miércoles, 19 de enero de 2011

Capítulo 6.


Gotha: de nuevo en el pupitre. Arthur se hace odioso. Arthur en Weimar: un huésped intruso. El inevitable Goethe. Arthur se enamora. En el baile de disfraces.



Arthur respondió con prontitud a la carta liberadora de la madre y ésta se sintió convencida por la inmediata decisión de su hijo, tan vacilante en otras ocasiones. «El que te hayas decidido con toda rapidez, contra tu costumbre, hubiera sido motivo de preocupación para mí si se tratase de otro, ya que tendría que temer la precipitación; en ti me tranquiliza, pues veo en eso el poder del instinto natural que te impulsa» (14 de mayo de 1807). Pero ahora tendrá que demostrar perseverancia, concentrar sus fuerzas, renunciar a la vida deslumbrante de gran mercader que le aguardaba; si se arrepiente, será ya demasiado tarde. «Sólo puedes ser feliz si no titubeas», escribe Johanna. El tiene ahora un compromiso también con ella, pues no quiere tener que reprocharse más tarde, «el no haberse opuesto a sus deseos». Johanna facilita el camino a su hijo tal como prometió: escribe una carta al patrón de Arthur y otra a su casero, organiza la mudanza y se ocupa del alojamiento en la cercana Gotha.
El «Gymnasium illustre» de Gotha poseía gran renombre y era considerado casi como una universidad. Friedrich Jakobs, por ejemplo, que explicaba allí filología antigua, era conocido en los círculos literarios y científicos. Su fama provenía ante todo de sus traducciones de los Discursos de Demóstenes. Una de ellas, el Discurso contra los opresores extranjeros, circulaba entre los círculos de talante liberal. Jakobs había intentado también una singular interpretación del cristianismo, al que llamaba «religión de la libertad y la igualdad». Se había introducido en los círculos románticos y era amigo de Arnim y Brentano. Mantenía correspondencia con Jean Paul y también Fernow, el contertulio de Johanna, estaba en contacto con él. Fernow era precisamente quien había propuesto el instituto de Gotha.
Johanna alquiló una habitación con pensión completa en casa del profesor de instituto Karl Gotthold Lenz, hermano del director de la escuela de Weimar; consiguió que Arthur fuese admitido en el instituto y buscó profesores que le diesen clase particular. Nadie preguntó a Arthur por sus preferencias en lo concerniente al lugar de residencia, escuela y profesores. La madre dispuso todo en un santiamén y mantuvo la iniciativa durante todo el tiempo. Ni siquiera tomó en consideración que Arthur pudiese recuperar la enseñanza media en Weimar. Este, rebosante de alegría por el cambio de vida, parece haber aprobado sin reticencias las iniciativas de su madre.
La despedida de Hamburgo, a finales de mayo de 1807, no le resultó difícil. No había nadie en la ciudad con quien mantuviese una relación estrecha excepto Anthime Grégoire, quien durante los últimos meses había convivido con él en la pensión Willink. Pero incluso la relación con Anthime vivía más bien del pasado, de los recuerdos de los felices años juveniles en El Havre. Tal tipo de solidaridad puede cultivarse a distancia mejor incluso que estando juntos, pues los sueños y las expectativas que se dirigen al pasado permanecen inalterables, no pueden desvalorizarse ni realizarse y son por tantos hermosos. La convivencia actual, en cambio, había sido a la larga —al menos para Arthur— decepcionante. Anthime tampoco se entregaba con pasión a su carrera de comerciante, pero le resultaban igualmente extraños los intereses artísticos y filosóficos. Al contrario que Arthur, no sentía ninguna necesidad de abandonar la carrera de comerciante a la que sus ancestros le destinaban. Realizaba cortas visitas al mundo del espíritu por mor de la amistad y seguía aplicadamente el programa de lecturas (Goethe, Schiller, Jean-Paul, Tieck) que le dictaba Arthur. Pero Anthime escribiría a su amigo diez años después: «Vivo como un hombre de negocios cabal y, si no hubiese aprendido algo antes, sería el más ignorante de este mundo.»
Anthime sólo se sentía igual, e incluso superior a su amigo, en asuntos de faldas. Y sólo en este punto se sentía Arthur aguijoneado por su amigo. Todavía en los tiempos de Dresde, entre 1814 y 1818, parece haber sentido la necesidad de alardear con Anthime sobre sus aventuras galantes, pues éste responde el 1 de junio de 1817 a una carta de Arthur: «Tengo que confesarte, como viejo experto que soy, que me cuesta mucho convencerme de que la fidelidad de tu querida dure largo tiempo. Pero saca partido de la ilusión.»
Tras la partida de Arthur, la amistad entre ambos se extinguió con celeridad. También Anthime abandonó Hamburgo a finales de 1807 y volvió a Francia. Habían proyectado encontrarse en el camino, en Erfurt, pero, en el último momento, Anthime se volvió atrás: quería reservar su dinero para París. Eso era más importante para él, aunque tampoco Arthur sintió ningún pesar por el malogrado reencuentro. Siguieron intercambiando cartas esporádicamente hasta 1817. Anthime dirigía con éxito su empresa comercial en El Havre, aunque por otra parte «sin mucho gusto, por rutina», según escribe una vez. Goza de «los placeres de la vida... caballos, coches, criados...». Casi veinte años después, el 17 de septiembre de 1836, reaparece de nuevo. Al ver anunciada en un periódico la novela de Johanna Schopenhauer La tía, se acuerda de su antiguo amigo. La carta de Anthime llega hasta Arthur por mediación de su hermana Adele y responde con una detallada descripción del curso de su vida. La reanudada correspondencia se centra pronto, sin embargo, en cuestiones de dinero, asunto que, manifiestamente, es lo único que puede unirlos todavía. Arthur pide consejo sobre si debería invertir dinero en un seguro de vida sito en París. Pero cuando Anthime se ofrece para administrar una parte de la fortuna de Schopenhauer, éste desconfía en seguida. Anota la regla 144 de Gracián en el dorso de la carta de Anthime: «Entrar con la ajena para salir con la suya.»
La relación se interrumpe de nuevo. En 1845, casi cuarenta años después de la despedida de Hamburgo, se produjo un último encuentro. Anthime, que había enviudado dos veces entre tanto, visitó en Frankfurt a Arthur Schopenhauer, un reencuentro que resultó decepcionante para éste. Hablando con una tercera persona dijo de su amigo de juventud que era «un viejo intolerable» y sacó la siguiente conclusión: «A medida que uno envejece se van haciendo mayores las divergencias. Al final, está uno completamente solo» (G, 264).
Arthur Schopenhauer superó su crisis privada en el mismo instante en que daba comienzo para la ciudad de Hamburgo la mayor crisis económica y política conocida hasta la fecha. De modo que tal vez hubiera concluido también con ella, de otro modo, su existencia de comerciante. Pues tras la ocupación francesa de la ciudad, el 19 de noviembre de 1806, y tras el endurecimiento del bloqueo continental contra Inglaterra, el comercio a gran escala de Hamburgo recibió un golpe mortal que lo destruyó casi por comple¬to. En pocas semanas hicieron suspensión de pagos más de 180 firmas comerciales y trescientas naves permanecían desaparejadas en el puerto. Los elevados impuestos, los préstamos forzados y las requisiciones destruyeron también la fortuna de los más acaudalados. Esta dura crisis fue también una de las causas de la prematura vuelta de Anthime a Francia. La bancarrota económica no era más que el comienzo, sin embargo, de los sufrimientos que esperaban a la ciudad. Durante la guerra de liberación de 1813/14, Hamburgo se convirtió en escenario de los últimos combates encarnizados. Las ciudades limítrofes fueron pasto de las llamas y la misma Hamburgo se estremeció bajo la amenaza francesa de reducir la ciudad a cenizas antes que entregarla a las tropas ruso-prusianas. Se propagaron las epidemias y fueron desterrados los que no podían aportar provisiones para el asedio. La muerte y la miseria se adueñaron de la ciudad. Pero Arthur Schopenhauer se libró de todo esto. Al dirigirse a Gotha, a finales de mayo de 1807, estaba abandonando, sin saberlo, un barco que se hundía.
Gotha era, como Weimar, una pequeña ciudad en la que residía la corte. Estaba a los pies del poderoso castillo Friedenstein, una situación que también se cumplía en sentido figurado. La ciudad vieja contaba con mil doscientas noventa y siete casas. La vida de la pequeña ciudad se desarrollaba en un espacio que podía medirse con mil doscientos pasos de diámetro. Todo quedaba apretujado: las iglesias, un cuartel, una prisión, varios clubs en los que se jugaba al billar y se leían periódicos, un orfelinato, un teatro, cervecerías y fondas. El parque circundante de palacio se abría al público en determinados días. Allí imperaban la gracia y la ligereza del rococó. «Vive la joie — ¡Viva la alegría!» ostentaba como inscripción uno de los trianones. La vida de la corte de Gotha era célebre por su estilo desenfadado. En el siglo XVIII, las cabezas rectoras de la fracción hedonista-materialista de la Ilustración, D'Alembert y Helvetius, habían sido miembros de la tertulia de palacio; pocos años después, la duquesa decoró su salón con los bustos de los revolucionarios parisinos y la pequeña orquesta de la corte entonó la marcha de los Sanis culotte.
Abajo, en la ciudad, todas estas cosas eran consideradas como extravagancias. Allí preferían el espíritu estricto del pietismo, y la mejor parte de la burguesía quedaba retenida en las logias masónicas a las que uno se introducía pasando por el sistema de filtro de un ennoblecimiento moral. La ciudad estaba orgullosa de su instituto, cuyos alumnos provenían de lugares distantes. Había buenas librerías en la localidad y existía también una biblioteca de préstamo que las mujeres solteras no podían utilizar. Gotha era famosa por sus salchichas: Arthur tuvo que mandárselas a su madre de vez en cuando. En las tardes de verano, el coro escolar entonaba cánticos en el parque. En los cumpleaños y celebraciones de los notables, se organizaban pequeñas procesiones con atavío académico, abrigos oscuros y tricornios. La masa principal de la población, compuesta de artesanos, pequeños comerciantes, propietarios rústicos y empleados de la corte, vivía su vida pequeñoburguesa como en todas partes y en todos los tiempos: temerosos de los pequeños y los grandes dioses; envidiosos y atentos a las diferencias de rango social, a veces ínfimas, aunque capaces siempre de dispensar cierta seguridad y acomodo; maliciosos contra todo lo que se saliese de lo corriente. Pocas semanas después de su llegada, Arthur traza con rigor el diseño de este pequeño mundo, no sin dejar traslucir un íntimo sentimiento de superioridad, en un poema dedicado a los «filisteos de Gotha»:
«Atisban, fisgonean, atienden
A cualquier cosa que suceda
Lo que uno ejerce, lo que hace
Lo que uno habla alto o bajito
nada se les escapa.
Sus miradas atisban a través de las ventanas
Su oído fisgonea por detrás de las puertas
Nada puede pasar inadvertido,
Ni puede el gato pasear sobre el tejado,
sin que ellos lo tengan que saber.
Espíritu, pensamiento o valores humanos,
Eso no aguza sus oídos;
Lo que uno consume anualmente
O si alguien con derecho pertenece
Al clan de los notables,
O si hay que darle el saludo primero,
Si es 'Señor de' o 'Usía',
Si sólo es consejero o también cancelario,
Cristiano romano o luterano,
Si está soltero o contrajo matrimonio,
Cuan gran su casa es, qué fino su vestido
Todo esto tendrá que sopesar,
Y preguntar: ¿podrá sernos de alguna utilidad?
Eso pesa bien más
que toda otra consideración grande o pequeña
Pregúntase por lo demás
Lo que se piensa o se dice de nosotros
Habría que preguntar a Fulano y Mengano
y pesar sus palabras con plomada y onza,
Mientras se escruta fijamente los rostros.

Arthur, arrastrado por su orgullo de gran burgués e impulsado por la fuerza del nuevo comienzo, no se deja apresar en este pequeño mundo y se sumerge con fervor en sus estudios. El profesor Jakobs alaba sus composiciones de alemán. El director del instituto, Doering, elogia sus avances en lenguas antiguas. En las cartas a su madre y a Anthime, Arthur no parece haber escatimado tampoco los himnos de alabanza hacia sí mismo, pues Anthime responde: «No me asombran tus formidables progresos, pues yo conozco también tu formidable capacidad y te considero capaz de aprender lo que quieras» (4 de septiembre de 1807). La madre es más reservada en sus reacciones: «Que te vaya bien en tus estudios no es sino lo que yo esperaba», escribe el 29 de julio de 1807. Pero le dice que no debería hacerse demasiadas ilusiones por los elogios de Doering, pues, como es bien sabido en Weimar, éste tiene «la debilidad... de hacer sonar las trompetas estrepitosamente cuando se trata de sus alumnos». Tampoco debe dejarse inducir a error por el éxito de sus composiciones de alemán e inclinarse prematuramente hacia las «bellas letras», ya que «la aprobación que se consigue con ello produce una alegría demasiado grande como para que se pueda renunciar a la misma. Pero si uno quiere situarse por encima del diletantismo común que ahora cualquier joven peluquero practica y llegar a producir algo de valor, es preciso haber realizado antes estudios serios y profundos».
Los progresos en el aprendizaje no son la única cosa de la que Arthur se precia ante su amigo y ante su madre. Relata con orgullo sus diversiones, que busca y encuentra en círculos aristocráticos. Consigue impresionar a Anthime. «Te envidio», escribe éste, «especialmente por tu fiesta en el bosque de Turingia, y envidio también lo bien que se lo pasó monsieur al bailar con las princesitas» (4 de septiembre de 1807). La madre, por el contrario, no se siente edificada en modo alguno con las noticias de los éxitos sociales del hijo. «No me gusta nada», escribe, «que no te juntes sino con condesas y barones, como si no hubiese nadie de nuestra clase que pudiera interesarte. Las opiniones y las perspectivas de las personas que no han nacido para ganarse la vida, como tendrás que hacer tú, y se tienen con ello por mejores, son diferentes de las nuestras y su compañía conduce a los mayores derroches y perturba nuestro punto de vista. Tú perteneces en definitiva al mundo burgués; permanece en él y piensa que me aseguraste que, si podías dedicar tu vida a las ciencias, estabas dispuesto a renunciar a los oropeles; piensa también que esto da más honra que la caza de honores y apariencias» (12 de agosto de 1807).
Johanna no arremete contra el entorno nobiliario sólo por orgullo burgués sino que asoma aquí al enojoso tema del 'dinero', un asunto que con posterioridad devastará completamente la relación entre madre e hijo. La madre recomienda ahorrar a Arthur no sin razón, pues éste gasta en efecto considerablemente. En cinco semanas, por ejemplo, ha liquidado más de 160 táleros imperiales —el salario mensual de un alto funcionario. En una excursión a Liebenstein, con sus amigos de la nobleza, gasta en un solo día más de 10 táleros —el salario mensual de un pequeño artesano. La consejera Ludecus, le calcula la madre, había vivido con ese dinero en el mismo lugar casi una semana. Arthur alquila cabalgaduras, le gusta comer bien, quiere mostrarse, según supone la madre, «espléndido como un rico hamburgués». Arthur no es todavía mayor de edad para heredar y la madre administra su parte. El dinero que le envía regularmente es, por tanto, el que le corresponde. ¿Por qué, pues, su apelación al ahorro y a la vigilancia pecuniaria, tan enojosa para Arthur?
Johanna albergaba el temor, no injustificado, de que aunque las ambiciones científicas pudiesen satisfacer a Arthur no podrían alimentarlo y de que por tanto tendría que sustentarse con la parte de su herencia si quería mantener su independencia. Su fortuna tendría que alimentar además a una familia entera, pues, por el momento, no cabía duda de que acabaría fundándola. Confiaba también en que posteriormente Arthur «alegraría» su vejez: «deseo pasar mis últimos días en tu casa, con tus hijos, como corresponde a una vieja abuela». Por último, esperaba poder confiarle tranquilamente a su hija Adele, «si yo muero antes de que ella esté proveída». La fortuna de Arthur sólo alcanzaría para satisfacer todas estas obligaciones burguesas si ahora, durante el tiempo de escuela y de universidad, sin dejar de vivir bien, renunciaba no obstante a la «elegancia» de Hamburgo.
Johanna se sentía tanto más justificada para vigilar a su hijo en cuestiones de dinero cuanto que éste se arrogaba el derecho de criticar su propia economía. Resulta llamativo lo a menudo que habla de sus «módicas» diversiones, viajes, adquisiciones, etc.; cómo subraya lo barato de la vida en Weimar; cómo acentúa la modestia de los medios con los que sostiene su salón: sólo ofrece a sus huéspedes té con panecillos de mantequilla y ellos se dan por satisfechos. «Cuando veas... la vida que llevamos aquí, tomarás esto [el gasto] por tacañería y te avergonzarás», escribe. En tales observaciones hay como una necesidad de excusarse por lo bajo, algo así como si se sintiese obligada a justificar su estilo de vida ante el hijo. «Tengo... siempre muchas visitas, que no me cuestan nada», resalta. O también: «Yo misma rehúyo todo gasto innecesario.»
La desconfianza de Arthur hacia la economía de la madre provenía del temor a que ésta, con un tren de vida dispendioso, dilapidase una parte de la fortuna aun antes del reparto. Tras su decisión de seguir la carrera de las letras, pensaba con temor en la fortuna común porque también él sabía que posiblemente tendría que recurrir a la herencia para vivir. Le resultaba especialmente inquietante la alegría de vivir que demostraba su madre tras la muerte del padre. Temía que pudiera casarse de nuevo. Johanna tiene que tranquilizarlo recordándole que Fernow, el amigo de casa, tiene más de cuarenta años, está enfermo, no es un hombre guapo y además estuvo ya casado. En otra ocasión escribe: «No me faltan pretendientes pero no tienes motivos para estar celoso» (23 de marzo de 1807).
Nada de esto era del agrado de Arthur, al que le hubiera gustado sentirse representante del padre ante su madre y no hubiese tenido nada que objetar si Johanna llevase una vida tranquila, retirada, entregada con devoción al recuerdo del difunto y exclusivamente consagrada, como corresponde, al cuidado de los hijos.
Al principio, la madre se dirige todavía a su hijo con muchas precauciones y éste solicita sus elogios. Pero la desconfianza mutua va en aumento. Primero se manifiesta en cuestiones de dinero. Mientras estaban lejos uno del otro, las cartas de la madre habían sido muy cariñosas y el hijo se sentía alentado a abrirle las penas de su corazón. Con el traslado a Gotha, se habían aproximado espacial-mente pero aumentaron las inquinas mutuas. La hora de la verdad entre ambos llega cuando Arthur tiene que abandonar Gotha después de cinco meses y se dispone a irrumpir en Weimar, la demarcación de su madre.
En el instituto, Arthur se convirtió muy pronto en una «especie de celebridad», según expresión de la madre. Sus progresos en el aprendizaje eran evidentes. Pertenecía al instituto sólo en las disciplinas que se impartían en alemán, en las que brillaba especialmente, pues en este terreno poco tenía que recuperar. Era mayor que sus compañeros, se distinguía por su trato mundano y llevaba un tren de vida que no se compaginaba en modo alguno con su condición escolar. Sus compañeros le admiraban, escuchaban atentamente sus oráculos, dejaban que les invitase, le imitaban y se apiñaban en torno a él. Por ejemplo, Carl John, quien sería después secretario de Goethe y, más tarde, encargado de censura prusiano (Varnhagen lo llamó «carnicero de pensamientos»); o Ernst Arnold Lewald, posteriormente filólogo famoso en Heildelberg.
Un sentimiento de superioridad intelectual y social —incluso con respecto a algunos profesores— alentaba a Arthur a permitirse «bromas peligrosas». En una poesía, leída ante un círculo de amigos, se burlaba de un maestro de Gotha que había atacado públicamente la tiranía que ejercían los alumnos mayores sobre los más jóvenes. Por lo demás, ese tal Christian Ferdinand Schulze era un hombre afable, aunque con esa inevitable vanidad propia de un notable de provincias. La poesía dice así:
«Ornamento de la tribuna, alegría de la cátedra,
Cronista de la ciudad y locutor del palco,
Perfecto cristiano, perfecto judío, pagano,
Por la mañana portador de libros y por la tarde de abanicos
Maestro de todas las siete artes liberales,
El hombre que todo sabe y puede
Flor y corona de los espíritus cultivados
Que tiene amigos mil, a los que nombra
(HN I, 4)
Así fue en efecto: los «amigos» de este «ornamento de la tribuna» fueron la perdición de Arthur. Al claustro de profesores llegaron noticias de la burlona poesía. Allí no entendían de bromas y Doering, el director de la escuela, dejó de dar clase particular a Arthur por solidaridad con el colega. Arthur hubiera podido permanecer en el instituto, tal como relata en el curriculum de su vida, pero su orgullo había sido herido por la medida disciplinaria de Doering. La pérdida de benevolencia por parte de las personas que tenían autoridad fue para él un jarro de agua fría. No estaba preparado para enfrentarse a ello, como haría en el futuro con tanta obstinación. Escribió a su madre que deseaba abandonar Gotha y Johanna se alarmó, pues Arthur había dejado traslucir que le gustaría trasladarse a Weimar.
Tal situación encerraba un desafío para Johanna. Estaba en juego, si Arthur llegaba, el equilibrio de su propia felicidad. Tuvo que plantearse toda una serie de preguntas: ¿Qué sentía por Arthur? ¿Quería tenerlo cerca? ¿Qué deseos albergaba? ¿Qué esperaba de la vida? ¿Qué obligaciones morales tenía, y qué relación tenían esas obligaciones con lo que ella verdaderamente sentía?
Johanna no dio excesiva importancia al asunto en sí, es decir, a las bromas de Arthur contra el profesor. Le reprocha, sin embargo, que le haya faltado dignidad para dejar que los tontos sigan siendo tontos. De modo que se ha convertido en víctima del desaire de la tontería. Quien atrae hacia sí la ira de los tontos es un insensato; él se ha dejado inducir a la insensatez por el hecho de sentirse «tan listo», por su infatuación y por su presunción de superioridad. Johanna, aunque alterada, traza con voluntad de precisión un retrato de su hijo. Es un retrato poco halagador pero cuya nitidez no deja nada que desear. Sin vituperarle, pone empero delante de Arthur, sin sentimentalismos, un espejo despiadado: «Tú no eres un hombre malo, no careces de espíritu y educación, tienes todo lo que podría hacer de ti el decoro de la sociedad humana. Conozco además tus sentimientos y sé que hay pocos mejores que tú; pero, a pesar de eso, eres fastidioso e insufrible y considero penoso en extremo el vivir contigo. Todas las buenas cualidades quedan empañadas y no sirven para nada en el mundo a causa de tu arrogancia; sencillamente, por la razón de que no puedes dominar la manía de querer saberlo todo mejor que nadie, de encontrar faltas en todas partes menos en ti mismo, de querer mejorarlo y controlarlo todo. Con ello exasperas a las personas que te rodean, pues nadie quiere dejarse ilustrar y mejorar de manera tan brutal, y menos aún por un individuo tan insignificante como eres todavía tú; nadie puede soportar el ser censurado por ti que tantas flaquezas tienes, y menos aún de esa manera despectiva que utiliza un tono oracular para definir las cosas, sin plantearse siquiera una sola objeción. Si fueras menos de lo que eres, serías sencillamente irrisorio; pero de este modo, eres irritante en extremo. Los seres humanos, en general, no son malvados cuando no se les acosa. Podrías, como otros tantos miles de personas, haber vivido y estudiado en Gotha y haber disfrutado de toda la libertad personal que las leyes conceden si te hubieras limitado a seguir tranquilamente tu camino y hubieras dejado que los demás siguieran el suyo; pero no te conformas con eso y el resultado ha sido tu expulsión... Una gaceta de literatura ambulante, que es lo que a ti te agradaría ser, es una cosa aburrida y odiosa porque no se la puede leer entre páginas y echarla sin más detrás de la estufa, como pasa con las que están impresas.»
Johanna formula aquí indirectamente sus máximas escépticas sobre la vida: uno vive en sociedad, no se puede escapar de ella, hay que encontrar el sitio propio. Es posible hacerlo cuando se deja que cada uno siga su camino y se procura que nadie dificulte el propio. Por ello, y es algo que asoma ya en estos pasajes, ella está firmemente decidida a seguir su propio camino sin dejar que se lo impida su hijo. El asunto de Gotha la irrita porque en él sale a luz el carácter de Arthur, un carácter del que teme asaltos sobre su propio espacio vital. En sus pocas visitas a Weimar, Arthur había dado ya pruebas de su desabrida pasión por la crítica. Antes de una de esas visitas, la madre le había amonestado por tanto: «trae buen humor y déjate en casa las ganas de discutir, de modo que no tenga que pasarme las tardes andándome a la greña contigo sobre las bellas letras y la barba del emperador.» Pero ahora ya no se trata sólo de una visita sino de una posible mudanza del hijo a Weimar. Al principio, trata de detenerlo: necesita un tiempo de reflexión y cabe temer también que la indignación todavía reciente suscitada por las torpezas de Arthur en Gotha dé lugar a «escenas deplorables». Si por el momento la estancia en Gotha se convierte en un «purgatorio» para su hijo, tampoco eso le hará daño. Al fin y al cabo tiene que pagar las consecuencias de su acción.
Un mes después, a finales de noviembre de 1807, Johanna se ha decidido: recomienda a Arthur el instituto en la vecina Altenburg, pero si es necesario, aceptaría también una mudanza a Weimar. Sólo que en tal caso habría que establecer determinadas reglas para que ninguno invada el terreno ajeno y «no haya perjuicio para la libertad de nadie».
La madre se expresa sobre su relación con el hijo de manera más nítida de como lo había hecho nunca hasta ahora: «Me parece que lo mejor es decirte sin rodeos lo que deseo, con toda franqueza, para que nos entendamos mutuamente. Que te quiero en verdad es algo que tú no dudas: te lo he demostrado y te lo demostraré mientras viva. Saber que eres feliz es algo necesario para mi felicidad; pero no lo es el ser testigo de ello. Siempre te he dicho que resultaría muy difícil vivir contigo..., no voy a ocultártelo, y mientras seas como eres, haría cualquier sacrificio antes de decidirme a eso. No desconozco tu bondad, ni tiene nada que ver con tu... interior lo que me retrae de ti, sino con tu ser exterior, tus puntos de vista, tus juicios, tus costumbres; brevemente, no puedo estar de acuerdo contigo en nada de lo que tiene que ver con el mundo exterior. También tu mal temple me perturba y corroe mi buen humor sin que ello te sirva de ayuda. Mira, querido Arthur, has estado de visita conmigo sólo algunos días, y cada vez hubo escenas violentas, por nada y siempre por nada, y cada vez respiré a mis anchas cuando te fuiste porque me pesaba tu presencia, tus quejas sobre cosas inevitables, tus malas caras, tus extraños juicios, que emites como si fueran oráculos sin que se les pueda objetar nada, y, más todavía, la eterna lucha en mi interior para reprimir violentamente todo lo que me gustaría objetarte, sólo para no dar ocasión a una nueva pelea. Vivo ahora tranquila y, desde hace mucho tiempo, no he tenido ningún momento desagradable que no tuviera que agradecértelo a ti; estoy serena conmigo misma, nadie me contradice, no contradigo a nadie, en mi casa no se oyen gritos, todo lleva su marcha uniforme, voy a lo mío, en nada se nota quien manda y quien obedece, cada uno hace tranquilamente sus cosas y la vida se desliza sin que yo sepa cómo. Esta es mi más auténtica existencia, y así tiene que seguir siéndolo, si es que aprecias la paz y la felicidad de los años que me resten todavía. Cuando te hagas más viejo, querido Arthur, y veas muchas cosas con mayor claridad, también podremos entendernos mejor entre nosotros.»
La madre, animada por el gran ejemplo de Goethe, ha adquirido en Weimar una serenidad («la vida se desliza») que ahora ve amenazada por Arthur y que, menos serenamente, tiene que defender. Dejar que las cosas sigan su curso, dejarse ser uno mismo y que lo sean los demás, abstenerse de hacer juicios, de atacar, de ordenar. Ese es el taoísmo de Weimar con el que Johanna ha encontrado, por el momento, la paz de su alma. Y, de hecho, es eso también a lo que Arthur aspira; pero tal serenidad sólo puede encontrarla, él que sube las montañas con tanto agrado, en lugares sublimes desde los que puede «contemplar tranquilamente, sin participar, aun cuando la parte de nosotros que pertenece al mundo corpóreo quede desgarrada con ello» (HN I, 8). Encuentra esos lugares sublimes en la música, en la literatura, y también en sus primeras incursiones hacia la filosofía. Pero no le resulta posible «tomar parte» en el trasiego cotidiano y conservar al mismo tiempo la serenidad, participar serenamente en la vida por tanto. En uno de los pocos fragmentos de cartas a la madre que se han conservado de esa época, escribe lo siguiente: «Resulta inconcebible pensar cómo, con el destierro del alma eterna hacia los cuerpos, pudo ser despedazada su sublime apatía anterior, rebajada a la pequeñez de lo terrenal y dispersada entre los cuerpos y el mundo corpóreo, de modo que olvidó su estado anterior y tomó parte en un punto de vista terrenal tan infinitamente pequeño, comparado con el anterior, imaginándose así que toda su existencia se limitaba a él y lo llenaba» (B, 2).
Pero también él se deja arrastrar, más de lo que quisiera, por la «pequeñez» de lo «terrenal». La curiosidad, el orgullo, los deseos del joven cuerpo y la avidez de experiencias lo involucran a su pesar. El puede entenderse a sí mismo desde la distancia, pero se trata de una distancia en rebeldía. El joven de diecinueve años no se experimenta a sí mismo en el abandono, sino en la delimitación activa. Tiene que criticar, juzgar, condenar: sólo así puede afirmar su espacio. Es demasiado viejo, y no es bastante viejo al mismo tiempo, para dejarse llevar. Una desconfianza en alerta permanente le mantiene en tensión. No puede sentirse unido a los demás: le falta para ello la sensación originaria de entrega. Le cuesta callar, tiene que responder, no puede dejar que exista sin más lo que le resulta extraño o heterogéneo. Cuando su madre, resumiendo sus ocasionales visitas a Weimar, le llama «gaceta de literatura ambulante» y se queja de su gusto por la disputa literaria, es fácil imaginar el tema sobre el que versaban tales disputas. Arthur, como es sabido, había descubierto el Romanticismo en Hamburgo. Pero Wackenroder, Tieck... y las 'exaltaciones' de todos éstos no eran excesivamente apreciadas en el Weimar de Goethe y por tanto tampoco en el salón de Johanna. Arthur combatió pues probablemente por ellos, por el tierno empirismo de los románticos, contra las ideas estéticas de su madre a las que él, hijo de un padre con ideas convencionales sobre las mujeres, no tomaba intelectualmente en serio y en cuyas opiniones sólo podía escuchar el eco de las apelaciones a la justa medida tan caras a Goethe. Pero la madre no sólo había adoptado nuevas opiniones en Weimar, sino que había encontrado un nuevo ritmo de vida, su más auténtica existencia», según escribe. ¿Entendió esto Arthur? No lo sabemos, como tampoco lo sabía su madre. Pero para proteger su espacio vital no trató de comprender a Arthur, sino que estableció un nuevo ritual de relaciones, definido con mucha precisión, mediante el cual debía quedar garantizada la independencia mutua por lo menos en lo exterior. «Escucha, pues, cómo quiero que sean las cosas contigo. Estarás en tu casa mientras residas en tu alojamiento, pero en la mía eres un huésped, algo así como lo era yo en casa de mis padres después de mi boda, un huésped amado y bienvenido que siempre será recibido con cariño, pero que no se mezcla en los asuntos de la casa; tú no tienes que preocuparte en absoluto de ésta, ni de la educación y salud de Adele, ni de los criados. Hasta ahora me he ocupado de todo esto sin ti y lo seguiré haciendo, y no consiento que me repliques, porque me fastidiaría y no servirá de nada. Puedes venir todos los días a mediodía y quedarte hasta las tres, pero luego ya no te veré en todo el día, excepto en mis veladas, a las que puedes venir cuando desees. También puedes comer conmigo esos dos días por la tarde si decides renunciar a tu enojoso gusto por la disputa que tanto me fastidia, así como a todas las lamentaciones sobre este necio mundo y la miseria humana pues eso siempre me hace pasar mal la noche y tener malos sueños y a mí me gusta dormir bien. En las horas de mediodía, me puedes decir todo lo que necesito saber de ti; el tiempo restante tienes que valerte por ti mismo, no puedo comprar tu bienestar a costa del mío, y, aunque no fuera así, estoy acostumbrada desde hace tiempo a estar sola y no podría desacostumbrarme. Te ruego por tanto que no objetes nada, no me apartaré un ápice de este plan. Tu cena te la enviaré cada tarde con mi cocinera y tendrás que tomar el té en tu casa, te proporcionaré la loza que necesites para ello y, si quieres, también una caja de té... tres veces por semana hay teatro, dos veces velada, puedes por tanto distraerte lo suficiente; también harás pronto algunas amistades jóvenes, ¿cómo sería si yo no estuviese aquí? Pero basta ya: conoces mis deseos, espero que te rijas siguiéndolos estrictamente y que no me afligirás por mi amor y mi cuidado maternales, y por la rápida aprobación de tus deseos, oponiéndote ahora, lo cual, por otra parte, lejos de ayudarte haría las cosas más difíciles.»
El 23 de diciembre de 1807, Arthur llegó a Weimar. Había aceptado las condiciones de la madre y ocupó un pequeño alojamiento en casa de un fabricante de sombreros. Se prepararía para la universidad estudiando por su cuenta y recibiría clase particular del profesor de instituto Franz Ludwig Passow, pocos años mayor que él. Arthur se abismó en el trabajo. Al final de su época de Weimar, en 1809, dominaba perfectamente las lenguas clásicas y le eran familiares las obras importantes de la literatura antigua. Entró en la universidad de Gotinga con una orgullosa consciencia de superioridad: ni sus compañeros ni muchos de sus profesores podían medir con él sus conocimientos. Arthur no fue feliz, sin embargo, durante esos dos años. En Gotha ocupaba el centro de la escena; en Weimar era un intruso. «Schopenhauer me dijo además», relata Julius Frauenstädt en 1863, «que siempre se sintió extraño y solitario frente a su madre y frente al círculo de ésta; y también por eso en Weimar estaban insatisfechos con él» (G, 130).
Al contrario que la madre, quien tenía capacidad y voluntad para disponer las relaciones con su hijo en un sentido inequívoco, Arthur siguió anclado en profundas ambivalencias inconfesas. Manifestaba voluntad de independencia y autonomía frente a su madre, pero esperaba secretamente que ésta le preparase un confortable hogar. Johanna había adivinado estas exigencias y le había escrito con toda claridad antes de su llegada: «De todas las razones que te impulsan a elegir Weimar, la única que yo veo es que quisieras estar aquí confortablemente. Pero por el momento no te vas a sentir en Weimar más en casa que en cualquier otro sitio y veremos si llegarás a estarlo con el tiempo: te dejo, como siempre he hecho, que tú mismo lo compruebes.» Está claro que a Arthur le viene ancha la libertad que su madre le concede. Pero su orgullo le prohíbe confesárselo a sí mismo. Se convertirá en testigo inmediato de los éxitos sociales de la madre sin tener parte alguna en los mismos. La consecuencia es la envidia y, todavía una generación después, resulta perceptible el eco de la misma en las conversaciones de Arthur Schopenhauer. Frauenstädt relata: «Hablaba con poca estima de su madre... de la que me contó que llevaba una vida brillante en Weimar, rodeada de espíritus pretenciosos» (G, 130). ¡Si se hubiese tratado sólo de «espíritus pretenciosos»! Pero también Goethe iba a casa de Johanna y, en dos años, no dirigió la palabra a Arthur ni una sola vez. Hay que comprender la mortificación que esto suponía teniendo en cuenta sobre todo, según los relatos coincidentes de los contemporáneos, que Goethe nunca se mostraba tan relajado, tan complaciente y tan personal como en casa de Johanna. Pero Arthur tendría que haber estado contento de poder vivenciar, al menos como espectador, las apariciones de un prodigio de la naturaleza como Goethe.
Este llegaba la mayoría de las veces hacia las siete de la tarde con una linterna de mano. Para el camino de vuelta, había que proporcionarle a veces una candela de cera fresca. Charlaba complacidamente con Sophie, la criada de Johanna. Iba también a la habitación de Adele, que tenia diez años; ésta le presentaba sus juguetes y él hacía marionetas con sus muñecas. Johanna relata que, cuando penetraba en la estancia, estaba «siempre un poco taciturno y en cierto modo como confuso... hasta que ha mirado a los presentes, para ver quién hay allí; luego se sienta siempre muy cerca de mí, de modo que pueda apoyarse en el brazo de mi sillón; yo inicio una conversación con él, luego se torna vivaz e indescriptiblemente amable; es el ser más perfecto que conozco, también en lo exterior; tiene una figura de gran belleza y va siempre muy erguido, vestido con gran cuidado, siempre de negro o azul oscuro; lleva los cabellos peinados y empolvados con gusto como conviene a su edad; y tiene un rostro espléndido con dos ojos castaños claros, dulces y penetrantes al mismo tiempo, que se embellecen de manera increíble cuando habla».
Según Johanna, Goethe no «intimida» a nadie con su grandeza: por el contrario, su presencia alienta a mostrar la propia naturalidad. Otros, sin embargo, tuvieron una impresión distinta. Stephan Schütze relata lo siguiente: «La situación podía volverse angustiosa cuando aparecía en sociedad taciturno y comenzaba a ir de un lado para otro. Cuando él callaba, nadie sabía quién debía tomar la palabra.» Johanna tenía una mesita con utensilios de pintura para tales ocasiones. Allí se sentaba entonces el Goethe taciturno y solía recobrar su buen humor a base de dibujar y de pintar acuarelas. Luego, los presentes se peleaban por quedarse con los dibujos, si es que Johanna no había conseguido antes ponerlos a salvo. Pero incluso cuando estaba de buen humor, Goethe podía actuar de manera despótica. Una tarde había traído baladas escocesas a casa de Johanna y se ofreció, relata Schütze, «a recitar él mismo una muy larga, pero de manera que las mujeres debían entonar a coro el refrán que se repetía después de cada verso. Empezó el patético recitado; las damas estaban preparadas y entonaron a tiempo la frase, de modo que se pasó felizmente sobre el primer verso. Pero cuando se repitieron las mismas palabras por segunda y tercera vez, a la señora del profesor Reinbeck le sobrevino un ataque involuntario de risa; Goethe se detuvo, dejó caer el libro y atravesó a toda la concurrencia con los ojos encendidos de un Júpiter tonante. '¡Así no leo!', dijo con tono lapidario. Todos estaban aterrorizados; pero Johanna Schopenhauer le imploró, prometió obediencia y dio garantías en nombre de los demás. Entonces siguieron adelante, en el nombre de Dios. Pero ver a todas las damas mover la barbilla rítmicamente a la voz de mando resultaba tan cómico, en efecto, que hacía falta toda la autoridad de un Goethe para mantener a toda aquella asamblea en la actitud seria y solemne que se le había ordenado».
A Goethe, por el contrario, se le escapó la comicidad involuntaria a la que había dado lugar. En sus Diarios y Anales comenta el suceso con las siguientes palabras: «Dimos la bienvenida a 'Hilla, Lilla', una balada escocesa bajo la forma de una letanía; leíamos el texto en voz alta y la comunidad repetía a coro el latiguillo del refrán.»
Cuando Goethe contaba algo o leía en voz alta, se producía todo un artificio de metamorfosis. Se iba convirtiendo poco a poco, con la mímica y el tono de voz, en la persona objeto de la narración; se ponía de pie y gesticulaba y gritaba de tal manera que la consejera Ludecus, que vivía arriba de Johanna, tenía que golpear el suelo para llamar al orden.
Goethe hablaba con agrado sobre las cosas cotidianas y podía lamentarse durante una hora entera de haber devorado él solo a mediodía, en un ataque de hambre, la empanada de hígado de ganso que estaba destinada a los huéspedes. En las conversaciones de sociedad evitaba siempre las controversias ásperas y, como señala a menudo, le resultaba insoportable en extremo el talante crítico de la nueva generación. El que quería oír de su boca juicios y opiniones radicales se convertía a menudo en objeto de su burla y lo que parecía al principio un elogio se convertía al final en todo lo contrario. En el salón de Johanna se le oyó a menudo formular la siguiente sentencia: «Cuando la gente cree que estoy todavía en Weimar ya he llegado a Erfurt.» A Arthur, con sus sentencias críticas y su pasión por los juicios radicales, le hubiera ido mal con Goethe. Pero en su presencia se mantenía todavía reservado —algo que cambiaría durante la próxima estancia de Arthur en Weimar.
Cuando Goethe estaba de buen humor todo le parecía bien, incluso las superficiales novelas de Lafontaine y las piezas lacrimosas de Kotzebue (al que hizo representar a menudo en el teatro de Weimar). Recalcaba a las damas del salón de Johanna que lo único importante era aprender el arte de gozar y, a menudo, no le faltaba mordacidad. Goethe era del agrado de todos, incluso de Arthur, que no faltaba ni una tarde a casa de su madre cuando aquél se había hecho anunciar.
Arthur Schopenhauer estuvo pues a menudo presente en las veladas mientras Johanna se sentaba detrás de la tetera y vigilaba atentamente para que no decayese la conversación. Muchos de los ilustres visitantes a los que la presencia de Goethe atraía a la casa hicieron mención, en sus memorias o en sus cartas, de las tardes pasadas en casa de la consejera áulica Schopenhauer. Nadie empero menciona a Arthur. Y esto puede decirse tanto de Bettina y Clemens Brentano como de Achín von Arnim y de los Humboldt. Todos ellos visitaron a Johanna en esos años. Sólo Zacharias Werner, que brillaba en ese momento como un cometa en el cielo del arte dramático, parece haber mantenido cierto trato con él du-rante su estancia en Weimar. En los diarios de Werner se encuentran pequeñas observaciones al respecto y Arthur Schopenhauer se preciaba todavía muchos años después de su trato con este hombre sorprendente.
Zacharias Werner estaba en el cénit de su fama cuando, en las Navidades de 1808, Goethe lo trajo a Weimar desde Jena. En 1806, el drama sobre Lutero La consagración de la fuerza había sido un gran éxito escénico en Berlín. Arthur lo había leído y había quedado arrebatado por el talante fantástico de la acción y el carácter patético del lenguaje.
Zacharias Werner procedía de Könisgberg, donde había crecido en la misma casa que E. T. A. Hoffmann, ocho años más joven que él. La histérica madre vio en el muchacho a Cristo reencarnado. A Zacarías le gustó eso, pero luego cambió de profesión y se convirtió en dios de los poetas. Cuando Schiller murió, acogió la noticia con regocijo: « ¡Qué puesto queda vacante!» También otros, Iffland y Madame de Staël entre ellos, creían que Werner iba a ser el sucesor de Schiller. Goethe se había burlado al principio de La consagración de la fuerza; «fuerte olor a incienso», había exclamado. Pero cuando Zacarías compuso bellos sonetos para su corazoncito de Jena, también Goethe quedó embelesado y llevó a Weimar al cantante del amor. Por lo demás, su relación con él siguió siendo irónica en grado extremo. Después de la representación en Weimar del drama de Werner Wandra, coronó al poeta en el banquete con una guirnalda de laurel que había adornado antes a un cerdo. En Weimar, Werner se convirtió pronto en una figura envuelta por un halo de escándalo. Una vez que se había retrasado para asistir a una velada, le enviaron a una mensajera que volvió aterrorizada gritano: Werner había tratado de violarla. En años posteriores, se volvió piadoso de nuevo; fue ordenado sacerdote católico en 1814 y se estableció en Viena como predicador penitencial, algo así como una especie de flagelante para las clases bien.
Arthur había conocido ya a Werner en Gotha y se había sentido halagado de entablar una relación con el ilustre hombre. En Weimar, Werner le indujo a entusiasmarse por el teatro.
La gente frecuentaba el teatro en Weimar, ciudad que ofrecía, por lo demás, pocas diversiones. Arthur no constituía una excepción, pero para él el teatro significaba algo más que mero pasatiempo vespertino. Llama la atención que sus primeras reflexiones filosóficas se alumbren precisamente en el teatro y, en particular, con la tragedia. Una obra de Sófocles, por ejemplo, le sugiere una especie de platonismo de la miseria: ¿qué pasaría, se pregunta, si la miseria real no fuese en absoluto real, sino sólo una «copia» del «verdadero mal existente desde toda la eternidad?» (HN I, 9). No somos nosotros los que proyectamos en el cielo la verdadera penuria, sino que por el contrario es el mal del cielo lo que se proyecta en nuestra realidad haciéndola de este modo mucho peor. ¿Es una ilusión el mal inmediato y efectivo? ¿Puede ser un alivio para el mal presente el atreverse a contemplar valerosamente el mal metafísico? Arthur, realquilado en casa de un fabricante de sombreros y espectador en el salón de la consejera Schopenhauer, prueba la estrategia de despotenciar el mal real mediante la exageración metafísica. Y aunque dará vueltas y más vueltas a esta estrategia, es evidente que no se trata de un objeto apropiado de conversación para las veladas de Johanna.
Los éxitos sociales de ésta suscitan la aparición de los envidiosos. Que Arthur se mueva entre ellos parece ser más bien producto de la casualidad que del propósito. Es el caso de Passow, por ejemplo, al que la madre había contratado como profesor particular. Este ambicioso joven filólogo, traído por Goethe al instituto de Weimar desde Halle, trató de superar con aplicación las «diatribas» de Goethe contra la literatura moderna criticando también a Schiller. Goethe, por fidelidad a su amigo muerto, dio a entender que no deseaba la presencia de Passow en los círculos que él visitaba. Johanna tuvo que ejecutar la penosa tarea de disuadir al maestro de su hijo de que siguiera visitándola. Passow, como es natural, se sintió profundamente agraviado. Pero como no podía desahogarse con Goethe, descargó su rabia contra Johanna. Escribe lo siguiente a un conocido: «Usted sabe bien que la voluble y parlanchína madame Schopenhauer organiza todos los inviernos veladas fijas de té, destinadas a la galería, que son muy aburridas... pero hacia las que acuden presurosamente todos los instruidos, y los que afectan tener instrucción, porque Goethe a menudo se deja ver por allí.»
Puede uno imaginarse qué cosas llegó a oír Arthur sobre su madre de labios de Passow, al que apreciaba profesionalmente y con el que llegó a convivir durante cierto tiempo. Passow era un ser resentido, que se atrincheraba en los autores antiguos y lanzaba desde allí todas sus invectivas contra los así llamados 'espíritus pretenciosos'. En las reuniones de sociedad, solía permanecer taciturno, pero su silencio era interpretado como arrogancia y, en efecto, parecía haber en él algo acechante. Incluso a Goethe le sacaba esto de quicio, de modo que, como relata Riemer, «lo que en otras circunstancias hubiera dicho con gracia y humor, se expresaba entonces con sequedad y laconismo».
Passow solía denominar a las gentes que frecuentaban a Johanna con la expresión: «vulgares bípedos». Arthur heredó de su desabrido maestro esta expresión junto con sus conocimientos filológicos. Por lo demás, Schopenhauer dilataría enormemente su ámbito de aplicación.
Otra celebridad de Weimar con quien Arthur solía tener trato, y que mantenía igualmente una relación difícil con Johanna Schopenhauer, era Johannes Daniel Falk. Falk era un escritor que, después de 1806, llegó a ser consejero de Legación (¡antes había sido un enemigo declarado de Napoleón!). Organizó un orfelinato en Weimar y, en cuanto pionero de la Misión Interior, actuó allí de forma totalmente benéfica. Su pasión, y al mismo tiempo su debilidad, era la excesiva ambición mundana. Los juicios de los contemporáneos sobre este hombre son poco lisonjeros. Riemer dice de él que era un «charlatán insoportable» cuya locuacidad sólo cesaba al aparecer en lontananza alguien de rango superior al que inmediatamente adulaba. Pero, por regla general, podía afirmarse que «no era posible introducir ni un alfiler en el torrente de sus palabras» (Riemer). Incluso Johanna se burlaba de las pretensiones de este hombre que había sido el primero con el que entabló relación en Weimar, puesto que también él procedía de Danzig. En una carta a Arthur, escribe lo siguiente sobre él: «Todos sus aires de grandeza constituyen algo tan insoportable como estúpido, pues se convierte en una carga para todo el mundo y al final se le cerrarán todas las puertas de la burguesía sin que desde luego pueda hallar repuesto en las de la corte.» Falk, por su parte, tampoco hablaba bien de Johanna, puesto que la consejera áulica de Danzig no prestaba atención a los rangos sociales de Weimar. En su libro Descripción de Goethe a partir del trato personal elude con premeditación, al reproducir numerosas conversaciones que había tenido con Goethe en casa de Johanna, mencionar siquiera el lugar del encuentro.
Así pues, Arthur tuvo con Falk un trato cercano e incluso viajaron juntos a Erfurt, en septiembre de 1808, al congreso de los príncipes. Goethe había sido convocado, ya que Napoleón quería verlo y hablar con él. Falk, Arthur y algunos otros constituían la cola del cometa. Las viejas y las nuevas dinastías, convocadas por su protector, se daban allí una ostentosa cita. Arthur, sin embargo, se mostró poco impresionado. Se sintió «escandalizado», delante de Falk, «de las damas de la corte..., quienes antes de la comedia consideraban un monstruo al opresor de pueblos y, después de la misma, lo tienen por el más gentil caballero del mundo» (G, 21).
La estancia de Arthur en Weimar se aproxima a su fin. Passow certifica sus grandes progresos: podrá entrar en la universidad en el otoño de 1809. El 22 de febrero de ese año festeja su veintiún cumpleaños; es ahora mayor de edad y la madre le entrega su parte de la herencia, unos 20.000 táleros imperiales los cuales producen un interés anual de casi 1.000 táleros. Con eso se puede vivir bien. Pero el regalo de cumpleaños más agradable que recibe es la posibilidad de participar en la gran fiesta de carnaval de ese año. Lo que hace tan atractivo para Arthur ese baile de disfraces, organizado por Goethe y Falk en el Ayuntamiento, es que también participa en él Karoline Jagemann, estrella de la escena y de la ópera de Weimar, querida del duque y adversaria de Goethe. Arthur está inflamado por esa mujer de cuya belleza habla toda Alemania. En el baile de disfraces osará aproximarse: ella está disfrazada de Tecla y él de pescador. Pero Tecla no se entera de la existencia del pescador. La Jagemann se ha puesto todas las joyas que le regaló el duque y su atención se dirige exclusivamente hacia la duquesa: ¿cómo reaccionará ésta? La duquesa hace caso omiso de las joyas de la Jagemann y la Jagemann hace caso omiso de Schopenhauer. Este transfiere a los versos su fracaso. Por primera y última vez pone a prueba su talento como trovador del amor. Escribe los siguientes versos: «Mi mal se tornaría alegría, / si te asomases a la ventana», y: «La persiana esconde tu ventana: / Tú sueñas en un sillón de seda» y: «La persiana oculta el sol / sombrío está mi destino» (HN I, 6). Esta situación se prolonga todavía un tiempo, pues el poder de seducción de tal lírica amorosa es limitado. «Me llevaría a casa a esa mujer aunque la hubiese encontrado picando piedra en la carretera» (G, 17), confiesa a la madre. El camino de Karoline no lleva empero hacia las canteras, desgraciadamente para él, pues el duque la ennoblece haciéndola marquesa de Heygendorff. Las posibilidades de Arthur se reducen a cero.
En el verano de 1809, Arthur y su madre viajan juntos una vez más a Jena y visitan a Goethe. Este relata la visita de Johanna en el diario, pero sin mencionar a Arthur. Johanna le pide una carta de recomendación para Arthur, quien se ha decidido por la universidad de Gotinga. No sabemos si Goethe la olvidó o se negó a hacerla, pero el caso es que Arthur partirá hacia Gotinga, el 7 de octubre de 1809, sin recomendación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario