lunes, 31 de enero de 2011

Capítulo 7.

Gotinga. Estudios de ciencias naturales. La sombra del padre: el gusto por lo sólido. Entre 'Platón y Kant, entre el anhelo del éxtasis y el escepticismo. Segundo escenario filosófico: de descartes a kant. Desde la razón de lo divino hacia la razón divina. Desde la metafísica hacia la moralidad. La historia de 'la cosa en sí'.


¿Qué razones había para elegir precisamente Gotinga? Jena queda más cerca, pero después de dos años en Weimar, Arthur quería tal vez poner mayor distancia entre él y el mundo de la madre. Además, Jena había dejado de ser el centro esplendoroso de la educación moderna que había sido a finales de siglo, cuando Fichte, Schelling, los Schlegel y Schiller vivían y enseñaban allí.
En Jena se había producido un fuego de artificio; Gotinga, sin embargo, era la estrella fija entre las universidades alemanas. Fundada en 1734 por el rey inglés Jorge II, ganó pronto una elevada reputación científica. Aquí, por vez primera, el espíritu moderno no había tenido que librar lucha alguna para liberarse de la tenaza teológica. Las ciencias naturales, acompañadas de una especie de empirismo especulativo, habían dado el tono desde el principio. Albrecht von Haller había sido, a mediados del siglo XVIII, el impulsor en Gotinga de esa dirección intelectual. Enseñó medicina, botánica y cirugía; había escrito novelas políticas de carácter educativo y de tendencia aristocrático-republicana; fundó el llamado «teatro anatómico», un panóptico de las partes del cuerpo desgajadas unas de otras. También se debe a este activo ilustrado la instalación del jardín botánico y una institución para ayuda del parto. Haller obtuvo éxitos perdurables en fisiología e hizo valer toda su influencia para convertir a Gotinga en el bastión de la ciencia 'moderna' de la naturaleza. El famoso creador de sátiras y aforismos Georg Christoph Lichtenberg enseñó física y matemáticas en la universidad Georgia Augusta; Carl Friedrich Gauß dirigió el observatorio astronómico de Gotinga y enseñó matemáticas; también fue una celebridad en el ámbito del saber el anatomista y antropólogo Johann Friedrich Blumenbach: Arthur Schopenhauer pudo asistir todavía a algunos cursos de este patriarca de los viejos tiempos. También era el renombre de la universidad en el ámbito de las ciencias naturales lo que había inducido a A. W. Schlegel a formular el consejo de que, el que quisiera entregarse a materias humanísticas y especulativas, debía asentar primero en Gotinga los sólidos fundamentos de la experiencia. Schlegel dijo de la universidad Georgia Augusta que era el «centro de la erudición alemana»; en ella se podía «estar al día en todos los progresos científicos de la época». Y eso era precisamente lo que pretendía Arthur cuya vocación tardía lo hacía tanto más ambicioso: ponerse a la altura científica de la época. Pero también en otro aspecto estaba Gotinga a la altura de los tiempos: la universidad tenía una atmósfera de carácter aristocrático-mundano. La nobleza y la gran burguesía enviaban gustosamente a sus hijos a esa universidad en la que, junto a las ciencias naturales, florecían igualmente las ciencias políticas inspiradas por el espíritu inglés. El que se examinaba con Ludwig Schlözer o Johann Stephan Pütter tenía abierta la carrera de los altos cargos estatales. Por eso, la arrogancia estudiantil encontraba aquí también un suelo especialmente fértil. Por ejemplo, las autoridades de la ciudad trataban de reducir el ganado vacuno porque los estudiantes se sentían molestos con la presencia de las vacas. Los mozos artesanos, por el contrario, se llevaban mejor con las vacas que con los estudiantes. Las peleas eran frecuentes y la ocasión que las provocaba era una y otra vez el «derecho de calle», es decir, quién tenía que ceder el paso. Los atropellos se convertían en motines e incursiones de venganza hacia los barrios de empleados, en un sentido, o hacia las asociaciones regionales de estudiantes, en sentido contrario. Cuando los jóvenes señores, a pesar de sus espadas, eran vencidos en una pelea contra los mozos artesanos (una de las canciones de estudiantes de esa época dice de ellos que son «un montón de carne desprovisto de espíritu, de sentido y de inteligencia»), a veces se producía el llamado «plante». Los estudiantes abandonaban la ciudad y entonces la población, que temía por una lucrativa fuente de ingresos, tenía que implorar el regreso de sus finas señorías. Estas reclamaban satisfacción, de modo que los mozos aprendices eran puestos en vereda y los de más talento componían incluso versos de disculpa. Para festejar el regreso, los hosteleros daban barra libre y se podía alborotar durante toda la noche.
También Heinrich Heine recuerda los excesos que llevaba a cabo la población estudiantil en Gotinga. «Algunos afirman incluso», escribe en el Viaje Al Harz, «que la ciudad fue construida ya en tiempos de la invasión de los bárbaros y que cada tribu germánica dejó allí suelto un ejemplar indócil de sus miembros; así surgieron todos estos vándalos, frisios, suabos, teutones, sajones, turingios, etc., que todavía hoy recorren la calle Weender en hordas que se distinguen por el color de los gorros y las borlas y que se enfrentan eternamente entre sí en los campos de batalla de la Rasenmühle, del Ritschenkrug y de Bovden, con usos y costumbres que son idénticos a los de los tiempos de las invasiones».
Arthur Schopenhauer se sintió atraído por la parte más noble de esa mezcla de escándalo e indolencia, elegancia y ganas de pelea, que se asentaba en el lugar. Pero se mantuvo alejado del barullo estudiantil y de las intrigas: la pistola colgaba apaciblemente encima de su cama. Sus ganas de altercado se limitaban al debate, que practicaba por lo demás con un pequeño número de conocidos, a veces de manera también muy brutal. Su compañero de estudios Karl Josias von Bunsen, que sería después representante de Prusia ante la Santa Sede, relata lo siguiente: «Su manera de disputar es acerada e hiriente y su tono es obstinado como su extraña frente, sus refutaciones enardecidas y sus paradojas temibles.»
En cuanto ciudad, Gotinga poseía pocas cosas especialmente atractivas. A Heine le parece que es más bonita cuando uno mira «estando de espaldas a ella». Escribe: «La ciudad de Gotinga, famosa por sus salchichas y su universidad, pertenece al rey de Hannover y tiene 999 hogares, varias iglesias, una institución para partos, un observatorio astronómico, un calabozo para estudiantes, una biblioteca y una taberna en el Ayuntamiento cuya cerveza es muy buena.»
Arthur Schopenhauer pasará dos años en esta ciudad. Poco sabemos de las circunstancias exteriores de su vida. Desde el segundo semestre, se aloja con el catedrático Schrader, en la vivienda de servicio que éste dispone en el jardín botánico. Aquí se forma ese ritmo de vida que luego mantendrá hasta la vejez. Las primeras horas de la mañana serán aprovechadas para el trabajo intelectual más arduo, del que se relaja tocando la flauta. Por la tarde emprende largos paseos; al anochecer va al teatro o hace vida social. Tuvo trato con Friedrich Osann y con Lewald, a los que conocía de los tiempos de Gotha; con Carl Julius von Bunsen y William Backhouse Astor, hijo del riquísimo Johann Jacob Astor, mercader de pieles emigrado a America; también trabó conocimiento con Karl Lach-mann, que sería luego famoso en filología clásica, así como con Karl Witte, el niño prodigio que había entrado en la universidad a la tierna edad de diez años. No eran amistades íntimas, puesto que todas se interrumpieron al abandonar Gotinga. Después sólo tuvo con ellos encuentros más o menos fortuitos.
Arthur constituía el centro indiscutible en ese círculo de conocidos; aquí, al contrario de lo que pasaba en casa de la madre, sus «oráculos» eran escuchados; ahora no encontraba resistencia a su «espíritu de disputa» y acababan dándole además la razón. Pero tal vez por eso no valoraba demasiado ese medio social. En su curriculum, escrito en 1819, escribe lo siguiente: «Durante los dos años que viví en Gotinga me consagré a los estudios con la sostenida diligencia a la que ya estaba acostumbrado, sin que el trato con otros estudiantes me detuviera o me apartase de los mismos en lo más mínimo, puesto que el hecho de tener más edad, mi mayor experiencia y mi carácter singular, me empujaban siempre al aislamiento y la soledad» (B, 653).
Su diligencia en el estudio se centra inicialmente en las ciencias de la naturaleza. Se había matriculado en medicina. ¿Trataba de complacer de este modo a su madre, que le había recomendado una carrera con la que «pudiera ganarse el pan»?
Las primeras notas conservadas nos dan a conocer ya las inclinaciones filosóficas de Schopenhauer. El estudio de la medicina, por aquel entonces, no exigía renunciar a tales inclinaciones. El mismo Kant había considerado la medicina como una disciplina cercana a la filosofía: el espíritu especulativo podía aprender en la experiencia del cuerpo aquello a lo que debía renunciar. También las fuerzas cósmicas fundamentales, repulsión y atracción, se prestan a ser estudiadas en el cuerpo. La dietética del espíritu, es decir, la filosofía práctica, y la dietética del cuerpo, están estrechamente relaciona-das. Tales eran las opiniones de Kant, quien dio así dignidad filosófica a la medicina. También el especialista en ciencias naturales y médico Blumenbach, a cuyas clases de historia natural, mineralogía y anatomía comparada asistió Arthur, practicaba su oficio infundiéndole todo el brillo de esa dignidad. Blumenbach, que se denominaba a sí mismo «physicus», no aceptaba las pretensiones de la metafísica tradicional. Atribuía a su ciencia la competencia para dar respuesta a las llamadas 'cuestiones últimas'. La física de Blumenbach pretendía satisfacer a la vez la curiosidad metafísica: retrotraía el 'origen de la vida' a combinaciones de sustancias químicas y combatía las pretensiones que tiene el ser humano de constituir el centro del universo apelando al pasado fósil; fue también el primero en sacar consecuencias, a partir del proceso de fosilización, acerca de la gigantesca antigüedad de la historia terrestre. Enseñaba humildad, pero no tanto ante Dios cuanto frente a la naturaleza empírica; y llamaba al hombre, sin respeto, «el más perfecto de los animales domésticos». Arthur Schopenhauer estudió fisiología con Blumenberg; más tarde denominaría a esta ciencia «el punto culminante de todas las ciencias de la naturaleza». En la fisiología de Blumenberg topó por primera vez con la noción de «impulso configurativo».
Blumenbach entendía con ese concepto una especie de «potencia vital orgánica» que escapa a las nociones del mecanicismo. Kant alabó la teoría del impulso configurativo y Schelling dijo de ella que era un «atrevido paso más allá de la filosofía mecanicista de la naturaleza»; también Goethe se mostró agradecido: el enigma del asunto quedaba perfectamente asumido en un enigmático concepto.
Con Blumenbach quedaba, pues, hábilmente arraigado el firme suelo de los hechos en la filosofía natural. Schopenhauer no necesitaba por tanto ocultar aquí sus inclinaciones filosóficas. Entre los cursos de Blumenbach y la lectura en casa de El alma del mundo de Schelling no mediaban todavía dos mundos distintos, como sucedería posteriormente entre la filosofía y las ciencias empíricas de la naturaleza. Sin embargo, Schopenhauer no se entregó con exclusividad a la filosofía hasta el tercer trimestre. Escribe en su curriculum: «Pero después de haberme conocido a mí mismo en cierta medida, a la vez que trababa conocimiento con la filosofía... cambié mi propósito, abandoné la medicina y me dediqué exclusivamente a la filosofía.» ¿Qué es lo que «había aprendido en sí mismo» y lo que le empujó a entregarse «exclusivamente» a la filosofía?
En Hamburgo, sus inclinaciones filosóficas y literarias habían sido una forma de evasión frente a la carrera programada por el padre. Al abandonar la carrera de comerciante, había dado el primer paso práctico contra ese padre y ahora, por tanto, no era ya el mundo del espíritu lo que debía contrapesar los deberes impuestos por aquél. Había cambiado de sitio, había osado escaparse del mundo paterno, pero le perseguía todavía su sombra; en esa huida hay una concesión al padre: rehúye ahora la evasión en el mundo del espíritu y prefiere, por el momento, lo sólido y lo exacto. De ahí su dedicación a las ciencias de la naturaleza y su celo en el estudio de los idiomas antiguos y de los 'clásicos'; apegado todavía a principios mercantiles, quiere adquirir primero el capital básico de la educación antes de lanzarse a empresas atrevidas. Sólo después del tercer semestre se permite la evasión dentro de la evasión. El abandono radical de las consideraciones burguesas sobre fines y utilidad se consuma por primera vez con la decisión a favor de la filosofía.
En una conversación que mantiene con el viejo Wieland durante una de sus ocasionales visitas a Weimar, Schopenhauer expresa concisa y bruscamente a la vez esta manera de emancipar su vocación filosófica de los objetivos burgueses de subsistencia. Wieland había advertido contra un estudio «tan poco práctico» como el de la filosofía. Arthur responde: «La vida es una cosa precaria y yo me he propuesto consagrar la mía a reflexionar sobre ella» (G, 22).
Aunque el mismo Wieland se inclinaba hacia una filosofía de la felicidad y, a lo sumo, concedía a la reflexión filosófica una función tonificante para el exceso de vitalidad, se sintió impresionado por una fuerza de decisión tan grande como la que Arthur Schopenhauer mostraba en ese momento. «Me parece», respondió el anciano, «que tiene usted razón... joven, yo entiendo ahora su carácter; quédese en la filosofía» (G, 22). La vida es una cosa precaria y él quisiera reflexionar sobre ella, recorriendo todos sus vericuetos, sin que nadie le moleste ni le desvíe del camino: ése es el programa de Arthur. La emoción de las cumbres sigue siendo su meta y al final de sus años en Gotinga, durante un viaje por el Harz en 1811, anota lo siguiente: «La filosofía es un elevado puerto alpino: a ella sólo conduce un sendero abrupto que discurre sobre puntiagudos guijarros y punzantes espinas; es solitario y se vuelve cada vez más desolado a medida que se llega a la cumbre. El que lo sigue no debe temer el espanto, sino que tiene que dejarlo todo tras de sí y debe abrir su camino con perseverancia en la fría nieve. A menudo está al borde del abismo y dirige la mirada hacia el verde valle, allá en la hondonada: le sobrecoge entonces una terrible sensación de vértigo; pero tiene que sobreponerse aunque tenga que fijar con la propia sangre las suelas a las rocas. A cambio, verá pronto el mundo por debajo de sí, verá cómo desaparecen las tierras pantanosas y los desiertos de arena, cómo quedan allanadas sus irregularidades, dejan de llegar hasta arriba sus desacordes y se revela su redondez. El permanece siempre expuesto al aire puro y frío de la altura y ve ya el sol cuando abajo reina todavía la oscuridad» (HN I, 14).
¿Qué luz es la que persigue Schopenhauer, qué sol ha amanecido para él en ese momento en el cielo de la filosofía? Su primer maestro de filosofía, el escéptico kantiano Gottlob Ernst Schulze, le ha señalado dos estrellas: Platón y Kant. Schulze es un hombre astuto y sabio que sabe contrapesar escépticamente posturas contrapuestas. En Platón podemos encontrar la vieja y autosuficiente me-tafísica; en Kant topamos, por doquier, con el temor a que ésta traspase los límites del conocimiento.
Platón y Kant —entre estos dos polos se mueve efectivamente el espíritu filosófico de la época, que aspira a una metafísica renovada, más allá de Kant, y que quiere construir la totalidad —Dios y el mundo— a partir de leyes que, precisamente con ayuda de Kant, habían sido descubiertas en el sujeto.
Kant, mezcla de rococó y pietismo, había dejado que las más venerables verdades filosóficas —inmortalidad del alma, libertad, existencia de Dios, comienzo y fin del mundo— se balanceasen sobre un frívolo péndulo: eran válidas y no eran válidas al mismo tiempo. Los problemas de la metafísica, enseñaban, no se pueden resolver, y, aunque tengamos que plantearlos de nuevo continuamente, lo mejor es no tomar demasiado en serio las sucesivas respuestas que se les da. Si una de ellas ayuda a vivir, habrá que tomarla en el sentido del 'como si'. Este es el guiño de ojos que hace Kant, su epicureísmo rococó.
Pero las verdades no pueden sostenerse en vilo sobre este frívolo péndulo del 'como si' por mucho tiempo. Tendrán que derrumbarse y ser tomadas de nuevo en serio. Fichte, Schelling y Hegel no aceptarán el 'como si' y filosofarán de nuevo con la renovada autosuficiencia del absoluto. Pero la nueva absolutez —y hasta ahí por lo menos llega el influjo de Kant— es la absolutez del sujeto.
Arthur Schopenhauer había captado el refinamiento y la frivolidad de Kant en relación con el tema de las cuestiones últimas, incluso antes de haber juzgado correctamente su filosofía. «Epicuro es el Kant de la filosofía práctica, como Kant es el Epicuro de la especulativa» (HN, I, 12), se lee en una nota marginal escrita por Schopenhauer en 1810.
Epicuro, como es bien sabido, se había despreocupado de la existencia de los dioses y había desgajado la moralidad práctica de toda obligación y de toda promesa celestial. En lugar de éstas, en el punto central de una sabiduría pragmática de la vida, había situado el ansia de felicidad, completamente terrenal, junto con la evitación del sufrimiento y del dolor. Los valores absolutos no tenían para él más validez que la del 'como si». Si juegan un papel al servicio de la felicidad, cabe servirse de ellos; se trata entonces de ficciones que apoyan la vida y que ganan realidad en la medida en que contribuyen a hacer posible la felicidad.
Al designar a Kant como 'Epicuro de la filosofía especulativa' Schopenhauer demuestra que algo ha entendido de él. La incognoscibilidad de la 'cosa en sí' juega efectivamente en Kant un papel semejante al que tenían los dioses en Epicuro, a los que el antiguo maestro de la vida también pretendía dejar en paz.
Kant representa la gran censura a finales del siglo XVIII. Después de su aparición, el pensamiento occidental no volvería ya nunca a ser como antes, algo de lo que él mismo era consciente. «Hasta ahora se suponía», escribe, «que todos nuestros conocimientos tenían que regirse por los objetos... Pero hay que probar... si no avanzaremos más suponiendo que los objetos tienen que regirse por nuestro conocimiento... Hay aquí cierto parecido con el primer pensamiento de Copérnico, quien, al no poder proseguir con la explicación de los movimientos celestes bajo el supuesto de que toda la legión de estrellas girase alrededor del espectador, trató de ver si no se podría explicar todo mejor suponiendo que era el espectador el que se movía y dejando a las estrellas en paz.»
Kant había comenzado sus investigaciones, siguiendo el método de la antigua metafísica, en busca de las aprioridades del pensamiento, es decir, de certezas que, al ser dadas con anterioridad a cualquier experiencia (Physis), pueden, según pretendía la tradición, fundar una metafísica. Kant, de hecho, señaló tales certezas anteriores a cualquier experiencia, pero mostró que las mismas sólo sirven para la experiencia y son ya incapaces por tanto de fundar la metafísica. Con esta declaración solemne, el 'a priori' desciende de los cielos: a partir de ahora, deja de servir como anclaje vertical y lo único que proporciona es una orientación horizontal.
Para medir el nuevo impulso hacia la modernidad y la secularización que se produce con Kant hay que volver la vista atrás hacia Descartes.
Con Descartes, la razón había elevado ya su orgullosa cabeza y el Dios revelado había perdido fuerza. Necesitaba de apoyo, por tanto. Descartes, a partir de la autorreflexión de la razón, muestra las razones por las que tiene que existir un Dios tanto como existe el mundo. Kant, a partir de la autorreflexión de la razón, muestra las razones por las que tiene que existir la ficción de un Dios. Es el abismo que separa a los dos. En Descartes, Dios había sufrido ya una degradación al convertirse en un ser fundado en la razón. En Kant, sufre una nueva y dramática reducción: se convierte en Idea «regulativa».
Con anterioridad a Kant, Descartes había iniciado la búsqueda de una certeza metafísica última cuyo principio y cuyo fin fuese garantizado por la autorreflexión de la razón. En Descartes, actuaba ya el espíritu de la modernidad, pues, naturalmente, lo que se torna dudoso para él no es la existencia del mundo —aunque él pretenda lo contrario—, sino la existencia de Dios. Por eso, de su famoso «cogito ergo sum» no extrae una demostración del mundo (que es absolutamente superflua), sino una demostración de Dios. Pero al demostrar racionalmente la existencia de Dios, Descartes entraba en terreno peligroso, pues sus investigaciones estaban liberando al espíritu autónomo del análisis que acabaría disolviendo incluso la más poderosa de todas las síntesis, es decir, al propio Dios. Esa no será empero la obra de Descartes, sino de sus continuadores.
Por lo que se refiere al propio Descartes, Prometeo de la modernidad, del análisis 'corrosivo' y de las grandiosas construcciones matemáticas, hay que decir que permanece sentado delante de la chimenea durante veinte años en su exilio holandés y mira desde la ventana el paso del invierno, la primavera, el verano, el otoño y de nuevo el invierno. Fuera, observa los cuadros de género de la vida holandesa: la gente con grandes sombreros en las calles nevadas; las gaviotas sobre los muros del jardín; niños que juegan tras una lluvia estival; el azul del cielo en las charcas; días de mercado en otoño; muchachas que reprimen su risa bajo las ventanas; por la tarde, el crepitar del fuego en la chimenea. Son meditaciones que Descartes prosigue en medio de esta vida sosegada. Meditaciones de calma, de pasividad, de permisividad. Meditaciones que aniquilan, curiosamente, el furor de la acción y del dominio. En el corazón del huracán reina la paz, de nuevo esta vez.
El cartesianismo, universo de la racionalidad, brota en el punto de Arquímedes del retraimiento y del sosiego. Las certezas racionales de Descartes están encerradas en los recodos interminables de la meditación, por mucho que se hable de «mathesis» del orden y de «deducciones». Por eso es tan insensato identificar sin más el 'cogito' cartesiano con el flaco concepto de razón de la racionalidad moderna. De hecho, las meditaciones de Descartes son un diálogo con Dios. Su posición podría expresarse del modo siguiente: la razón, mediante la que se puede conocer a Dios, me convierte en propiedad de Dios. No soy yo el que me apropio de Dios con mi razón sino al contrario: Dios se apropia de mi en mi razón. Pero esta relación se apoya en un equilibrio inestable; basta un movimiento minúsculo y todo habrá cambiado: el Dios basado en la razón se convertirá en la divina razón.
La «mathesis universalis» cartesiana, y en mayor medida todavía la meditación sosegada del ensimismado Spinoza, así como las expediciones ávidas de experiencia del empirismo inglés (Locke, Hume), habían puesto en acción la actividad racional y el afianzamiento de la sensibilidad para explicar el mundo y la acción, sin que la orgullosa razón tuviese que quedar por ello en desamparo metafísico.
Los reparos escépticos o espirituales de Montaigne y Pascal no pudieron detener el ostentoso avance de la razón. En Leibniz, y luego en Christian Wolff, la totalidad, Dios y el mundo, queda unificada de nuevo en una síntesis grandiosa. El tránsito fronterizo entre el cielo y el mejor de todos los mundos se realiza sin problemas, ya sea por la vía deductiva, ya por la inductiva. Todo forma un continuo, la naturaleza no da saltos; las «perceptions petites» (percepciones inconscientes) y el cálculo infinitesimal dan cuenta de las transiciones. Podemos expresarlo exactamente de este modo: Leibniz enseña a su siglo a calcular con el infinito, apoyado por el genio musical del maestro de cálculo Johann Sebastián Bach, quien sublima la «mathesis Universalis» convirtiéndola en culto a Dios.
Kant, siguiendo el método de la metafísica anterior, busca aprioridades del pensamiento y encuentra más que nadie. Nos ofrece todo un muestrario de las mismas: las formas de la intuición, espacio y tiempo; un complicado mecanismo de categorías del entendimiento; y ese batán de la «apercepción» que pulveriza el material de la experiencia reduciéndolo a lo que finalmente podemos percibir y entender conceptualmente. Todas estas aprioridades son meros dispositivos de los que estamos provistos, en cuanto sujetos, antes de que llegue a nosotros el material de la experiencia. Pero las mismas, como señala Kant, no nos conectan con el cielo. Existen antes de cualquier experiencia, más acá y no más allá de ella, por tanto; no remiten hacia lo transcendente: son meramente transcendentales. Son las condiciones, la mera forma de cualquier experiencia posible: carecen, pues, de interés metafísico; interesan exclusivamente desde el punto de vista epistemológico. Si las examinamos de cerca, transcendemos la experiencia en dirección a las condiciones de su posibilidad: horizontal y no verticalmente por tanto. El 'trascendental' kantiano es en cierto modo lo contrario de lo 'trascendente', pues el análisis trascendental consiste precisamente en mostrar que no podemos, y por qué no podemos, tener conocimiento de lo trascendente. Ningún atajo lleva de lo trascendental hacia la trascendencia. Por ejemplo: nuestro entendimiento ordena el material de la experiencia siguiendo principios de causalidad. Frente al sensualista David Hume, que considera la causalidad como una hipótesis probable derivada de la experiencia y establecida a posteriori por tanto, Kant indica que la noción de causalidad no la obtenemos de la experiencia sino que, por el contrario, nos dirigimos a la experiencia provistos con ella; es decir, la aplicamos a priori a los objetos de nuestra experiencia. La causalidad no es, pues, para Kant un esquema del mundo exterior, sino un esquema de nuestra cabeza que nosotros proyectamos sobre el mundo exterior. El a priori de la casualidad existe, pero sólo para el ámbito de la experiencia. Querer hacer de Dios la causa primera, utilizando el principio de causalidad, es sobrepasar el ámbito de toda experiencia posible y significa hacer uso inadecuado de una categoría del entendimiento. Con esta observación de Kant, se quiebran todas las cadenas argumentativas de la prueba racional de Dios, tan majestuosamente trabadas a lo largo de los dos siglos anteriores. Kant destruyó la metafísica tradicional y fundó la moderna teoría del conocimiento. Trató de imponer disciplina al pensamiento y mostró con perspicacia en qué ocasiones y con qué pretextos la razón se salta las barreras y se pierde en campos de ensueño en los que nada hay que buscar. Kant compara el gusto por la especulación, a la que él mismo se había entregado en sus escritos tempranos sobre el origen del mundo, con la actitud de comerciantes poco escrupulosos que pretenden conseguir el éxito a base de dejar sus cuentas al descubierto. Las fantásticas incursiones del teósofo sueco Swedenborg (1688-1872) lo estimularon probablemente a poner coto al pensamiento. Se propone esperar, escribe Kant, «hasta que los señores hayan soñado bastante», para llevarlos entonces de la mano de sus secas consideraciones hasta la fábrica oculta de tales imágenes engañosas. En su confrontación con el popular «vidente» Swedenborg, Kant toma conciencia de lo urgente que resulta llevar a cabo una empresa filosófica que no se ocupe tanto «de objetos, cuanto de la manera en la que son conocidos los objetos». Contra el delirio de la iniciación a lo trascendente quiere establecer la cordura de lo trascendental. Un escrito menor de la misma época en la que trabajaba con la gran Critica de la razón pura lleva el significativo título Ensayo sobre la enfermedad de la cabeza. En él se ocupa de otro metafísico no menos extravagante, el llamado «profeta de las cabras» Jan Komarnicki, que sentaba sus reales en Könisgberg por aquel entonces, rodeado de catorce vacas, veinte ovejas y cuarenta y seis cabras, haciendo profecías sobre Dios y el mundo.
Kant no ahorró esfuerzos para demostrar que lo maravilloso es sólo extravagante. La gran obra con la que se inicia una época, La crítica de la razón pura, surgió de tales esfuerzos.
Arthur Schopenhauer, que había comenzado a leer a Kant en sus tiempos de Gotinga, vio al principio en el filósofo de Könisgberg sólo al aguafiestas de la metafísica, ante cuyas promesas él era todavía sensible, por el momento al menos. En una nota marginal de 1810 dice lo siguiente: «Uno cuenta una mentira; otro, que conoce la verdad, dice: eso es mentira y engaño, y aquí tenéis la verdad; un tercero, que no conoce la verdad, pero que es muy sagaz, muestra contradicciones y enunciados imposibles en aquellas mentiras y dice: por eso es mentira y engaño. La mentira es la vida, el sagaz es Kant y el que ha aportado muchas verdades, por ejemplo, Platón» (HN I, 13).
Ahora bien, Kant hizo algo más que establecer listas de prohibiciones o vigilar el uso de la razón dentro de sus cánones, evitando o desvelando usurpaciones de competencias («mentira y engaño»). Y ese algo 'más' encendió la antorcha de sus contemporáneos. Pero Arthur Schopenhauer, sumergido durante ese tiempo en la obra de Platón, no lo vio o no lo quiso ver.
Todo el mecanismo de relojería de nuestra facultad perceptiva y cognoscitiva, construido por Kant al estilo rococó, con sus cuatro tipos de juicios, a los que se fijan las tenazas de sus respectivas tres categorías: por ejemplo, en la cualidad del juicio, las categorías de 'realidad, negación, limitación' y así sucesivamente (Kant quería instalar incluso engranajes más finos, o por lo menos así lo insinuó al decir que podría «diseñar a su arbitrio todo el árbol genealógico de la razón pura») —todo este aparato, decimos, es algo completa-mente diferente de un «árbol»; para trabajar y poder descomponer y reconstruir de nuevo el material de la experiencia se necesita de energía viviente. La caracterización de esa energía es un punto central de la filosofía kantiana. La denomina —y eso tendría que sorprender hoy a todos aquellos que no ven en Kant más que al ingeniero del entendimiento— «imaginación productiva». «Que la imaginación sea un ingrediente necesario de la percepción», escribe, «es algo en lo que ningún psicólogo ha caído todavía».
La entronización de la imaginación no fue obra exclusiva del movimiento Sturm und Drang y el Romanticismo. También Kant contribuyó a ello y, si tenemos en cuenta su enorme influencia, podemos considerarlo a él como el más efectivo entronízador de la misma. Por otra parte, recibió una valiosa sugerencia al leer el Emile de Rousseau: tan impresionado se sintió esa tarde que prescindió incluso de su puntual paseo de cada día.
Rousseau había introducido un ensayo filosófico, con el título «Confesión de fe de un vicario savoyano», en el cuarto libro de su novela educativa Emile (1762), en el que presumía de querer «constatar» el único punto evidente para él en el océano de las opiniones. Rousseau se enfrenta con las concepciones epistemológicas de los sensualistas ingleses. Estos, según él, entienden al hombre percipiente y cognoscente como un medio meramente pasivo en el que se reproducen de un modo u otro las impresiones sensibles. Contra tal concepción, desarrolla su teoría, tan rica en consecuencias, de la espontaneidad, es decir, de la parte activa en el conocimiento y la percepción. A partir del análisis de la facultad de juicio va extrayendo, con auténtico virtuosismo, la aportación del yo.
Un ser meramente sensitivo no podría captar la identidad de un objeto al que ve y toca al mismo tiempo. Lo visto y lo tocado se convertirían para él en dos 'objetos' diferentes. Es el 'yo' el que los pone en conexión. La unidad del yo garantiza por tanto la unidad de los objetos exteriores.
Rousseau va todavía más lejos: compara el sentimiento del 'yo' y la 'sensación' del mundo exterior y llega a la conclusión de que sólo puedo «tener» la sensación cuando ésta forma parte del sentimiento del yo; y puesto que las sensaciones introducen en mí el ser exterior y a su vez sólo existen en el ámbito del sentimiento del yo, sin éste no puede haber ser. O, dicho de otra manera: la percepción del yo produce el ser. Pero la percepción del yo no es más que la certeza de que soy. Rousseau se opone también a Descartes en este punto, e invirtiendo el clásico enunciado 'pienso, luego existo', proclama: 'Existo, luego pienso'. Los pensamientos no se pueden pensar ellos mismos. Y por muy constrictiva que sea la relación que la lógica impone entre dos representaciones, para que surja tal relación, es preciso que yo la quiera establecer. Entre dos puntos no hay línea si yo no la trazo.
Para Descartes, la voluntad es la fuente del error, pero el pensamiento 'puro' es un pensamiento que se puede pensar sin el impulso de la voluntad. Rousseau muestra que incluso el acto de pensamiento más elemental sólo se puede llevar a cabo por la fuerza de un yo existente y por tanto volente.
Esta fuente fundamental de actividad que pone en marcha a la percepción y al conocimiento, descubierta por Rousseau, es lo que Kant llama «imaginación». Desarrolla también conceptos mucho más complejos para explicar esta actividad básica del yo. Habla, por ejemplo, de la «síntesis trascendental de la apercepción» (sin que tal atentado lingüístico le produzca mayor rubor); o, simplemente, de la «consciencia pura». Dice de ésta que es «el punto más alto al que tiene que llegar todo uso del entendimiento, incluso toda la lógica y, por último, la filosofía trascendental».
Hoy, puede parecer sorprendente la enorme sutileza desplegada para extraer de los intrincados vericuetos del pensamiento lo que, en apariencia, resulta más evidente, es decir, el 'yo soy'. Tiene que resultarnos sorprendente si queremos percatarnos realmente de cuál fue el punto de partida de la autoconsciencia, en el momento de su nacimiento filosófico, y de los sentimientos de euforia que acompañaron a ese nacimiento. Pues, en la crítica que se hace habitualmente de la razón, se pasa por alto con frecuencia tales factores: el placer, la intensidad, el vitalismo que estuvieron asociados al descubrimiento de un yo capaz de instaurar el mundo. Lo simple era tan difícil que había que hacer largos recorridos hasta llegar allí. Sólo se puede entender la euforia de la llegada cuando uno tiene consciencia de lo vasto que era el encubrimiento del yo en la época premoderna. Las acciones de pensar, creer, sentir, como nos ha enseñado Foucault, tenían entonces otras connotaciones. El pensamiento desaparecía en lo pensado, la sensación en lo sentido, la voluntad en lo querido, y la creencia en lo creído. El sujeto introdujo en sus propias obras a una furia de las desapariciones y la mantuvo firmemente sujeta allí. Y ahora, de pronto, el escenario da la vuelta, el creador se separa de sus obras, las pone delante de sí y exclama: ¡mira, yo he hecho todo eso!
Cuando sucedió tal cosa por primera vez —es la época de Rousseau y Kant— fue vivenciada como un amanecer que abría todas las esperanzas.
El ser humano, que descubre súbitamente que él mismo es el director del teatro del que hasta ahora se sentía espectador, vuelve a recoger en su mano todas las riquezas dispersas por el cielo, descubriendo que son cosas realizadas por uno mismo. Pero aunque esto puede embelesar por un momento, acaba decepcionando. El descubrimiento de la propia obra en los viejos tesoros de la metafísica les hace perder su encanto y sus promesas. Pierden brillo y se tornan triviales. La escapatoria será la siguiente: si uno es el hacedor, hay que hacer cuanto sea posible; habrá que buscar el futuro mediante acumulaciones frenéticas. Las verdades estarán ahí sólo para ser 'realizadas'. Eso pondrá en marcha la religión secularizada del crecimiento y del progreso. Finalmente, llega un tiempo en el que uno se siente cercado por lo hecho y aspira hacia lo devenido, un tiempo en el que la 'apropiación' de lo 'propio' se convierte en problema; se hablará entonces de 'enajenación' dentro de un mundo construido por uno mismo: lo hecho desborda al hacedor. La imaginación descubre una nueva utopía: la posibilidad de llegar a dominar lo hecho. Pero cuando estas utopías pierden fuerza, surge el cerco de un nuevo tipo de temor: el temor ante una historia construida por uno mismo.
Al principio, naturalmente, nadie pensó ni previo todo esto. Lo que imperaba era la euforia ante una tierra recién conquistada. Así, al menos, festeja Kant el acontecimiento de la autofundamentación y el hallazgo de uno mismo en un mar de pérdidas e incertezas. «El país de la razón pura... es una isla envuelta por la misma naturaleza con límites invariables. Es el país de la verdad... rodeado por un amplio y tempestuoso océano.»
Kant trató de crear y fortificar un punto de apoyo desde el que fuera posible contemplar, con cierta tranquilidad, el piélago de lo desconocido.
A este algo 'desconocido' le dio un curioso nombre: la «cosa en sí».
La «cosa en sí» es desconocida de una manera mucho más radical de lo que pueda serlo algo que simplemente todavía no se conoce. La «cosa en sí» es el nombre para algo desconocido que, paradójicamente, queda constituido por nosotros mismos al mismo tiempo que conocemos algo; es la sombra que proyectamos al conocer. Podemos captar cualquier cosa sólo en lo que es para nosotros. Lo que sean las cosas 'en sí', independientemente de los 'órganos' con las que nos las representamos, es algo que se nos escapará siempre. El ser es 'ser representado'. Con la «cosa en sí», un nuevo tipo de trascendencia asoma en el horizonte: no la trascendencia del antiguo más allá sino una trascendencia que no es más, pero tampoco menos, que la parte invisible de todas las representaciones.
Por lo que respecta al propio Kant, cabe señalar que se despreocupó tranquilamente de la «cosa en sí» epistemológica, exterior a nosotros, dejándola estar ahí sin más. En un primer momento, le inquietó desde luego la curiosidad de saber lo que sea el mundo más allá de nuestras representaciones. Pero después aplacó esta inquietud con un agudo análisis de las contradicciones («antinomias») de nuestra razón.
«La razón humana», así empieza el prólogo de su Crítica de la rascón pura, «tiene el singular destino... de ser asediada por preguntas que no puede desechar, pues le son planteadas por la misma naturaleza de la razón, pero que tampoco puede responder, puesto que superan la capacidad de la razón humana.» Esta contradicción no se puede resolver: hay que enfrentarse a ella. Pero es posible hacer esto tanto mejor cuanto que, con nuestra razón, podemos desenvolvernos en un mundo que nos es, en última instancia, desconocido. La experiencia y el saber no nos proporcionan ciertamente una verdad absoluta. Pero si nos confiamos a ellos sabemos lo suficiente como para afianzarnos en el mundo. Hoy lo diríamos de otra manera: nuestras formas de experiencia y de conocimiento no nos dan conocimientos absolutos pero sí rituales de adaptación al mundo de la vida.
La «cosa en sí» kantiana iba a hacer una carrera singular.
Kant dejó tras de sí un edificio bien repleto de conocimiento racional, pero la «cosa en sí» actuaba como un orificio a través del que soplaba un viento inquietante.
Los sucesores de Kant, por su parte, no estaban dispuestos a despreocuparse de esta «cosa en sí» con la misma serenidad con la que lo había hecho el sabio soltero de Könisgberg. Querían comprenderla a toda costa. Una curiosidad irrefrenable pretenderá ahora penetrar en el supuesto corazón de las cosas. Da lo mismo que sea éste el 'yo' de Fichte, el 'sujeto de la naturaleza' de Schelling, el 'espíritu objetivo´de Hegel, el 'cuerpo' de Feuerbach o el 'proletariado' de Marx; todos querrán despertar al mundo de su sueño y, si no existe una palabra mágica, habrá que inventarla; y si no existe una última verdad por descubrir, habrá que 'hacer' la verdad. O más exactamente: se esperará de la historia, hecha por uno mismo, que traiga la verdad. La huella ensangrentada de la historia más reciente es la rúbrica de esa verdad. Habrá que acechar a la verdad como a un enemigo. «Nos falta algo», grita el Danton de Büchner, «no tengo ningún nombre para darle, pero no podemos encontrarlo hurgando en las entrañas; ¿para qué debemos pues reventarnos? ¡Va, somos miserables alquimistas!»
Tampoco el joven Schopenhauer se dio por satisfecho con la serenidad escéptica de Kant. También él quiso alcanzar el corazón de las cosas. Trató de equilibrar el criticismo de Kant con Platón, el cual, según creía, no es sólo un guardián de la puerta de la verdad sino también un apóstol de la misma. Kant enseña sólo reglas de urbanidad en la mesa y conoce a lo más un par de recetas; pero Platón trae los manjares. Schopenhauer escribe en una nota marginal sobre Kant: «La mejor manera de designar lo que le falta a Kant sea tal vez decir que no conoció la contemplación» (HN I, 13).
«Contemplación» es para Schopenhauer, como sabemos ya desde sus tiempos de Hamburgo, ese tipo de saber que la perspectiva de las altas cumbres hace posible y que nos permite evadirnos de las cadenas de la utilidad, del medro burgués y, en general, de la refriega de la autoafirmación. La 'verdad' que busca Schopenhauer no es tanto un cuerpo de juicios adecuados cuanto una forma de existencia. No se tiene la verdad, sino que se está en la verdad. Lo que importa no es la utilidad, sino el goce del conocimiento. Cuando Schopenhauer habla de «contemplación» y la echa a faltar en Kant, está pensando de algún modo en una forma secularizada de 'conversión' pietista, de un renacimiento que nos lleve desde la mundanidad hasta la filiación divina. Busca una inspiración a la que sólo cabe calificar como salvífica. Se trata de una urgencia que no es posible apaciguar con Kant. Puede aceptar a éste en cuanto ingeniero de la razón; representa para él la solidez en filosofía, una solidez que Arturo dejó tras de sí en la vida burguesa al renunciar a la carrera de comerciante que el padre deseaba para él. En el mundo de la filosofía, ajeno al padre, Kant es el único que posee, por así decirlo, la aprobación paterna; pero nada más. Al final de su época de estudios en Gotinga y, sobre todo en Berlín, Arthur Schopenhauer descubrirá de nuevo a Kant y encontrará entonces la dimensión de un filosofar existencial que ahora inútilmente busca en él. Entenderá entonces por fin al Kant del que no hemos hablado todavía, a saber, al gran teórico de la libertad humana.
Kant se acercó al misterio de la libertad de tal suerte que su influencia sobre la época no fue menor en este aspecto que la que había ejercido con su teoría del conocimiento. En cuanto teórico de la libertad, fue el Sartre de principios del siglo XIX.
Kant no aborda el misterio de la libertad por primera vez en su Crítica de la razón práctica, sino que lo había hecho ya en su obra principal sobre teoría del conocimiento, a saber, en las famosas «antinomias» —capítulos de los que Arthur Schopenhauer dirá que son «geniales» por antonomasia.
Acordémonos: Kant entendía la «cosa en sí» como el reverso de todas nuestras representaciones. Por lo demás, se despreocupó después de tal «cosa en sí», fuera de nosotros, de esa manera frívolo-escéptica que ya hemos descrito. Pero, al mismo tiempo, instaló ese reverso con osadía, y consecuentemente a la vez, en nosotros mismos.
Nosotros, además de ser una «cosa en sí», somos también una representación para nosotros mismos. Por una parte, reflejamos como un espejo; pero somos, por otra, el reverso del espejo. Somos un ojo —eso es lo que hace del mundo algo visible—, pero un ojo que no puede verse a sí mismo mientras ve. Así, la trascendencia, algo sublime antaño, se transforma en el punto ciego de nuestra existencia, en la «oscuridad del instante vivido» (Bloch). Actuamos ahora y podremos encontrar siempre más tarde una necesidad, una causalidad para nuestra acción. En el instante de la acción empero estamos 'indeterminados'. Yo me experimento como un ser que no está ligado a una cadena causal sino como un ser con el que comienza, de la nada en cierto modo, una nueva cadena causal. El universo del ser necesario queda escindido en cada instante. Kant ilustra esto con un ejemplo trivial: «Cuando ahora..., completa-mente libre y sin el influjo necesario determinante de las causas naturales, me levanto de una silla, este acontecimiento da inicio a una nueva serie causal con todos sus efectos naturales hasta el infinito. Después, cuando ya esté levantado, seré presa de explicaciones causales en lo que respecta a este suceso; en ese momento se hará evidente la necesidad, pero sólo porque el suceso del levantarse ya acabó. Cada instante me sitúa ante la elección y me pone en manos de la libertad.»
'Necesidad', 'causalidad' —se trata de categorías de nuestro entendimiento al servicio de la representación y, por tanto, del mundo como se nos aparece. Yo mismo soy un fenómeno para mí en la medida en que me convierto en objeto de mi propia consideración y reflexiono sobre mis acciones. Pero, al mismo tiempo, me experimento en libertad. El hombre vive en dos mundos. Por una parte es, en terminología kantiana, un «phainomenon», una célula del mundo sensible cuya existencia se somete a las leyes del mismo; por otra parte es un «noumenon», una «cosa en sí» —sin necesidad, sin causalidad—, un algo que ya es incluso antes de que yo pueda comprenderlo y explicarlo; y que es diferente e infinitamente más de lo que yo puedo entender.
Aquí está el centro secreto de gravitación de toda la filosofía kantiana. El propio Kant reconoció que era así al confesar, en una carta, que el problema de la libertad le despertó de su «sueño dogmático» y le empujó a hacer la crítica de la razón. Este problema puede formularse bajo la forma de una contradicción: «El hombre es libre y, a la vez, no existe la libertad: todo está sometido a la necesidad conforme a las leyes de la naturaleza.»
En la caracterización que hace Kant del hecho de la libertad como comienzo 'incondicionado' de una cadena causal, escuchamos de nuevo a Rousseau. Este había respondido con osadía a la cuestión de si es pensable de algún modo un comienzo del mundo: tal comienzo es pensable porque nosotros mismos podemos comenzar de nuevo en cada instante. «Tú me preguntarás», se dice en el Emile, «cómo sé que hay movimientos que parten del propio impulso; tengo que decirte que lo sé porque lo siento. Quiero mover mi brazo y lo muevo sin que ese movimiento tenga ninguna otra causa inmediata más que mí voluntad.»
Así pues, Rousseau había considerado a la 'voluntad' como la fuerza de la libertad. Pero debemos señalar que Kant sigue otro camino en este punto. Para él, el 'deber' se convierte en la quintaesencia de la libertad. Le lleva ahí una complicada argumentación que se reduce en último término a un pensamiento simple: la 'voluntad' es la naturaleza en nosotros. Lo que la naturaleza quiere en nosotros es precisamente la necesidad natural y no la libertad. Así pues, somos libres cuando tenemos la fuerza de romper las cadenas que, en cuanto seres naturales, nos sujetan. Libertad es el triunfo sobre nuestra naturaleza pulsional. En cuanto seres naturales, pertenecemos al reino de los fenómenos; pero a pesar de ello podemos escapar del mundo fenoménico, con sus necesidades, cuando escuchamos la voz de la conciencia; cuando somos capaces de superarnos en cuanto seres naturales; en la medida en que somos capaces de hacer algo a lo que no nos obliga ninguna necesidad natural sino sólo la voz de la conciencia. Cuando nos hemos decidido por un determinado 'deber', en un acto fundamentante, estamos actuando 'incondicionadamente'. Y cuando este 'deber' tiene la fuerza de producir un 'querer', entonces triunfa en nosotros la «cosa en sí» que somos en definitiva en cuanto seres morales.
Una acción tal es lo que Kant llama «moral». Moral es, pues, lo que no recibe sus leyes del mundo de los fenómenos; somos morales en la medida en que superamos nuestra naturaleza. Nuestra moralidad nos introduce en el corazón recóndito del mundo.
Al llegar a este punto, la «cosa en sí», moralizada, recibe la herencia de la vieja metafísica. «Cosa en sí», «libertad» y «ley moral» quedan enlazadas por la «razón práctica», la cual compensa el vacío del cielo exterior con un cielo de moralidad en la cabeza. Razón teórica y razón práctica se enfrentan así en una sorprendente constelación de hechos. Mientras que las categorías de la razón teórica pueden trabajar sólo, según Kant, cuando son utilizadas como condición de la experiencia posible, con la razón práctica sucede exactamente lo contrario: se confiere validez a sí misma sólo cuando se opone a las reglas práctico-morales de la experiencia (provecho propio, autoafirmación, búsqueda de la felicidad, etc.). Si la razón práctica sólo ofreciese lo que enseña la experiencia y aquello a lo que tiende la naturaleza, no podría proceder de la «libertad», de la «cosa en sí», situada más allá de toda experiencia. Pero tiene que ser así. Por eso, en definitiva, la fuerza de la libertad no es en Kant la 'voluntad' rousseauniana (demasiado naturalista para él), sino el 'deber', un deber que tiene fuerza suficiente, es decir, autonomía, para extraer de sí mismo un querer.
La razón práctica, que brota del misterio de la «cosa en sí», tiene la fuerza, según Kant, de producir acciones que sólo acontecen porque son razonables y no necesita apoyarse en el impulso de la inclinación o del miedo. Más aún, tiene incluso que rechazar tales impulsos: «hay almas que son por naturaleza tan generosas», escribe Kant, «que encuentran un placer interior en expandir felicidad en torno suyo y pueden regocijarse en la satisfacción de los demás cuando es fruto de las propias obras. Pero yo afirmo que tal clase de acciones.... por muy respetables que sean, no tienen un verdadero valor moral.»
Incluso para el ardiente kantiano Schiller, esto era ir demasiado lejos. Así que escribió el siguiente epigrama:
«Sirvo feliz a los amigos,
Pero desgraciadamente lo hago con inclinación,
Así que me remuerde la conciencia por no ser virtuoso
No existe otro consejo, tendrás que despreciarlos
y hacer con aversión, lo que el deber te ordene.»
Los imperativos de la razón práctica, en Kant, no prometen recompensa alguna ni es posible seguirlos en cuanto medios para conseguir otros fines. Es la pura obligación por mor de sí misma. Están en el límite de todas las series pensables de medios. Captamos el deber en la ley moral interior.
Es como si la vieja metafísica, destronada de los amplios espacios del cosmos, hubiese reunido todas las fuerzas que le restaban y se hubiese instalado en la conciencia del sujeto secularizado, lugar desde el que ahora le hostiga y le espolea sin cesar.
Así se nos aparece la moralidad kantiana cuando la consideramos desde el punto de vista del destino de la metafísica. Por otra parte, no muestra rasgos menos extraordinarios si la contemplamos desde el mundo material de la vida. Pues una interiorización tan rigurosa como la que propone Kant, era, en el estadio de la cultura moral de ese momento y por muchas conexiones que tuviese con el mismo, irremediablemente prematura.
No hay duda de que corrían buenos tiempos para la conciencia en la época de Kant. Hay una prehistoria que explica este hecho. El proceso de la civilización occidental consiguió interiorizar en la conciencia de los individuos, a través de varios estadios sucesivos, la violencia con la que debía ser apuntalado un determinado orden de vida en común.
Con anterioridad a la Edad Moderna, la violencia, omnipresente, reinaba bajo múltiples formas. La violencia estatal tenía que actuar de manera ambulante, por lo que no podía ser ejercida simultáneamente en todas partes. La mayoría de las veces, sin embargo, conseguía estar presente a pesar de su ausencia, como también el cielo y el infierno, pues sus promesas y amenazas creaban reglas importantes de actuación. Uno se sentía rodeado por ellas, incluso protegido, pero seguían estando 'fuera' y era posible congraciarse con las mismas por medio de las instituciones, de la Iglesia y de sus rituales. Las relaciones comerciales del 'tráfico de indulgencias', por ejemplo, eran extraordinariamente liberadoras, pues procedían del espíritu de un concordato entre Dios y el diablo, es decir, «entre el espíritu y la materia, un concordato en el que, en teoría, se afirma el exclusivo dominio del espíritu pero se pone a la materia en condiciones de ejercitar todos sus derechos anulados... Puedes ceder a las tiernas inclinaciones del corazón y abrazar a una bonita muchacha, pero tendrás que confesar después que se trató de un abominable pecado y tienes que hacer penitencia por ese pecado» (Heinrich Heine). La basílica de San Pedro, construida con el dinero del tráfico de indulgencias, puede ser considerada también, según Heine, como «monumento al placer sensual», al igual que aquella pirámide que construyó una meretriz egipcia con el dinero que había ganado en la prostitución.
Lutero fue el gran aguafiestas; pero sólo pudo llegar a serlo porque la época aspiraba hacia un nuevo dios, un Dios íntimo e interiorizado. Y esto era así porque la naciente sociedad burguesa, organizada según el principio de la división del trabajo, necesita y produce hombres que sepan dominarse, que puedan 'contenerse', que no tengan que ser forzados desde fuera sino que sean capaces de forzarse a sí mismos. Las cadenas de acción en las que el individuo está implicado se vuelven más largas e inabarcables. La red social, tan finamente tejida, se transforma dentro de la cabeza en un filtro que frena la acción.
Kant fue arrastrado por este proceso, pero sobreestimó sus resultados. La sumisión total de la conciencia, en el siglo XVIII, resulta pensable como perspectiva pero no es algo que llegue a realizarse. El imperativo categórico kantiano, que resume en una frase cortante y apodíctica todo el rumor de la conciencia: «Actúa sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se convierta en ley universal» —ese imperativo es un postulado elevado a la segunda potencia: expresa la exigencia de que la conciencia exija de esta forma. No es inmediatamente evidente y, en cuanto exigencia exigida, será víctima en seguida de una casuística que se ramifica en múltiples direcciones. Dentro de esta casuística podría planteársele al filósofo en Könisgberg, por ejemplo, el caso del ladrón que se sintiese justificado mediante la siguiente interpretación del imperativo categórico: 'robo siguiendo la máxima de que se suprima la propiedad; pues quiero que los demás lo hagan también de este modo y así al final ya no habrá ni propiedad ni ladrones. Así que yo, en cuanto ladrón, contribuyo a que se acaben los hurtos'.
Es preciso admitir, pues, que la historia social de la conciencia no había avanzado tanto como para que, en orden a la regulación de las relaciones sociales, fuese posible abandonarse sin más a las máximas y exigencias de aquélla. Los hombres se descarriaban, igual entonces que en todos los tiempos, aunque tal vez ahora hubiese mayor freno interior. Lo que Kant diseña es una utopía. Del mismo modo que en Adam Smith la sociedad burguesa se estabiliza a sí misma y progresa por medio del mercado y de la actividad regulada mercantilmente, sin necesidad de un poder estatal que intervenga, esta misma sociedad burguesa debería también poder mantener su equilibrio moral, sin tutela estatal, mediante un sistema de autorregulación para la prosperidad espiritual. Con su imperativo categórico, Kant pretendió dar una especie de fórmula para el crecimiento del ámbito de comportamiento moral de la sociedad burguesa.
La historia ulterior de la alianza de la sociedad burguesa con el mundo de la moral resulta conocida. Funcionó según la siguiente divisa: buena es la confianza, mejor el control. La necesidad interiorización de la conciencia ha decrecido de manera dramática en nuestro siglo. El Estado ha promovido a gran escala la falta de conciencia mientras las redes de control, tendidas desde el poder, tornaban sus mallas más densas y mientras desde el sustrato psíquico, descubierto recientemente, afloraba toda una cultura de la disculpa y de la inocencia. Así que la conciencia, desprovista de un horizonte de actividad, tuvo que descender de nuevo en sus aflicciones a un nivel semejante al de la edad premoderna, sustituyendo el tráfico de indulgencias con multas y volantes médicos.
Con respecto al rigorismo moral de Kant, no debemos olvidar que, en último término, se origina en el hecho de haber tenido que compensar esa frivolidad tácita que acompaña a su filosofía: la frivolidad del 'como si'. La confianza en la propia fuerza moral debe sustituir a la fe en Dios. Y, en contraposición, la fuerza moral debe actuar de manera tan incondicionada 'como si' estuviese vigilada por Dios. «Es sabio», escribe Kant, «actuar de tal manera como si la existencia de otra vida... fuese algo inapelable.» Este confesado ficcionalismo sitúa el discurso del filósofo de Könisgberg, tan serio por otra parte, en un singular estado de fluctuación. Por eso se atreve a formular juicios como el siguiente: «Parece ciertamente arriesgado, aunque no es refutable, decir que cada hombre se construye un Dios.» En Kant se sobrepone siempre una fina ironía a todos los pensamientos que conciernen a las llamadas cuestiones últimas, una ironía que el joven Schopenhauer interpretó como epicureismo. «Incluso el mayor sabio», escribe Kant, «tiene que reconocer aquí su ignorancia. La razón apaga en este punto sus antorchas y quedamos en la oscuridad. Sólo la imaginación puede proseguir errante, en medio de esa oscuridad, forjando fantasmas.»
Arthur Schopenhauer no quiere abandonarse a la imaginación, o, por lo menos, no a la propia. Platón le enciende la antorcha que Kant le rehusa. Lee una y otra vez el mito de la caverna de la Poli-teia. Nos encontramos en una oscura mazmorra: detrás de nosotros arde un fuego y más atrás está la salida. Estamos encadenados; no podemos girar la cabeza y tenemos que mirar a la pared que hay enfrente de nosotros. Allí seguimos el juego de sombras proyectadas por los objetos que los portadores llevan por detrás de nosotros y delante del fuego. Si pudiéramos girarnos, veríamos los objetos verdaderos y el fuego; entonces quedaríamos libres y, finalmente, podríamos salir de la mazmorra y llegar al sol. Sólo entonces estaríamos en la verdad. Eso es el platonismo: un conocimiento que apunta hacia otro ser. No se trata de ver los objetos mejor sino de estar al sol. Incluso podemos suponer que el resplandor sea tan grande allá afuera que no se vea ya nada. Lo semejante se aproxima a lo semejante, o, dicho de otra manera: a través del conocimiento nos asemejamos a lo conocido. La manera más perfecta de ver el sol es convertirse en el sol. La «idea platónica», esa quintaesencia del ser siempre igual, perfecto y ajeno a todo devenir, sólo se puede conocer por medio de una asimilación: tienes que cambiar tu vida. No una crítica, ni una dialéctica, ni una lógica es lo que se ofrece aquí: sólo un erotismo de la verdad. ¿«Fantasmas»? No lo son si consiguen transformarte.
Arthur Schopenhauer, en cualquier caso, busca en la lectura de Platón esa sublime serenidad que hasta ahora sólo supo darle la apasionada vivencia de las montañas. Con Platón, roza las alturas y encuentra lo que pocos meses más tarde, en sus notas de Berlín, llamará por primera vez su «consciencia mejor».
Pero ya al final de su estancia en Gotinga, en algún momento del verano de 1811, intentó conectar a Platón, al que amaba, con Kant, del que incluso contra su propia voluntad no conseguía desprenderse. Y formuló la moralidad kantiana con ecos platónicos. Escribe en su diario: «Hay un consuelo, una esperanza segura que nos llega a través del sentimiento moral. Si nos habla con tanta claridad, si sentimos un impulso tan grande hacia la mayor autoinmolación, que se opone por completo a nuestro bien aparente, ello nos tiene que hacer ver nítidamente que nuestro bien verdadero tiene que ser otro y que, por tanto, hemos de actuar en contra de todos los motivos terrenales;... que la voz que escuchamos llega de un luminoso lugar» (HN I, 14). Encontramos aquí todavía una formulación muy vacilante y provisional. No es el seco deber moral lo que le fascina sino esa fuerza de la libertad, invocada por Kant, la cual quiebra las cadenas de la razón cotidiana, de la mera autoafirmación y de la propia conservación. En términos del mito platónico de la caverna, es la vía hacia la libertad, hacia el sol, hacia la participación en el ser.
A este portento que surge de la libertad, Arthur Schopenhauer le dará otro nombre después: negación de la voluntad.

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