, son diferentes de las nuestras y su compañía conduce a los mayores derroches y perturba nuestro punto de vista. Tú perteneces en definitiva al mundo burgués; permanece en él y piensa que me aseguraste que, si podías dedicar tu vida a las ciencias, estabas dispuesto a renunciar a los oropeles; piensa también que esto da más honra que la caza de honores y apariencias» (12 de agosto de 1807).
Johanna no arremete contra el entorno nobiliario sólo por orgullo burgués sino que asoma aquí al enojoso tema del 'dinero', un asunto que con posterioridad devastará completamente la relación entre madre e hijo. La madre recomienda ahorrar a Arthur no sin razón, pues éste gasta en efecto considerablemente. En cinco semanas, por ejemplo, ha liquidado más de 160 táleros imperiales —el salario mensual de un alto funcionario. En una excursión a Liebenstein, con sus amigos de la nobleza, gasta en un solo día más de 10 táleros —el salario mensual de un pequeño artesano. La consejera Ludecus, le calcula la madre, había vivido con ese dinero en el mismo lugar casi una semana. Arthur alquila cabalgaduras, le gusta comer bien, quiere mostrarse, según supone la madre, «espléndido como un rico hamburgués». Arthur no es todavía mayor de edad para heredar y la madre administra su parte. El dinero que le envía regularmente es, por tanto, el que le corresponde. ¿Por qué, pues, su apelación al ahorro y a la vigilancia pecuniaria, tan enojosa para Arthur?
Johanna albergaba el temor, no injustificado, de que aunque las ambiciones científicas pudiesen satisfacer a Arthur no podrían alimentarlo y de que por tanto tendría que sustentarse con la parte de su herencia si quería mantener su independencia. Su fortuna tendría que alimentar además a una familia entera, pues, por el momento, no cabía duda de que acabaría fundándola. Confiaba también en que posteriormente Arthur «alegraría» su vejez: «deseo pasar mis últimos días en tu casa, con tus hijos, como corresponde a una vieja abuela». Por último, esperaba poder confiarle tranquilamente a su hija Adele, «si yo muero antes de que ella esté proveída». La fortuna de Arthur sólo alcanzaría para satisfacer todas estas obligaciones burguesas si ahora, durante el tiempo de escuela y de universidad, sin dejar de vivir bien, renunciaba no obstante a la «elegancia» de Hamburgo.
Johanna se sentía tanto más justificada para vigilar a su hijo en cuestiones de dinero cuanto que éste se arrogaba el derecho de criticar su propia economía. Resulta llamativo lo a menudo que habla de sus «módicas» diversiones, viajes, adquisiciones, etc.; cómo subraya lo barato de la vida en Weimar; cómo acentúa la modestia de los medios con los que sostiene su salón: sólo ofrece a sus huéspedes té con panecillos de mantequilla y ellos se dan por satisfechos. «Cuando veas... la vida que llevamos aquí, tomarás esto [el gasto] por tacañería y te avergonzarás», escribe. En tales observaciones hay como una necesidad de excusarse por lo bajo, algo así como si se sintiese obligada a justificar su estilo de vida ante el hijo. «Tengo... siempre muchas visitas, que no me cuestan nada», resalta. O también: «Yo misma rehúyo todo gasto innecesario.»
La desconfianza de Arthur hacia la economía de la madre provenía del temor a que ésta, con un tren de vida dispendioso, dilapidase una parte de la fortuna aun antes del reparto. Tras su decisión de seguir la carrera de las letras, pensaba con temor en la fortuna común porque también él sabía que posiblemente tendría que recurrir a la herencia para vivir. Le resultaba especialmente inquietante la alegría de vivir que demostraba su madre tras la muerte del padre. Temía que pudiera casarse de nuevo. Johanna tiene que tranquilizarlo recordándole que Fernow, el amigo de casa, tiene más de cuarenta años, está enfermo, no es un hombre guapo y además estuvo ya casado. En otra ocasión escribe: «No me faltan pretendientes pero no tienes motivos para estar celoso» (23 de marzo de 1807).
Nada de esto era del agrado de Arthur, al que le hubiera gustado sentirse representante del padre ante su madre y no hubiese tenido nada que objetar si Johanna llevase una vida tranquila, retirada, entregada con devoción al recuerdo del difunto y exclusivamente consagrada, como corresponde, al cuidado de los hijos.
Al principio, la madre se dirige todavía a su hijo con muchas precauciones y éste solicita sus elogios. Pero la desconfianza mutua va en aumento. Primero se manifiesta en cuestiones de dinero. Mientras estaban lejos uno del otro, las cartas de la madre habían sido muy cariñosas y el hijo se sentía alentado a abrirle las penas de su corazón. Con el traslado a Gotha, se habían aproximado espacial-mente pero aumentaron las inquinas mutuas. La hora de la verdad entre ambos llega cuando Arthur tiene que abandonar Gotha después de cinco meses y se dispone a irrumpir en Weimar, la demarcación de su madre.
En el instituto, Arthur se convirtió muy pronto en una «especie de celebridad», según expresión de la madre. Sus progresos en el aprendizaje eran evidentes. Pertenecía al instituto sólo en las disciplinas que se impartían en alemán, en las que brillaba especialmente, pues en este terreno poco tenía que recuperar. Era mayor que sus compañeros, se distinguía por su trato mundano y llevaba un tren de vida que no se compaginaba en modo alguno con su condición escolar. Sus compañeros le admiraban, escuchaban atentamente sus oráculos, dejaban que les invitase, le imitaban y se apiñaban en torno a él. Por ejemplo, Carl John, quien sería después secretario de Goethe y, más tarde, encargado de censura prusiano (Varnhagen lo llamó «carnicero de pensamientos»); o Ernst Arnold Lewald, posteriormente filólogo famoso en Heildelberg.
Un sentimiento de superioridad intelectual y social —incluso con respecto a algunos profesores— alentaba a Arthur a permitirse «bromas peligrosas». En una poesía, leída ante un círculo de amigos, se burlaba de un maestro de Gotha que había atacado públicamente la tiranía que ejercían los alumnos mayores sobre los más jóvenes. Por lo demás, ese tal Christian Ferdinand Schulze era un hombre afable, aunque con esa inevitable vanidad propia de un notable de provincias. La poesía dice así:
«Ornamento de la tribuna, alegría de la cátedra,
Cronista de la ciudad y locutor del palco,
Perfecto cristiano, perfecto judío, pagano,
Por la mañana portador de libros y por la tarde de abanicos
Maestro de todas las siete artes liberales,
El hombre que todo sabe y puede
Flor y corona de los espíritus cultivados
Que tiene amigos mil, a los que nombra
(HN I, 4)
Así fue en efecto: los «amigos» de este «ornamento de la tribuna» fueron la perdición de Arthur. Al claustro de profesores llegaron noticias de la burlona poesía. Allí no entendían de bromas y Doering, el director de la escuela, dejó de dar clase particular a Arthur por solidaridad con el colega. Arthur hubiera podido permanecer en el instituto, tal como relata en el curriculum de su vida, pero su orgullo había sido herido por la medida disciplinaria de Doering. La pérdida de benevolencia por parte de las personas que tenían autoridad fue para él un jarro de agua fría. No estaba preparado para enfrentarse a ello, como haría en el futuro con tanta obstinación. Escribió a su madre que deseaba abandonar Gotha y Johanna se alarmó, pues Arthur había dejado traslucir que le gustaría trasladarse a Weimar.
Tal situación encerraba un desafío para Johanna. Estaba en juego, si Arthur llegaba, el equilibrio de su propia felicidad. Tuvo que plantearse toda una serie de preguntas: ¿Qué sentía por Arthur? ¿Quería tenerlo cerca? ¿Qué deseos albergaba? ¿Qué esperaba de la vida? ¿Qué obligaciones morales tenía, y qué relación tenían esas obligaciones con lo que ella verdaderamente sentía?
Johanna no dio excesiva importancia al asunto en sí, es decir, a las bromas de Arthur contra el profesor. Le reprocha, sin embargo, que le haya faltado dignidad para dejar que los tontos sigan siendo tontos. De modo que se ha convertido en víctima del desaire de la tontería. Quien atrae hacia sí la ira de los tontos es un insensato; él se ha dejado inducir a la insensatez por el hecho de sentirse «tan listo», por su infatuación y por su presunción de superioridad. Johanna, aunque alterada, traza con voluntad de precisión un retrato de su hijo. Es un retrato poco halagador pero cuya nitidez no deja nada que desear. Sin vituperarle, pone empero delante de Arthur, sin sentimentalismos, un espejo despiadado: «Tú no eres un hombre malo, no careces de espíritu y educación, tienes todo lo que podría hacer de ti el decoro de la sociedad humana. Conozco además tus sentimientos y sé que hay pocos mejores que tú; pero, a pesar de eso, eres fastidioso e insufrible y considero penoso en extremo el vivir contigo. Todas las buenas cualidades quedan empañadas y no sirven para nada en el mundo a causa de tu arrogancia; sencillamente, por la razón de que no puedes dominar la manía de querer saberlo todo mejor que nadie, de encontrar faltas en todas partes menos en ti mismo, de querer mejorarlo y controlarlo todo. Con ello exasperas a las personas que te rodean, pues nadie quiere dejarse ilustrar y mejorar de manera tan brutal, y menos aún por un individuo tan insignificante como eres todavía tú; nadie puede soportar el ser censurado por ti que tantas flaquezas tienes, y menos aún de esa manera despectiva que utiliza un tono oracular para definir las cosas, sin plantearse siquiera una sola objeción. Si fueras menos de lo que eres, serías sencillamente irrisorio; pero de este modo, eres irritante en extremo. Los seres humanos, en general, no son malvados cuando no se les acosa. Podrías, como otros tantos miles de personas, haber vivido y estudiado en Gotha y haber disfrutado de toda la libertad personal que las leyes conceden si te hubieras limitado a seguir tranquilamente tu camino y hubieras dejado que los demás siguieran el suyo; pero no te conformas con eso y el resultado ha sido tu expulsión... Una gaceta de literatura ambulante, que es lo que a ti te agradaría ser, es una cosa aburrida y odiosa porque no se la puede leer entre páginas y echarla sin más detrás de la estufa, como pasa con las que están impresas.»
Johanna formula aquí indirectamente sus máximas escépticas sobre la vida: uno vive en sociedad, no se puede escapar de ella, hay que encontrar el sitio propio. Es posible hacerlo cuando se deja que cada uno siga su camino y se procura que nadie dificulte el propio. Por ello, y es algo que asoma ya en estos pasajes, ella está firmemente decidida a seguir su propio camino sin dejar que se lo impida su hijo. El asunto de Gotha la irrita porque en él sale a luz el carácter de Arthur, un carácter del que teme asaltos sobre su propio espacio vital. En sus pocas visitas a Weimar, Arthur había dado ya pruebas de su desabrida pasión por la crítica. Antes de una de esas visitas, la madre le había amonestado por tanto: «trae buen humor y déjate en casa las ganas de discutir, de modo que no tenga que pasarme las tardes andándome a la greña contigo sobre las bellas letras y la barba del emperador.» Pero ahora ya no se trata sólo de una visita sino de una posible mudanza del hijo a Weimar. Al principio, trata de detenerlo: necesita un tiempo de reflexión y cabe temer también que la indignación todavía reciente suscitada por las torpezas de Arthur en Gotha dé lugar a «escenas deplorables». Si por el momento la estancia en Gotha se convierte en un «purgatorio» para su hijo, tampoco eso le hará daño. Al fin y al cabo tiene que pagar las consecuencias de su acción.
Un mes después, a finales de noviembre de 1807, Johanna se ha decidido: recomienda a Arthur el instituto en la vecina Altenburg, pero si es necesario, aceptaría también una mudanza a Weimar. Sólo que en tal caso habría que establecer determinadas reglas para que ninguno invada el terreno ajeno y «no haya perjuicio para la libertad de nadie».
La madre se expresa sobre su relación con el hijo de manera más nítida de como lo había hecho nunca hasta ahora: «Me parece que lo mejor es decirte sin rodeos lo que deseo, con toda franqueza, para que nos entendamos mutuamente. Que te quiero en verdad es algo que tú no dudas: te lo he demostrado y te lo demostraré mientras viva. Saber que eres feliz es algo necesario para mi felicidad; pero no lo es el ser testigo de ello. Siempre te he dicho que resultaría muy difícil vivir contigo..., no voy a ocultártelo, y mientras seas como eres, haría cualquier sacrificio antes de decidirme a eso. No desconozco tu bondad, ni tiene nada que ver con tu... interior lo que me retrae de ti, sino con tu ser exterior, tus puntos de vista, tus juicios, tus costumbres; brevemente, no puedo estar de acuerdo contigo en nada de lo que tiene que ver con el mundo exterior. También tu mal temple me perturba y corroe mi buen humor sin que ello te sirva de ayuda. Mira, querido Arthur, has estado de visita conmigo sólo algunos días, y cada vez hubo escenas violentas, por nada y siempre por nada, y cada vez respiré a mis anchas cuando te fuiste porque me pesaba tu presencia, tus quejas sobre cosas inevitables, tus malas caras, tus extraños juicios, que emites como si fueran oráculos sin que se les pueda objetar nada, y, más todavía, la eterna lucha en mi interior para reprimir violentamente todo lo que me gustaría objetarte, sólo para no dar ocasión a una nueva pelea. Vivo ahora tranquila y, desde hace mucho tiempo, no he tenido ningún momento desagradable que no tuviera que agradecértelo a ti; estoy serena conmigo misma, nadie me contradice, no contradigo a nadie, en mi casa no se oyen gritos, todo lleva su marcha uniforme, voy a lo mío, en nada se nota quien manda y quien obedece, cada uno hace tranquilamente sus cosas y la vida se desliza sin que yo sepa cómo. Esta es mi más auténtica existencia, y así tiene que seguir siéndolo, si es que aprecias la paz y la felicidad de los años que me resten todavía. Cuando te hagas más viejo, querido Arthur, y veas muchas cosas con mayor claridad, también podremos entendernos mejor entre nosotros.»
La madre, animada por el gran ejemplo de Goethe, ha adquirido en Weimar una serenidad («la vida se desliza») que ahora ve amenazada por Arthur y que, menos serenamente, tiene que defender. Dejar que las cosas sigan su curso, dejarse ser uno mismo y que lo sean los demás, abstenerse de hacer juicios, de atacar, de ordenar. Ese es el taoísmo de Weimar con el que Johanna ha encontrado, por el momento, la paz de su alma. Y, de hecho, es eso también a lo que Arthur aspira; pero tal serenidad sólo puede encontrarla, él que sube las montañas con tanto agrado, en lugares sublimes desde los que puede «contemplar tranquilamente, sin participar, aun cuando la parte de nosotros que pertenece al mundo corpóreo quede desgarrada con ello» (HN I, 8). Encuentra esos lugares sublimes en la música, en la literatura, y también en sus primeras incursiones hacia la filosofía. Pero no le resulta posible «tomar parte» en el trasiego cotidiano y conservar al mismo tiempo la serenidad, participar serenamente en la vida por tanto. En uno de los pocos fragmentos de cartas a la madre que se han conservado de esa época, escribe lo siguiente: «Resulta inconcebible pensar cómo, con el destierro del alma eterna hacia los cuerpos, pudo ser despedazada su sublime apatía anterior, rebajada a la pequeñez de lo terrenal y dispersada entre los cuerpos y el mundo corpóreo, de modo que olvidó su estado anterior y tomó parte en un punto de vista terrenal tan infinitamente pequeño, comparado con el anterior, imaginándose así que toda su existencia se limitaba a él y lo llenaba» (B, 2).
Pero también él se deja arrastrar, más de lo que quisiera, por la «pequeñez» de lo «terrenal». La curiosidad, el orgullo, los deseos del joven cuerpo y la avidez de experiencias lo involucran a su pesar. El puede entenderse a sí mismo desde la distancia, pero se trata de una distancia en rebeldía. El joven de diecinueve años no se experimenta a sí mismo en el abandono, sino en la delimitación activa. Tiene que criticar, juzgar, condenar: sólo así puede afirmar su espacio. Es demasiado viejo, y no es bastante viejo al mismo tiempo, para dejarse llevar. Una desconfianza en alerta permanente le mantiene en tensión. No puede sentirse unido a los demás: le falta para ello la sensación originaria de entrega. Le cuesta callar, tiene que responder, no puede dejar que exista sin más lo que le resulta extraño o heterogéneo. Cuando su madre, resumiendo sus ocasionales visitas a Weimar, le llama «gaceta de literatura ambulante» y se queja de su gusto por la disputa literaria, es fácil imaginar el tema sobre el que versaban tales disputas. Arthur, como es sabido, había descubierto el Romanticismo en Hamburgo. Pero Wackenroder, Tieck... y las 'exaltaciones' de todos éstos no eran excesivamente apreciadas en el Weimar de Goethe y por tanto tampoco en el salón de Johanna. Arthur combatió pues probablemente por ellos, por el tierno empirismo de los románticos, contra las ideas estéticas de su madre a las que él, hijo de un padre con ideas convencionales sobre las mujeres, no tomaba intelectualmente en serio y en cuyas opiniones sólo podía escuchar el eco de las apelaciones a la justa medida tan caras a Goethe. Pero la madre no sólo había adoptado nuevas opiniones en Weimar, sino que había encontrado un nuevo ritmo de vida, su más auténtica existencia», según escribe. ¿Entendió esto Arthur? No lo sabemos, como tampoco lo sabía su madre. Pero para proteger su espacio vital no trató de comprender a Arthur, sino que estableció un nuevo ritual de relaciones, definido con mucha precisión, mediante el cual debía quedar garantizada la independencia mutua por lo menos en lo exterior. «Escucha, pues, cómo quiero que sean las cosas contigo. Estarás en tu casa mientras residas en tu alojamiento, pero en la mía eres un huésped, algo así como lo era yo en casa de mis padres después de mi boda, un huésped amado y bienvenido que siempre será recibido con cariño, pero que no se mezcla en los asuntos de la casa; tú no tienes que preocuparte en absoluto de ésta, ni de la educación y salud de Adele, ni de los criados. Hasta ahora me he ocupado de todo esto sin ti y lo seguiré haciendo, y no consiento que me repliques, porque me fastidiaría y no servirá de nada. Puedes venir todos los días a mediodía y quedarte hasta las tres, pero luego ya no te veré en todo el día, excepto en mis veladas, a las que puedes venir cuando desees. También puedes comer conmigo esos dos días por la tarde si decides renunciar a tu enojoso gusto por la disputa que tanto me fastidia, así como a todas las lamentaciones sobre este necio mundo y la miseria humana pues eso siempre me hace pasar mal la noche y tener malos sueños y a mí me gusta dormir bien. En las horas de mediodía, me puedes decir todo lo que necesito saber de ti; el tiempo restante tienes que valerte por ti mismo, no puedo comprar tu bienestar a costa del mío, y, aunque no fuera así, estoy acostumbrada desde hace tiempo a estar sola y no podría desacostumbrarme. Te ruego por tanto que no objetes nada, no me apartaré un ápice de este plan. Tu cena te la enviaré cada tarde con mi cocinera y tendrás que tomar el té en tu casa, te proporcionaré la loza que necesites para ello y, si quieres, también una caja de té... tres veces por semana hay teatro, dos veces velada, puedes por tanto distraerte lo suficiente; también harás pronto algunas amistades jóvenes, ¿cómo sería si yo no estuviese aquí? Pero basta ya: conoces mis deseos, espero que te rijas siguiéndolos estrictamente y que no me afligirás por mi amor y mi cuidado maternales, y por la rápida aprobación de tus deseos, oponiéndote ahora, lo cual, por otra parte, lejos de ayudarte haría las cosas más difíciles.»
El 23 de diciembre de 1807, Arthur llegó a Weimar. Había aceptado las condiciones de la madre y ocupó un pequeño alojamiento en casa de un fabricante de sombreros. Se prepararía para la universidad estudiando por su cuenta y recibiría clase particular del profesor de instituto Franz Ludwig Passow, pocos años mayor que él. Arthur se abismó en el trabajo. Al final de su época de Weimar, en 1809, dominaba perfectamente las lenguas clásicas y le eran familiares las obras importantes de la literatura antigua. Entró en la universidad de Gotinga con una orgullosa consciencia de superioridad: ni sus compañeros ni muchos de sus profesores podían medir con él sus conocimientos. Arthur no fue feliz, sin embargo, durante esos dos años. En Gotha ocupaba el centro de la escena; en Weimar era un intruso. «Schopenhauer me dijo además», relata Julius Frauenstädt en 1863, «que siempre se sintió extraño y solitario frente a su madre y frente al círculo de ésta; y también por eso en Weimar estaban insatisfechos con él» (G, 130).
Al contrario que la madre, quien tenía capacidad y voluntad para disponer las relaciones con su hijo en un sentido inequívoco, Arthur siguió anclado en profundas ambivalencias inconfesas. Manifestaba voluntad de independencia y autonomía frente a su madre, pero esperaba secretamente que ésta le preparase un confortable hogar. Johanna había adivinado estas exigencias y le había escrito con toda claridad antes de su llegada: «De todas las razones que te impulsan a elegir Weimar, la única que yo veo es que quisieras estar aquí confortablemente. Pero por el momento no te vas a sentir en Weimar más en casa que en cualquier otro sitio y veremos si llegarás a estarlo con el tiempo: te dejo, como siempre he hecho, que tú mismo lo compruebes.» Está claro que a Arthur le viene ancha la libertad que su madre le concede. Pero su orgullo le prohíbe confesárselo a sí mismo. Se convertirá en testigo inmediato de los éxitos sociales de la madre sin tener parte alguna en los mismos. La consecuencia es la envidia y, todavía una generación después, resulta perceptible el eco de la misma en las conversaciones de Arthur Schopenhauer. Frauenstädt relata: «Hablaba con poca estima de su madre... de la que me contó que llevaba una vida brillante en Weimar, rodeada de espíritus pretenciosos» (G, 130). ¡Si se hubiese tratado sólo de «espíritus pretenciosos»! Pero también Goethe iba a casa de Johanna y, en dos años, no dirigió la palabra a Arthur ni una sola vez. Hay que comprender la mortificación que esto suponía teniendo en cuenta sobre todo, según los relatos coincidentes de los contemporáneos, que Goethe nunca se mostraba tan relajado, tan complaciente y tan personal como en casa de Johanna. Pero Arthur tendría que haber estado contento de poder vivenciar, al menos como espectador, las apariciones de un prodigio de la naturaleza como Goethe.
Este llegaba la mayoría de las veces hacia las siete de la tarde con una linterna de mano. Para el camino de vuelta, había que proporcionarle a veces una candela de cera fresca. Charlaba complacidamente con Sophie, la criada de Johanna. Iba también a la habitación de Adele, que tenia diez años; ésta le presentaba sus juguetes y él hacía marionetas con sus muñecas. Johanna relata que, cuando penetraba en la estancia, estaba «siempre un poco taciturno y en cierto modo como confuso... hasta que ha mirado a los presentes, para ver quién hay allí; luego se sienta siempre muy cerca de mí, de modo que pueda apoyarse en el brazo de mi sillón; yo inicio una conversación con él, luego se torna vivaz e indescriptiblemente amable; es el ser más perfecto que conozco, también en lo exterior; tiene una figura de gran belleza y va siempre muy erguido, vestido con gran cuidado, siempre de negro o azul oscuro; lleva los cabellos peinados y empolvados con gusto como conviene a su edad; y tiene un rostro espléndido con dos ojos castaños claros, dulces y penetrantes al mismo tiempo, que se embellecen de manera increíble cuando habla».
Según Johanna, Goethe no «intimida» a nadie con su grandeza: por el contrario, su presencia alienta a mostrar la propia naturalidad. Otros, sin embargo, tuvieron una impresión distinta. Stephan Schütze relata lo siguiente: «La situación podía volverse angustiosa cuando aparecía en sociedad taciturno y comenzaba a ir de un lado para otro. Cuando él callaba, nadie sabía quién debía tomar la palabra.» Johanna tenía una mesita con utensilios de pintura para tales ocasiones. Allí se sentaba entonces el Goethe taciturno y solía recobrar su buen humor a base de dibujar y de pintar acuarelas. Luego, los presentes se peleaban por quedarse con los dibujos, si es que Johanna no había conseguido antes ponerlos a salvo. Pero incluso cuando estaba de buen humor, Goethe podía actuar de manera despótica. Una tarde había traído baladas escocesas a casa de Johanna y se ofreció, relata Schütze, «a recitar él mismo una muy larga, pero de manera que las mujeres debían entonar a coro el refrán que se repetía después de cada verso. Empezó el patético recitado; las damas estaban preparadas y entonaron a tiempo la frase, de modo que se pasó felizmente sobre el primer verso. Pero cuando se repitieron las mismas palabras por segunda y tercera vez, a la señora del profesor Reinbeck le sobrevino un ataque involuntario de risa; Goethe se detuvo, dejó caer el libro y atravesó a toda la concurrencia con los ojos encendidos de un Júpiter tonante. '¡Así no leo!', dijo con tono lapidario. Todos estaban aterrorizados; pero Johanna Schopenhauer le imploró, prometió obediencia y dio garantías en nombre de los demás. Entonces siguieron adelante, en el nombre de Dios. Pero ver a todas las damas mover la barbilla rítmicamente a la voz de mando resultaba tan cómico, en efecto, que hacía falta toda la autoridad de un Goethe para mantener a toda aquella asamblea en la actitud seria y solemne que se le había ordenado».
A Goethe, por el contrario, se le escapó la comicidad involuntaria a la que había dado lugar. En sus Diarios y Anales comenta el suceso con las siguientes palabras: «Dimos la bienvenida a 'Hilla, Lilla', una balada escocesa bajo la forma de una letanía; leíamos el texto en voz alta y la comunidad repetía a coro el latiguillo del refrán.»
Cuando Goethe contaba algo o leía en voz alta, se producía todo un artificio de metamorfosis. Se iba convirtiendo poco a poco, con la mímica y el tono de voz, en la persona objeto de la narración; se ponía de pie y gesticulaba y gritaba de tal manera que la consejera Ludecus, que vivía arriba de Johanna, tenía que golpear el suelo para llamar al orden.
Goethe hablaba con agrado sobre las cosas cotidianas y podía lamentarse durante una hora entera de haber devorado él solo a mediodía, en un ataque de hambre, la empanada de hígado de ganso que estaba destinada a los huéspedes. En las conversaciones de sociedad evitaba siempre las controversias ásperas y, como señala a menudo, le resultaba insoportable en extremo el talante crítico de la nueva generación. El que quería oír de su boca juicios y opiniones radicales se convertía a menudo en objeto de su burla y lo que parecía al principio un elogio se convertía al final en todo lo contrario. En el salón de Johanna se le oyó a menudo formular la siguiente sentencia: «Cuando la gente cree que estoy todavía en Weimar ya he llegado a Erfurt.» A Arthur, con sus sentencias críticas y su pasión por los juicios radicales, le hubiera ido mal con Goethe. Pero en su presencia se mantenía todavía reservado —algo que cambiaría durante la próxima estancia de Arthur en Weimar.
Cuando Goethe estaba de buen humor todo le parecía bien, incluso las superficiales novelas de Lafontaine y las piezas lacrimosas de Kotzebue (al que hizo representar a menudo en el teatro de Weimar). Recalcaba a las damas del salón de Johanna que lo único importante era aprender el arte de gozar y, a menudo, no le faltaba mordacidad. Goethe era del agrado de todos, incluso de Arthur, que no faltaba ni una tarde a casa de su madre cuando aquél se había hecho anunciar.
Arthur Schopenhauer estuvo pues a menudo presente en las veladas mientras Johanna se sentaba detrás de la tetera y vigilaba atentamente para que no decayese la conversación. Muchos de los ilustres visitantes a los que la presencia de Goethe atraía a la casa hicieron mención, en sus memorias o en sus cartas, de las tardes pasadas en casa de la consejera áulica Schopenhauer. Nadie empero menciona a Arthur. Y esto puede decirse tanto de Bettina y Clemens Brentano como de Achín von Arnim y de los Humboldt. Todos ellos visitaron a Johanna en esos años. Sólo Zacharias Werner, que brillaba en ese momento como un cometa en el cielo del arte dramático, parece haber mantenido cierto trato con él du-rante su estancia en Weimar. En los diarios de Werner se encuentran pequeñas observaciones al respecto y Arthur Schopenhauer se preciaba todavía muchos años después de su trato con este hombre sorprendente.
Zacharias Werner estaba en el cénit de su fama cuando, en las Navidades de 1808, Goethe lo trajo a Weimar desde Jena. En 1806, el drama sobre Lutero La consagración de la fuerza había sido un gran éxito escénico en Berlín. Arthur lo había leído y había quedado arrebatado por el talante fantástico de la acción y el carácter patético del lenguaje.
Zacharias Werner procedía de Könisgberg, donde había crecido en la misma casa que E. T. A. Hoffmann, ocho años más joven que él. La histérica madre vio en el muchacho a Cristo reencarnado. A Zacarías le gustó eso, pero luego cambió de profesión y se convirtió en dios de los poetas. Cuando Schiller murió, acogió la noticia con regocijo: « ¡Qué puesto queda vacante!» También otros, Iffland y Madame de Staël entre ellos, creían que Werner iba a ser el sucesor de Schiller. Goethe se había burlado al principio de La consagración de la fuerza; «fuerte olor a incienso», había exclamado. Pero cuando Zacarías compuso bellos sonetos para su corazoncito de Jena, también Goethe quedó embelesado y llevó a Weimar al cantante del amor. Por lo demás, su relación con él siguió siendo irónica en grado extremo. Después de la representación en Weimar del drama de Werner Wandra, coronó al poeta en el banquete con una guirnalda de laurel que había adornado antes a un cerdo. En Weimar, Werner se convirtió pronto en una figura envuelta por un halo de escándalo. Una vez que se había retrasado para asistir a una velada, le enviaron a una mensajera que volvió aterrorizada gritano: Werner había tratado de violarla. En años posteriores, se volvió piadoso de nuevo; fue ordenado sacerdote católico en 1814 y se estableció en Viena como predicador penitencial, algo así como una especie de flagelante para las clases bien.
Arthur había conocido ya a Werner en Gotha y se había sentido halagado de entablar una relación con el ilustre hombre. En Weimar, Werner le indujo a entusiasmarse por el teatro.
La gente frecuentaba el teatro en Weimar, ciudad que ofrecía, por lo demás, pocas diversiones. Arthur no constituía una excepción, pero para él el teatro significaba algo más que mero pasatiempo vespertino. Llama la atención que sus primeras reflexiones filosóficas se alumbren precisamente en el teatro y, en particular, con la tragedia. Una obra de Sófocles, por ejemplo, le sugiere una especie de platonismo de la miseria: ¿qué pasaría, se pregunta, si la miseria real no fuese en absoluto real, sino sólo una «copia» del «verdadero mal existente desde toda la eternidad?» (HN I, 9). No somos nosotros los que proyectamos en el cielo la verdadera penuria, sino que por el contrario es el mal del cielo lo que se proyecta en nuestra realidad haciéndola de este modo mucho peor. ¿Es una ilusión el mal inmediato y efectivo? ¿Puede ser un alivio para el mal presente el atreverse a contemplar valerosamente el mal metafísico? Arthur, realquilado en casa de un fabricante de sombreros y espectador en el salón de la consejera Schopenhauer, prueba la estrategia de despotenciar el mal real mediante la exageración metafísica. Y aunque dará vueltas y más vueltas a esta estrategia, es evidente que no se trata de un objeto apropiado de conversación para las veladas de Johanna.
Los éxitos sociales de ésta suscitan la aparición de los envidiosos. Que Arthur se mueva entre ellos parece ser más bien producto de la casualidad que del propósito. Es el caso de Passow, por ejemplo, al que la madre había contratado como profesor particular. Este ambicioso joven filólogo, traído por Goethe al instituto de Weimar desde Halle, trató de superar con aplicación las «diatribas» de Goethe contra la literatura moderna criticando también a Schiller. Goethe, por fidelidad a su amigo muerto, dio a entender que no deseaba la presencia de Passow en los círculos que él visitaba. Johanna tuvo que ejecutar la penosa tarea de disuadir al maestro de su hijo de que siguiera visitándola. Passow, como es natural, se sintió profundamente agraviado. Pero como no podía desahogarse con Goethe, descargó su rabia contra Johanna. Escribe lo siguiente a un conocido: «Usted sabe bien que la voluble y parlanchína madame Schopenhauer organiza todos los inviernos veladas fijas de té, destinadas a la galería, que son muy aburridas... pero hacia las que acuden presurosamente todos los instruidos, y los que afectan tener instrucción, porque Goethe a menudo se deja ver por allí.»
Puede uno imaginarse qué cosas llegó a oír Arthur sobre su madre de labios de Passow, al que apreciaba profesionalmente y con el que llegó a convivir durante cierto tiempo. Passow era un ser resentido, que se atrincheraba en los autores antiguos y lanzaba desde allí todas sus invectivas contra los así llamados 'espíritus pretenciosos'. En las reuniones de sociedad, solía permanecer taciturno, pero su silencio era interpretado como arrogancia y, en efecto, parecía haber en él algo acechante. Incluso a Goethe le sacaba esto de quicio, de modo que, como relata Riemer, «lo que en otras circunstancias hubiera dicho con gracia y humor, se expresaba entonces con sequedad y laconismo».
Passow solía denominar a las gentes que frecuentaban a Johanna con la expresión: «vulgares bípedos». Arthur heredó de su desabrido maestro esta expresión junto con sus conocimientos filológicos. Por lo demás, Schopenhauer dilataría enormemente su ámbito de aplicación.
Otra celebridad de Weimar con quien Arthur solía tener trato, y que mantenía igualmente una relación difícil con Johanna Schopenhauer, era Johannes Daniel Falk. Falk era un escritor que, después de 1806, llegó a ser consejero de Legación (¡antes había sido un enemigo declarado de Napoleón!). Organizó un orfelinato en Weimar y, en cuanto pionero de la Misión Interior, actuó allí de forma totalmente benéfica. Su pasión, y al mismo tiempo su debilidad, era la excesiva ambición mundana. Los juicios de los contemporáneos sobre este hombre son poco lisonjeros. Riemer dice de él que era un «charlatán insoportable» cuya locuacidad sólo cesaba al aparecer en lontananza alguien de rango superior al que inmediatamente adulaba. Pero, por regla general, podía afirmarse que «no era posible introducir ni un alfiler en el torrente de sus palabras» (Riemer). Incluso Johanna se burlaba de las pretensiones de este hombre que había sido el primero con el que entabló relación en Weimar, puesto que también él procedía de Danzig. En una carta a Arthur, escribe lo siguiente sobre él: «Todos sus aires de grandeza constituyen algo tan insoportable como estúpido, pues se convierte en una carga para todo el mundo y al final se le cerrarán todas las puertas de la burguesía sin que desde luego pueda hallar repuesto en las de la corte.» Falk, por su parte, tampoco hablaba bien de Johanna, puesto que la consejera áulica de Danzig no prestaba atención a los rangos sociales de Weimar. En su libro Descripción de Goethe a partir del trato personal elude con premeditación, al reproducir numerosas conversaciones que había tenido con Goethe en casa de Johanna, mencionar siquiera el lugar del encuentro.
Así pues, Arthur tuvo con Falk un trato cercano e incluso viajaron juntos a Erfurt, en septiembre de 1808, al congreso de los príncipes. Goethe había sido convocado, ya que Napoleón quería verlo y hablar con él. Falk, Arthur y algunos otros constituían la cola del cometa. Las viejas y las nuevas dinastías, convocadas por su protector, se daban allí una ostentosa cita. Arthur, sin embargo, se mostró poco impresionado. Se sintió «escandalizado», delante de Falk, «de las damas de la corte..., quienes antes de la comedia consideraban un monstruo al opresor de pueblos y, después de la misma, lo tienen por el más gentil caballero del mundo» (G, 21).
La estancia de Arthur en Weimar se aproxima a su fin. Passow certifica sus grandes progresos: podrá entrar en la universidad en el otoño de 1809. El 22 de febrero de ese año festeja su veintiún cumpleaños; es ahora mayor de edad y la madre le entrega su parte de la herencia, unos 20.000 táleros imperiales los cuales producen un interés anual de casi 1.000 táleros. Con eso se puede vivir bien. Pero el regalo de cumpleaños más agradable que recibe es la posibilidad de participar en la gran fiesta de carnaval de ese año. Lo que hace tan atractivo para Arthur ese baile de disfraces, organizado por Goethe y Falk en el Ayuntamiento, es que también participa en él Karoline Jagemann, estrella de la escena y de la ópera de Weimar, querida del duque y adversaria de Goethe. Arthur está inflamado por esa mujer de cuya belleza habla toda Alemania. En el baile de disfraces osará aproximarse: ella está disfrazada de Tecla y él de pescador. Pero Tecla no se entera de la existencia del pescador. La Jagemann se ha puesto todas las joyas que le regaló el duque y su atención se dirige exclusivamente hacia la duquesa: ¿cómo reaccionará ésta? La duquesa hace caso omiso de las joyas de la Jagemann y la Jagemann hace caso omiso de Schopenhauer. Este transfiere a los versos su fracaso. Por primera y última vez pone a prueba su talento como trovador del amor. Escribe los siguientes versos: «Mi mal se tornaría alegría, / si te asomases a la ventana», y: «La persiana esconde tu ventana: / Tú sueñas en un sillón de seda» y: «La persiana oculta el sol / sombrío está mi destino» (HN I, 6). Esta situación se prolonga todavía un tiempo, pues el poder de seducción de tal lírica amorosa es limitado. «Me llevaría a casa a esa mujer aunque la hubiese encontrado picando piedra en la carretera» (G, 17), confiesa a la madre. El camino de Karoline no lleva empero hacia las canteras, desgraciadamente para él, pues el duque la ennoblece haciéndola marquesa de Heygendorff. Las posibilidades de Arthur se reducen a cero.
En el verano de 1809, Arthur y su madre viajan juntos una vez más a Jena y visitan a Goethe. Este relata la visita de Johanna en el diario, pero sin mencionar a Arthur. Johanna le pide una carta de recomendación para Arthur, quien se ha decidido por la universidad de Gotinga. No sabemos si Goethe la olvidó o se negó a hacerla, pero el caso es que Arthur partirá hacia Gotinga, el 7 de octubre de 1809, sin recomendación.