martes, 18 de enero de 2011

Capítulo 5.


Weimar. Catástrofe política. Goethe en apuros.



Arthur vivió solo en Hamburgo casi un año. No era todavía mayor de edad ni desde el punto de vista de las convenciones burguesas ni desde el de sus derechos a la herencia. Pero la madre lo trataba como si lo fuera desde que se trasladó a Weimar. En sus cartas se hace muy perceptible un tono nuevo: no se dirige a él tanto como una madre cuanto como una amiga o una hermana mayor. El día de la partida había decidido prescindir de la ceremonia del adiós. Así que, la mañana del 21 de septiembre de 1806, Arthur encontró solamente una carta que la madre había escrito durante la noche: «Acabas de marcharte; huelo todavía el humo de tu cigarro y sé que no volveré a verte en mucho tiempo. Hemos pasado juntos una alegre velada; que sirva eso como despedida. Adiós, mi buen, mí querido Arthur; cuando recibas estas líneas seguramente ya no estaré aquí; pero aunque estuviera, no vengas: no puedo soportar las despedidas. Podemos vernos cuando queramos; espero que no será preciso esperar mucho hasta que la razón nos permita quererlo. Adiós; te engaño por primera vez. Había encargado los caballos a las seis y media, espero que no te dolerá mucho que te haya engañado; lo hice por mi propio bien, pues sé cuan débil soy en tales instantes, y cuánto me afecta una emoción violenta.»
Lo importante en esta carta son los detalles; por ejemplo, la mención del humo del cigarro durante la última velada pasada en común. No quiere guardar el recuerdo de Arthur como hijo sino como hombre. Y escapa con astucia a la escena sentimental de despedida: no le interesa. Rebosa de alegres esperanzas en su nueva vida. «Lo hice por mi propio bien.» Con esta lógica, Johanna se libera de las convenciones del deber materno.
Era plenamente consciente de que con su nuevo proyecto de vida estaba enfrentándose a las costumbres burguesas. Había en ella un altivo amor propio y no estaba dispuesta a permitir que su vida quedase disminuida por miramientos timoratos. Ella era, según escribe una vez a Arthur, «demasiado decidida, demasiado inclina-da a escoger el más sorprendente entre dos caminos, como hice al escoger mi lugar de residencia. Así, en vez de retirarme hacia mi ciudad natal, llena de amigos y parientes, tal como hubiese hecho casi cualquier otra mujer en mi lugar, elegí Weimar, ciudad que me resultaba completamente extraña» (28 de abril de 1807).
Tras la muerte del marido, lo último que se le podía ocurrir era dirigirse hacia la parentela; por el contrario, se sintió feliz de poder rehuirla. En una ocasión hizo el siguiente comentario a Arthur en relación con un altercado entre los parientes de Danzig: «Gracias a Dios que fui lo bastante lista como para escabullirme de tales relaciones familiares; así que puedo observar la bronca desde lejos y cada día soy más consciente de en qué medida toda esa insignificante agitación hubiese destruido lo que es auténticamente mi mejor ser» (30 de enero de 1807). Johanna estaba tan inmersa en su nuevo, en su «mejor ser», que, en las numerosas cartas dirigidas a Arthur durante ese tiempo, habla casi exclusivamente de sí misma y de su entorno, sin referirse apenas —de momento al menos— a las no menos numerosas cartas de Arthur, destruidas posteriormente por ella. No hay en realidad diálogo epistolar entre ambos. Johanna quisiera que Arthur participase en su mundo, tal como escribe algunas veces a modo de disculpa y coqueteando todavía con su papel de madre: «Pero quiero en definitiva contarte algo, pues, al fin y al cabo, siempre tuve la costumbre de traer un poco de confite para mis hijos después de las veladas» (8 de diciembre 1806). No mostraba una curiosidad especial por la vida de Arthur en Hamburgo, pero se aprovechaba de la circunstancia de que éste viviera allí para hacerle pequeños encargos; Arthur tenía que llevar a cabo oficios de recadero para su mundo: unas veces se trata de ir a Rostock para recoger una carta de la madre de la duquesa; otras veces, el círculo de Goethe necesita material de pintura, como cartones y pinceles; Fernow, un amigo de la casa, desea un libro que no se puede obtener en Weimar; la madre, un sombrero de paja. Arthur debe envolverlo todo cuidadosamente. En cuanto al sombrero, debe probárselo primero él mismo, pues «no hay que olvidar», escribe Johanna, «que mi cabeza es tan grande como la tuya; el sombrero tiene que sentarte bien a ti, si no, no lo podré llevar» (10 de marzo de 1807). Sólo en esta circunstancia resultó provechoso que ambos tuviesen grandes cabezas. Cuando Arthur había cumplido todos los encargos, recibía los elogios correspondientes: «Querido amigo Arthur... he regalado tiza para dibujar a Goethe, a Fernow y a Meyer, y todos han dado amablemente las gracias.» Arthur rozaba el borde de la capa del profeta: Goethe le manda saludos y da las gracias por un envío de tizas. Algún calor de la estrella solar llegaba también hasta Arthur con ocasión de sus pequeños oficios de mensajero para la fabulosa Weimar.
Quienquiera que tuviese un mínimo vínculo con el mundo del espíritu no podía dejar de entrar en Weimar, por aquel entonces, con el más profundo respeto. Los dos niveles de la cultura estaban allí representados con más brillantez que nunca antes en lugar alguno de Alemania. En el piso principal residían los Herder, Schiller, Wieland y, naturalmente, Goethe; en el sótano se apiñaban los populares August von Kotzebue, Stephan Schütze y Vulpius. No es de extrañar que un contemporáneo tan falto de respeto como Jean-Paul exclamara con ocasión de su primera visita a la pequeña ciudad cortesana de Turingia: «Por fin... he empujado las puertas del empíreo y he entrado en Weimar.» Algunas semanas después, sin embargo, se queja ya en una carta a su hermano: «No puedes imaginarte cómo la gente alterca, se pone zancadillas y se atropella aquí para obtener un rinconcito bajo el palio celestial.»
Para el que no se dejase deslumbrar por el esplendor artístico de Weimar, no podía por menos que resultar penoso, cuando trataba de llegar a la ciudad, el hecho de que, sea cual fuere la dirección desde la que viniese, tuviera que desviarse de las carreteras principales y bien transitables. Todos los lazos importantes de comunicación quedaban lejos de Weimar. Esto era aplicable tanto a la carretera Oeste-Este de Frankfurt a Leipzig, pasando por Erfurt, como para la conexión Norte-Sur, de Eisleben a Nuremberg, pasando por Rudolstadt. La capital empírea de la cultura alemana quedaba, desde el punto de vista de las comunicaciones, en un ángulo muerto, y el último tramo de camino antes de llegar a Weimar estaba en un estado lamentable. Goethe, director de obras públicas de carreteras desde 1779, había tratado inútilmente de cambiar ese estado de cosas. Finalmente capituló y partió hacia Italia: los caminos alrededor de Weimar siguieron siendo tan peligrosos como antes. Al emprender Goethe un largo viaje a Frankfurt, en el verano de 1816, el coche volcó a pocas millas de Weimar. El consejero privado salió rasguñado de debajo del coche y renunció en lo sucesivo a grandes empresas viajeras.
Las calles de la ciudad estaban en mejor estado. En este aspecto, Goethe, que ocupaba al mismo tiempo el cargo de consejero de cámara para obras públicas de empedrado de la ciudad, había actuado con más eficacia. Los caminos, calles y plazas más importantes estaban adoquinados. Tan orgullosos estaban de ello en Weimar que los turistas y forasteros tenían que contribuir a la caja municipal con un impuesto para el empedrado. Existían normas para que la gente respetase este fasto de la cultura ciudadana de Weimar: había limitación de velocidad y no estaba permitido cabalgar al trote; además estaba prohibido fumar tabaco en las calles.
«Al discípulo peregrino del arte, al amigo entusiasta de las Musas, le precede, en su acceso a la ciudad, un sortilegio», escribe alguien en un reportaje viajero de la época; «Weimar le parecerá grandiosa, cual bello santuario de las Musas que es... Pero no son... las edificaciones, casas y ornatos, lo que produce tal impresión; ésa es la Weimar corpórea, aquélla la Weimar poética, que el viajero contempla en el espíritu.»
La «Weimar corpórea» no era nada extraordinario, según testimonian muchos informes de aquel tiempo. Un tal Wölfling, que la visitó en 1796, relata lo siguiente: «El mejor sitio para ver el conjunto de la ciudad son los montes por detrás de las últimas elevaciones. Pero, se mire como se mire, no deja de ser un lugar mediocre cuyas calles no pueden compararse en modo alguno, ni por la limpieza ni por el ornato, ni por la arquitectura, con la saludable y aireada Gotha. Las casas están construidas en su mayor parte con escasos medios y todo ello le da la apariencia de una pobre ciudad provinciana. Apenas se aleja uno un poco de las calles principales tropieza con rincones y recodos que acentúan todavía más esta impresión. No hay ningún lugar que dé a la ciudad un aire cortesano.»
Hacia 1800, el número de habitantes de la ciudad era de unos siete mil quinientos. Y, a pesar de su prominencia cultural, no se produjo un crecimiento digno de mención. Weimar estaba rezagada incluso en relación con el crecimiento general de la población. En el tiempo que va desde la llegada de Goethe (1775) hasta el cambio de siglo, sólo se construyeron veinte casas. El viejo núcleo de la ciudad estaba formado por calles angostas e irregulares y las casas —unas setecientas hacia el cambio de siglo— se apiñaban en torno a la Jakobskirche. Desde 1760 comenzaron a derruir las murallas, con lo que la ciudad ganó espacio en su periferia y se abrió al aire libre. Las viejas puertas de la ciudad fueron derribadas, si bien el impuesto de entrada para el tráfico de mercancías permaneció vigente. Aparecieron parques, jardines y paseos sobre las nuevas superficies libres, así como también nuevos barrios de viviendas para los ciudadanos procedentes del campo. Weimar no había perdido aún el aire de ciudad rural, aunque éste no fuera ya tan descollante como antes de la llegada de Goethe. En aquel tiempo, los cerdos circulaban por las calles, las vacas pacían en la hierba del cementerio y era habitual que la casa ducal promulgase edictos sobre limpieza como el siguiente: «En la ciudad, los excrementos se acumulan por el acarreo de estiércol. El que no disponga de porche deberá depositar el estiércol en la calle, excepto en los días de mercado, y dejarlo en los lugares indicados para ello menos los domingos y días feriados.» A mediados del siglo XVIII, casi la mitad de la población estaba constituida por campesinos; al cambiar de siglo, eran todavía casi el diez por ciento de la misma. Además, los pequeños artesanos, los transportistas, los hospederos e incluso muchos empleados de la corte, poseían a veces minúsculas parcelas de campo. Los cuantiosos montones de estiércol delante de las casas formaban parte por tanto de la imagen de la ciudad y, en verano, atraían a enjambres de moscas y mosquitos, lo que provocaba la huida de las clases acomodadas hacia los balnearios circundantes.
Las 'clases acomodadas' se agrupaban en torno a la corte ducal. Weimar carecía de una gran burguesía autosuficiente. La actividad profesional era abundante y variada pero estaba circunscrita a la pequeña burguesía. De los 485 talleres artesanales censados en 1820, 280 trabajaban sin ningún oficial y 117 sólo con uno. Los 62 zapateros, 43 sastres, 23 carniceros, 22 carpinteros, 20 panaderos, 20 tejedores, 12 herreros, 11 cerrajeros, 10 toneleros y 10 talabarteros permanecían estrechamente vinculados a gremios y corporaciones y regulaban de tal modo la competencia mutua que ninguno podía ampliar el negocio de manera significativa. La época de la industria apenas había llegado a Weimar. Eso, por lo menos, es lo que Goethe pretendió cambiar en su período de esterilidad poética. En 1797, puesto que la construcción del nuevo palacio avanzaba muy lentamente, exigió de la comisión responsable de dicha construcción que se crease un «taller principal de carpinteros» en los siguientes términos: «...es imposible avistar el fin de las obras si una parte al menos de las mismas no se elabora con procedimientos industriales, con todas las ventajas que proporcionan las máquinas y los equipos de hombres trabajando juntos.» Voigt, colega de Goethe en el ministerio, sostuvo, por el contrario, que «hay que tener en cuenta a la asociación gremial... Como es sabido, el gremio de carpinteros local está ya envuelto en una enojosa transacción de oficiales, que limita considerablemente su actividad. Tantos más litigios surgirían si se estableciese una fábrica de carpintería independiente del gremio». En Weimar, no deseaban tener proletarios.
El único empresario 'industrial' de Weimar relativamente importante era Friedrich Johann Justin Bertuch, jurista con estudios, espíritu artístico diletante, editor y administrador de la fortuna del duque. Bertuch había comenzado —hecho significativo para la pequeña ciudad de las Musas— con una fábrica de flores artificiales en la que trabajó Christiane Vulpius, amante y posterior mujer de Goethe. Fundó una editorial y editó varios periódicos, la famosa Jenaische Allgemeine Literatur-Zeitung y el Journal des Luxus und der Moden, entre otros. En 1791 reunió todas sus empresas editoriales y artísticas en un «Establecimiento de la Industria del Land». Pero, evidentemente, no se trataba de «industria» en el sentido moderno de la palabra. Incluso los contemporáneos se dieron cuenta de lo engañoso de la etiqueta: «Es verdad que el establecimiento industrial del señor Bertuch ha puesto en circulación el nombre 'industria' desde hace algún tiempo en Weimar, pero ese nombre es lo único que existe aquí de industria.»
Sin embargo, a las proximidades de Weimar habían llegado ya, aunque con titubeos, los nuevos tiempos. En Apolda existía una manufactura para la elaboración de medias. Se fabricaban unas diez medias semanalmente por telar. No era un balance espectacular; pero una fábrica de mangueras aportó pronto mejor reputación: se trataba de la primera de Alemania.
Hacia 1820, el veintiséis por ciento de la población activa dependía directa o indirectamente de la corte ducal: los funcionarios de la administración y de la policía, los empleados de la corte, los miembros de la orquesta y del teatro, el clero, maestros, médicos, farmacéuticos, abogados —todos se sentían superiores y marcaban distancias con los artesanos y jornaleros, que, por su parte, dependían también en gran medida de los encargos de la corte. Por muy sutiles que fueran aquí las distinciones sociales, para un viajero que llegase con otras expectativas a la famosa ciudad todo adquiría un mismo aire provinciano. Wölfling dice: «Entre los... seres humanos que pueblan la ciudad, el mayor número con mucho lo constituye una raza de provincianos en los que no se advierte ni la finura de una ciudad áulica ni una situación de especial bienestar.» Un inglés, acostumbrado a cosas muy distintas, refiere lo siguiente: «Inútil-mente se buscaría en Weimar el alegre tumulto o las sensuales y ruidosas alegrías de la gran ciudad; aquí hay muy pocas cosas para los que aman la ociosidad; y hay también pocos ricos que puedan entregarse a distracciones inútiles. Sin que sea necesaria la policía, y mucho menos una policía secreta, la pequeñez de la ciudad y la acostumbrada forma de vida pone a todo el mundo bajo la vigilancia especial de la corte... Un hombre cuya única ocupación sea divertirse consideraría ciertamente a Weimar como un lugar triste. La gente dedica las mañanas a los negocios, e incluso los pocos escogidos que no tienen nada que hacer, se avergonzarían de ser tenidos por ociosos... Hacia las seis, todo el mundo se precipita hacia el teatro, el cual podría considerarse como la reunión de una gran familia... Sobre las nueve termina la función y puede suponerse que a eso de las diez cada hijo de vecino está sumido en el más profundo sueño o, por lo menos, pasa la noche entre sus cuatro paredes.»
El que pretendía encontrar en Weimar por la noche otros lugares de diversión, aparte del teatro, quedaba decepcionado. Según Wölfling: «Uno acude al café y ve un mostrador vacío tras el cual se frota las manos de aburrimiento el patrón y te apabulla con sus cumplidos porque le has hecho tan feliz al visitarlo. Por la tarde, se reúne allí a lo más un grupo de funcionarios, oficinistas, etc., que casi le ahogan a uno con la humareda del tabaco.»
La vida pública se animaba en Weimar cuando, con ocasión de las ferias periódicas, la capital cortesana se permitía retornar sin inhibiciones a sus orígenes campesinos. El mercado de la cebolla, en otoño, era una auténtica fiesta popular. Se adornaban las casas con follaje, el vino corría en abundancia y la gente bailaba por las calles; reinaba el espíritu de acción de gracias por la cosecha y olía por todas partes a puerros y apio. Con el mismo jolgorio empezaba, dos veces al año, la gran feria de la madera, ocasión en la que acudían incluso los ricos señores holandeses de los astilleros. Cada mes tenía lugar un mercado de cerdos delante de la Jakobskirche, muy a disgusto del consejero consistorial Herder que vivía en las cercanías.
En las temporadas intermedias entre los renacimientos periódicos de las diversiones rurales, Weimar era, contemplada de cerca, un «mundo de concha de caracol», como constató Schiller decepciona-do al instalarse en la ciudad. La camarilla de los nobles permanecía encerrada en si misma, orgullosa de su clase; y lo mismo hacían los círculos pequeñoburgueses. Hasta 1848, la tribuna del teatro de Weimar estaba dividida en una parte para nobles y otra para burgueses. Al mismo Goethe le tocó soportar la arrogancia de la nobleza, pues en el círculo de las dieciséis familias ilustres, que se tenían por la crema de la sociedad, no se aceptaba todavía su vida amorosa. Christiane Vulpius, antigua trabajadora de la fábrica de flores de Bertuch, era considerada sin más como algo 'imposible'. Un inspector general de montes, perteneciente a la nobleza, injurió una vez chabacanamente al consejero privado Goethe en el transcurso de una fiesta: « ¡Envía a tu criada a casa! ¡La he dejado borracha!» Esa vez, Goethe envió a Christiane a casa. Pero por regla general no se dejaba intimidar. La actriz Karoline Jagemann, posterior amante del duque y enemiga íntima de Goethe, escribe en sus memorias: «Cuando vine de Mannheim, la relación entre ambos era pública y el hecho de que la Vulpius viviese con Goethe era algo inaudito para la pequeña ciudad. Fue el primero y el único que se atrevió a despreciar la opinión pública sin recato, lo que resultaba tanto más chocante cuanto que podía verse en esa actitud un abuso de las prerrogativas que la amistad del príncipe en tantos aspectos le concedía.» Goethe llevó la afrenta hasta el colmo de engendrar con Christiane un hijo, August, al que incluso legitimó. Naturalmente, seguía manteniendo lazos con la corte, pues sus obligaciones oficiales lo exigían; e incluso tenía su avanzadilla en el círculo más íntimo de la nobleza: la señora de Stein. Cuando le resultaba posible, sin embargo, evitaba un trato exclusivo con nobles. En la propia casa de Frauenplan ponía en práctica la mezcla de clases sociales, aunque sometida, por lo demás, al corsé de una rígida etiqueta. A pesar de todo, en esas ocasiones el anfitrión no era tanto el poeta de la noche de Walpurgis cuanto el consejero privado Goethe.
Los círculos pequeñoburgueses carecían de orgullo: se relacionaban entre sí y tenían en gran aprecio las distinciones que por buena conducta y previsora obediencia podían lloverles desde el Olimpo social. En Weimar, más que en parte alguna, hacía furor la pasión por los títulos y la «fiebre-del-consejero». «Me llamó especialmente la atención», relata un visitante de la ciudad, «oír hablar siempre del consejero áulico Wieland, del consejero privado Goethe, del vice-presidente Herder. Nunca se les nombraba sin título... Probablemente no había en toda la buena sociedad, con exclusión de mí, nadie que careciese de título, incluso entre los pocos comerciantes.»
Johanna Schopenhauer se adaptó a esta situación y desempolvó pronto el título polaco de consejero áulico de su marido (que éste nunca había utilizado). De modo que, en Weimar, se la llamaba siempre «consejera áulica Schopenhauer». Rückert, al que el ansia de títulos llamó igualmente la atención, da la explicación siguiente: «Aquí el burgués, como en todas las ciudades en las que reside una corte, se ve oprimido por la nobleza y se siente rebajado... De ahí surge en su corazón una estima por esos pequeños honores que debe obsequiar sin que se le devuelvan... Para su ojo lleno de envidia aparece como verdadero honor lo que es de hecho mera formalidad y que resultaría insignificante para una persona razonable.»
El mundo del espíritu vivía en Weimar aprisionado entre estos dos bloques, encerrado también en su propia concha de caracol. Rückert comenta: «Entre unos y otros [los pequeños burgueses y los nobles] están los eruditos y los artistas. Estos, que serían la parte neutral, resultan poco interesantes para los otros dos grupos, pues, no perteneciendo a sus respectivos medios, evitan al uno y desprecian al otro, con lo que alejados de ambos a pesar de la proximidad, viven confinados, por así decirlo, en una isla inalcanzable.»
Pero, a su vez, incluso este mundo del espíritu estaba escindido. Los estandartes en torno a los que se agrupaban las respectivas huestes ondeaban por doquier. Wieland y Goethe, los cabezas de fracción, se evitaban entre sí; lo mismo pasaba con Herder y Goethe.
La vieja amistad entre ambos había quedado destrozada por el mordaz comentario de Herder sobre el drama de Goethe La hija natural: «Prefiero tu hijo natural a tu hija natural.» La 'corte de las Musas', que giraba en torno a la duquesa madre Amalia, se oponía a los círculos que giraban en torno a Goethe. Kotzebue, que pretendía ser querido por todo el mundo, tramó intrigas y acabó mal con todos.
En una de sus últimas cartas, Schiller se queja del «desafortunado estancamiento» de la vida del lugar y muestra su asombro de que Goethe permanezca allí tanto tiempo. «Si hubiera algún otro sitio que fuera soportable, me iría en seguida», escribía dos años antes de que Johanna Schopenhauer llegase a Weimar el 28 de septiembre de 1806 llevando con ella grandes expectativas.
Sólo habían pasado tres semanas desde que ésta llegase a la ciudad cuando ya escribía a Arthur lo siguiente: «Mi existencia será agradable aquí: me han conocido mejor en diez días que allende en diez años.» Después de unos pocos días en Weimar, Johanna Schopenhauer se siente «mas en su casa de lo que lo estuvo nunca en Hamburgo».
Había traído recomendaciones a Weimar desde Hamburgo: una era del pintor Wilhelm Tischbein, el acompañante de viaje de Goethe en Italia. También había sido recomendada al chambelán Dr. Ridel, antiguo educador del príncipe heredero de Weimar. Ridel procedía de Hamburgo, ciudad en la que Johanna lo había conocido; estaba casado con una mujer cuyo nombre de soltera era Buff, hermana de aquella famosa Charlotte Buff de Wetzlar que sirvió de modelo para la Lotte de los Sufrimientos del joven Werther.
Por muy útiles que fuesen tales recomendaciones, no era posible, sin embargo, echar raíces en la ciudad sólo con ellas. Lo mismo puede decirse del prestigio social que acompañaba a la viuda de un gran comerciante hanseático y que era también consejera áulica. Tal prestigio despertaba curiosidad y abría todas las puertas posibles, pero era insuficiente para convertirla de la noche a la mañana en una ciudadana. Fue otro factor lo que resultó decisivo: la felicidad de Johanna se originó en la infelicidad de la guerra que había empezado pocos días antes de su partida de Hamburgo y encontró su punto álgido a pocas millas de Weimar en las batallas de Jena y Auerstädt. Weimar fue afectada de lleno por la refriega. «Goethe ha dicho hoy», escribe Johanna a Arthur el 19 de octubre de 1806, «que he entrado a formar parte de los ciudadanos de Weimar con el bautismo de fuego.» ¿Qué había sucedido?
Los años pasados desde la Revolución Francesa, y especialmente desde los comienzos del régimen napoleónico, estaban tan llenos de sucesos bélicos y la gente estaba tan acostumbrada a ellos que el hecho de que la crisis de relaciones entre Prusia y Francia se agudizase no tenía por qué constituir un impedimento absoluto para trasladarse de Hamburgo a Weimar. Además, ¿por qué no tenía que poder mantenerse al margen de la guerra el ducado de Sajonia-Weimar, como había sucedido hasta ahora con Hamburgo? Durante el viaje a través de Prusia, Johanna fue retenida por transportes militares y, una vez en Weimar, tomaría consciencia muy pronto de que, en el ducado, no podía sentirse a salvo. Sin embargo, se dejó contagiar por la confianza general en que Weimar no sería afectada. «Aquí reina la confianza», escribe el 29 de septiembre de 1806 a Arthur, «el ejército avanzará pronto, y aunque no se sabe ciertamente cuándo lo hará, todo va bien, y no porque la guerra sea inevitable deja de estar todo lleno de ánimo y de vida.»
Prusia había conseguido mantenerse alejada de los acontecimientos bélicos europeos durante diez años; había salvaguardado su 'neutralidad' —bien que del lado de Napoleón. Para asegurarse de que no se uniría a la alianza Austria-Inglaterra-Rusia, Napoleón presionaba a Prusia a comienzos de 1806 para concluir un pacto contra Inglaterra. Pero el rey de Prusia, Federico Guillermo III, pretendía resguardarse, por lo que hizo un tratado con el zar a espaldas de su nuevo aliado Napoleón. Este, que hubiese preferido en realidad convertir a Prusia en su aliado menor en lugar de vencerla, en cuanto oyó hablar de este cambio de bando, respondió desplegando amenazadoramente sus tropas en Turingia. Prusia se movilizó y dio un ultimátum para que se retirasen las tropas francesas. Napoleón no estaba dispuesto a consentir tal audacia y puso sus tropas en marcha exactamente en el momento en el que Johanna llegaba a Weimar. Prusia, aunque presumiblemente mal preparada, ya no podía retroceder. Potencia aliada con Napoleón todavía tres meses antes, declaró la guerra a Francia el 9 de octubre de 1806. El duque Carl August de Sajonia-Weimar fue uno de los pocos príncipes que se unieron a esta azarosa empresa contra Napoleón. Goethe había aconsejado en contra con insistencia. «El mundo ardía ciertamente por todos los costados y fronteras», escribe, «Europa había tomado una forma nueva: ciudades y flotas se convertían en ruinas por tierra y mar, aunque la Alemania central y nórdica gozaba todavía de cierta paz febril en la que nos consagrábamos a mantener una frágil seguridad.» Goethe hubiese querido qué las cosas siguieran así, pero nadie le escuchó.
Durante el 18 de octubre y en los días siguientes, después de soportar los avatares de la tormenta, Johanna redacta una enorme carta —veinte hojas en cuarto—, en la que describe de manera muy gráfica y detallada los acontecimientos de los últimos días. La carta constituye en realidad una circular que Arthur debe pasar a los conocidos de Hamburgo y a los parientes de Danzig. Posteriormente le pedirá que se la devuelva para poder utilizarla en la redacción de sus memorias. Podemos formarnos una idea bastante exacta de lo que sucedió aquellos días en Weimar a partir de esa carta. Durante las primeras semanas de octubre, se habían agrupado en torno a la ciudad las tropas prusianas y sajonas. Entre Erfurt y Ettersberge, muy cerca de Weimar, se levantó un gigantesco campamento en el que acampaban más de cien mil soldados mientras que los oficiales se alojaban en Weimar. Acudieron la pareja real prusiana y el duque de Braunschweig. A lo lejos se oían los cañones franceses. «Todos los corazones latían con impaciencia ante estos acontecimientos.» Entre los generales se encontraba también el mariscal de campo Von Kalckreuth, al que Johanna conocía desde una soirée en Hamburgo. Y puesto que pensaba escapar con su hija Adele de la amenazada Weimar, confió en la ayuda del anciano oficial, quien había destruido la república de Maguncia en 1772 y ahora albergaba sentimientos tiernos hacia ella. Así que antes de partir, acompañado de timbales y trompetas, hacia la batalla a cuya derrota iban en parte a contribuir sus erróneas decisiones, encontró tiempo aún para un cordial abrazo. Pero no pudo proporcionar caballos para la huida. Podría haber llevado consigo a Johanna y a Adele, pero los servidores tendrían que haberse quedado en casa. Johanna no quiso abandonar a su fiel personal en medio del peligro. «Entonces sonó por tercera vez el tambor y él se separó de nosotros. Me dolió el corazón al ver partir de esta manera al hermoso anciano.»
Es el 13 de octubre de 1806. Explorando todavía las posibilidades de huida, Johanna busca a la señorita de Góchhausen, una dama de la duquesa madre. En la escalera de palacio encuentra a la duquesa madre en persona. Se la presentan y queda establecida así una nueva relación. En pleno estruendo de partida, Johanna puede incluso conversar una media hora con Anna Amalia; ésta, que trata también de huir, pretende llevar consigo a Johanna y a Adele, pero no puede proporcionarles caballos. Johanna se queda en Weimar y no tendrá que lamentarlo, pues es precisamente en las casas abandonadas donde la soldadesca francesa hace mayores estragos.
El fragor de las tropas que parten dura hasta que cierra el día. Luego llega la calma: una calma tensa y llena de zozobra. A pesar de ello, o quizá por ello, hay función en el teatro. Se representa la alegre comedia musical Fanchon, Johanna envía a Adele con la criada Sophie.
A la mañana siguiente, a eso de las nueve, se oye más próximo el trueno de los cañones. Johanna cose sus joyas en el corsé, esconde la fina ropa interior de damasco bajo un montón de troncos y entierra otros objetos de valor en el sótano. Oculta cien luises de oro en una especie de cinturón y lo ata en torno al cuerpo de la criada Sophie. Sacan vino del sótano para tenerlo a mano si hace falta y poder así amansar a los saqueadores. Johanna toma todas estas medidas porque no confía en las nuevas de victoria que van llegando: nunca tuvo en gran estima a los prusianos.
A mediodía se oye un espantoso griterío por las calles: 'llegan los franceses'. Pero primero irrumpen en las calles de Weimar, en una huida salvaje, soldados prusianos con las ropas destrozadas, sucios y heridos. «Entonces atronaron los cañones, tembló el suelo, retumbaron las ventanas, ¡oh Dios, qué cerca estaba la muerte de nosotros!; ya no oíamos explosiones aisladas sino el silbido, el traqueteo, el penetrante zumbido de las balas y de los obuses que volaban sobre la casa o pasaban a ras de suelo: a cincuenta pasos de allí. Pero el ángel del Señor se posó sobre nosotros, mi corazón se sintió repentinamente poseído por la tranquilidad y la alegría, tomé a Adele en mi regazo y me senté en el sofá esperando que una bala nos matara a las dos; así, por lo menos, ninguna tendría que llorar a la otra. Nunca me había sido más cercano el pensamiento de la muerte y nunca me había parecido tan poco temible.»
Retumba la puerta. Unos húsares franceses piden entrada. Se comportan todavía con buenos modales, aceptan que les sirvan pollo frío y vino y exigen inmediatamente un sitio para dormir. Pero detrás de los húsares irrumpen en la ciudad los temidos «guardias cuchara», las tropas de a pie del ejército napoleónico. Napoleón autoriza el saqueo para castigar el apoyo de Weimar a Prusia. Dos mujeres, que acaban de escapar de que las violen unos merodeadores, se precipitan en casa de Johanna. También otros miembros de la sociedad weimariana, que han salido malparados del saqueo, buscan asilo en su casa. Temblando de miedo, pero animándose mutuamente, se sientan juntos, sorben un consomé caliente y beben vino. En la habitación arde una sola vela y las ventanas están entornadas, pues una luz que les delatara podría atraer la desgracia. Surge en ese momento la gran comunidad. «La necesidad aniquila todos los pequeños intereses y nos enseña cuan estrechamente emparentados estamos unos con otros», escribe Johanna. Bajo la férula del miedo brota un extraño sentimiento de bienestar en esta sociedad tan rígida y convencional en otras circunstancias. Los que antes tal vez se hubiesen peleado ahora se sienten unidos. Desaparecen como por ensalmo el distanciamiento y la consciencia de sentirse extraños. La amenaza común les permite escapar de una existencia habitual rígida e hipócrita.
Tarde, ya por la noche, vuelve a retumbar la puerta. Son los guardias-cuchara. «Imagínate los horribles rostros, los sangrientos sables desenvainados, las blancas chamarras salpicadas de sangre y, como es habitual en tales ocasiones, sus palabras y sus risas feroces, sus manos manchadas de sangre.» Adele, que tiene nueve años, se acerca a ellos. La muchachita, que «habló con ellos muy gentilmente y les pidió que se fuesen porque no podía dormir», aplaca a los soldados y consigue que se marchen de nuevo después de haberse avituallado. Johanna tiene una suerte inconcebible: su casa es una de las pocas en Weimar que permanecen a salvo del saqueo y la destrucción —también al día siguiente.
En esa noche, del 14 al 15 de octubre, arden los arrabales de Weimar. Los franceses no permiten que se apague el fuego y sólo la absoluta calma del viento evita que la ciudad sea reducida a cenizas. El fuego ilumina la noche y la gente huye a los bosques circundantes. Al día siguiente ha pasado ya lo peor y empiezan a correr historias terroríficas que narran las peripecias de cada uno. Delante de la puerta de Meyer, un refinado experto en arte, estuvo depositado toda la noche un carro de pólvora. En casa de la viuda de Herder han desgarrado los manuscritos postumos. Los Ridel se acurrucan sobre su cómoda —lo único que les ha quedado íntegro—. Luego encuentran además una tetera de plata. Los Kühn se han enterrado en un agujero del jardín. El administrador de los fondos de la ciudad, un hombre viejo e hipocondríaco, pasó la noche junto a su caja que había sido saqueada: habían destrozado los libros de caja, el orden de su vida. Goethe relata a Johanna, «que nunca había visto una imagen más grande de desolación que la de este hombre, sentado en tierra, frío y como petrificado, con todos sus papeles en torno a él, dispersos y desgarrados... Parecía un rey Lear, sólo que Lear estaba loco y aquí era el mundo el que había enloquecido».
Finalmente, una conversación con la duquesa, que se ha quedado sola en palacio, y la genuflexión de un sastre de Weimar, inclinan a Napoleón a detener esta loca furia.
Hay que transportar ahora a los muertos y a los heridos. Se amontonan los cadáveres en el teatro y hay que improvisar lazaretos. «Podría relatarte cosas», escribe Johanna a Arthur, «que te pondrían los pelos de punta; pero no quiero hacerlo, pues conozco la obstinación con la que cavilas sobre la miseria humana. Pero todo lo que vimos juntos, hijo mío, no es nada frente a este abismo de desolación.»
Johanna presta ayuda en todo lo que puede: envía lienzos para hacer vendas, visita a los enfermos, regala vino, té, Madeira, prepara consomé. Relata orgullosamente que otros siguen su ejemplo, incluso el propio Goethe que también abre su bodega. No hay sitio ya para alojar a los heridos y resulta un alivio por tanto cuando mueren pronto los que no tienen ninguna posibilidad de supervivencia. La muerte es una «ayuda terrible» para ganar sitio. Amenaza epidemia, aunque por suerte los lazaretos se vacían pronto: «Me alegro ahora cuando oigo decir que 4.500 heridos, con los huesos rotos, serán trasladados, yo, que, hace apenas cuatro semanas, ¡a ningún precio hubiera dejado partir sin ayuda al joven que se había roto el brazo delante de nuestra casa!» Es tiempo de aprendizaje para el corazón.
Ha pasado la tormenta. Pero nadie quiere malograr tan pronto esa sensación de solidaridad que ha surgido en medio del peligro. Goethe se dirige a Johanna, quien ha conseguido repentina fama en Weimar por su suerte y su generosidad, y le dice: «ahora que se aproxima el invierno, más lúgubre que nunca, tenemos que apretar los codos unos con otros para alegrarnos mutuamente en los días sombríos».
Acaba de nacer en ese instante la que llegaría a ser después famosa tertulia del té de Johanna Schopenhauer. Goethe había visitado ya a Johanna por primera vez un poco antes de los días aciagos. Fue el 12 de octubre. «Me anunciaron a un desconocido; entré en la antesala y vi a un hombre serio y hermoso, vestido de negro, el cual se inclinó con mucho donaire y me dijo: 'Permítame que le presente al consejero privado Göthe'. Miré por la habitación dónde podría estar Göthe, pues yo no podía reconocerlo en ese hombre al recordar que me lo habían descrito como un ser envarado.»
Después del 'bautismo de fuego', Goethe se convirtió en huésped habitual de las veladas de Johanna Schopenhauer, y, por supuesto, actuó como polo magnético de las mismas.
Pero el hecho de que Goethe visitase tan frecuentemente —durante los primeros años al menos— el salón de la Schopenhauer, se debió también a otra circunstancia particular.
En esos días aciagos, Goethe había sentido vacilar —por vez primera— el suelo de su existencia. Hasta entonces, había conseguido siempre crear un espacio homogéneo en torno a sí, un mundo que era el suyo por la irradiación de su personalidad. Era capaz de mantener alejado, o de fundir en su mundo, todo lo extraño, irritante y perturbador. «No debo perturbarlo en el así llamado goce de su plena existencia», escribe Henriette von Knebel en una carta de 1802. Pero la batalla de Weimar, el saqueo, la destrucción del estado weimeriano —todas estas cosas constituían una 'catástrofe' acarreada por otro Prometeo, Napoleón, contra la que su propio prometeismo ya no podía afirmarse: «Debéis dejar que mi Tierra / Siga intacta donde está... / Aquí me siento y formo hombres / De acuerdo con mi imagen...» Durante esos días, en una conversación con Stephan Schütze dice lo siguiente: «Uno quisiera estar afuera, pero no hay afuera.»
Con todo, Goethe había tenido suerte. La valerosa actitud de Christiane había conjurado lo peor. No faltaron escenas grotescas. Los «guardias cuchara» habían asaltado la casa, bebieron vino, armaron ruido y exigieron finalmente la presencia del dueño. Riemer, el secretario de Goethe, relata lo siguiente: «Aunque ya se había desnudado, bajó las escaleras cubierto sólo con una amplia bata —que en otras ocasiones había denominado chistosamente 'abrigo del profeta'—, y, dirigiéndose hacia ellos, les preguntó lo que querían de él... Su figura digna que imponía autoridad y su expresión llena de espíritu, parecieron infundirles también a ellos respeto.» Pero el respeto no duró mucho tiempo. Avanzada la noche, entran en el dormitorio con las bayonetas caladas. Goethe queda paralizado de espanto, Christiane lanza un grito tremendo y se dispone a defenderse con sus manos. Por fin, acuden otras personas que se habían refugiado en casa de Goethe y los asaltantes se retiran. Es Christiane quien dirige y organiza la defensa de la casa de Frauenplan. La fortificación de la cocina y de la bodega contra la soldadesca ansiosa de saqueo fue obra suya. Goethe anota en el diario: «Fuego, saqueo, noche horrible... Salvación de nuestra casa a base de suerte y firmeza.» Suerte tuvo Goethe, firmeza demostró Christiane. Heinrich Voß, maestro de su hijo August, relata que Goethe había sido para él «en los tristes días, objeto de la más profunda compasión.» «Le he visto derramar lágrimas. Gritaba: ¡Me quitan casa y hacienda, para que tenga que irme lejos de aquí!» Efectivamente —su puesto en la corte estaba en peligro, pues también el destino de todo el ducado pendía de un hilo de seda. Napoleón tuvo en consideración la posibilidad de hacerlo desaparecer del todo y fundirlo con las ciudades federadas del Rin. «He puesto en la nada mi fortuna», versificó durante eso días. Christiane, quien vivía junto con él dieciocho años ya, le había proporcionado todo el apoyo. Así que mandó llamar al predicador de la corte y la boda se celebró, con toda discreción, en la sacristía de la iglesia ducal. El secretario Riemer y su hijo August fueron los testigos. Goethe hizo fechar los anillos de boda el 14 de octubre, día de la batalla de Jena. A Johanna Schopenhauer le dijo: «En tiempos de paz uno puede saltarse las leyes, pero en tiempos como el nuestro hay que acatarlas.»
La ciudad de Weimar se sintió zaherida por esta boda y los diarios se burlaron. En el periódico de Cotta, editor de Goethe, puede leerse: «Goethe se casó con la señorita Vulpius, su ama de casa desde hace mucho tiempo, en plena batalla y bajo el estruendo de los cañones. De modo que ella fue la única que acertó en el blanco mientras tantos otros miles de disparos erraban el tiro.»
Goethe, que, como constata asombrada una visitante de Weimar, «tenía en algo honrar también públicamente a su mujer y confesar su aprecio por ella», supo valorar que Johanna Schopenhauer fuese la primera, y por el momento la única mujer de la sociedad weimeriana, que recibió a la 'pareja de recién casados'. Ella misma escribe a Arthur sobre el caso: «Esa tarde apareció en mi casa y me presentó a su mujer. Yo la recibí como si no supiese quién había sido antes; pienso que si Góthe le da su nombre, bien podemos nosotros darle una taza de té. Vi claramente cómo le alegró mi manera de proceder. Había además algunas damas conmigo, quienes aunque al principio se pusieron tiesas y formales, siguieron luego mi ejemplo. Góthe permaneció casi dos horas en la casa y estuvo tan hablador y amigable como no se le había visto desde hacía años. No se había atrevido a llevarla en persona a ninguna casa más que a la mía. Confió en que yo, siendo forastera y viniendo de una gran ciudad, recibiría a la mujer como corresponde. Ella estaba efectivamente turbada, pero yo me apresure a echarle un cable. En mi situación, y teniendo en mente la consideración y el aprecio que he conseguido aquí, puedo facilitarle mucho la vida social en poco tiempo. Göthe lo desea y tiene una confianza en mí de la que pienso ser digna. Mañana devolveré la visita.»
El hecho de que Johanna aceptase a la Vulpius repercutió sobre ella como una bendición. Goethe se lo agradeció con frecuentes visitas. Otras prominencias le siguieron y así se forjó el éxito de Johanna. El 28 de noviembre, dos meses después de su llegada, escribe a Arthur: «El círculo que se reúne en torno a mí, los domingos y los jueves, no tiene parangón en Alemania ni en ningún otro sitio. ¡Cómo me gustaría traerte una vez aquí por arte de magia!»
¿Pero decía en serio lo de traerlo 'por arte de magia'? Johanna sabía muy bien que su bienestar presente, la «segunda primavera de su espíritu», como designaría Adele este período más tarde, se debía a su liberación del pasado, del matrimonio con Heinrich Floris Schopenhauer. En el nuevo espacio vital que acababa de conquistar no había sitio para Arthur, ese padre-hijo que, aunque entre lamentaciones, seguía las huellas del padre. También en todo lo demás su hijo le recordaba continuamente al padre: su aire ensimismado, su rudeza y su obstinación en criticarlo todo y a todos. Cuan-do, a finales de 1807, Arthur se trasladó a Weimar, Johanna sintió miedo, pero se dispuso a defender con decisión su propio ámbito contra los ataques del hijo.
Al principio, se había negado a escuchar las quejas de Arthur sobre la infelicidad de su vida de comerciante y sus negras reflexiones sobre la vida en general. Cuando por fin se enfrentó con ellas, en la primavera de 1807, escribe: «Yo sabía desde hace tiempo que estabas insatisfecho con tu situación, pero eso no me preocupó mucho, pues tú sabes los motivos que siempre atribuí a tu descontento. Hay que añadir, además, que sé muy bien lo poco que tienes de la alegre despreocupación de la juventud y cuánta disposición para las cavilaciones melancólicas recibiste, en triste herencia, de tu padre. Es algo que me ha afligido a menudo, pero no lo podía cambiar, así que tuve que darme por satisfecha y esperar a que el tiempo, que tantas cosas cambia, llegase a cambiarte a ti también en ese aspecto.»
Johanna, sin embargo, era lo suficientemente flexible como para ponderar, al menos, un cambio fundamental en la situación vital de Arthur. Para ella, la carrera prevista por el padre para su hijo era menos tabú que para el propio Arthur, el cual se quejaba pero no tomaba ninguna iniciativa para cambiar la situación. En una carta del 10 de marzo de 1807, juntamente con los alegres comadreos sobre su entorno social, Arthur puede leer lo siguiente: «A menudo desearía tenerte conmigo, y cuando Fernow y St. Schütze me cuentan lo tarde que empezaron a estudiar y veo lo que llegaron a ser, me pasan muchos proyectos por la cabeza. Pero ciertamente ambos aportaron a la Academia conocimientos escolares ardua-mente adquiridos por ellos mismos y que faltan en la elegante educación que tú recibiste, como no podía menos de ser dada nuestra situación. Nacidos ambos en el seno de un ambiente muy mediocre y en una pequeña ciudad, pudieron prescindir de muchas comodidades sin tener que llegar a desearlas, mientras que para ti serán imprescindibles, al menos en el futuro. Así que debes mantenerte en la carrera que tú mismo escogiste un día. Aquí, donde nadie es rico, se ve todo de otra manera. Entre vosotros, todos se afanan por el dinero; aquí nadie piensa en eso, sólo se quiere vivir.»
La reflexión queda rota en este punto: Arthur tiene que seguir su camino; no está hecho para otro. Allá, en Hamburgo, el mundo elegante y frívolo del dinero, escogido por Arthur. Aquí, en Weimar, una vida exterior modesta y limitada, pero acompañada de los placeres del espíritu. Allá el tener, aquí el ser. El amor de Arthur por el ser no tendrá fuerza suficiente para que pueda renunciar al tener: así lo ve la madre. Por lo que respecta a la promesa dada al padre, y que Arthur cree que debe cumplir —una idea fija para él—, no plantea ningún problema para ella: no tiene esa especie de dependencia póstuma con el muerto. Por el contrario, no escatima la crítica tardía sobre las decisiones autocráticas de su marido. «Mi voz no valió de nada a la hora de decidir cómo debían ser las cosas para ti», escribe expresando todavía su resentimiento. Uno podría leer entre líneas lo siguiente: no es a mí sino a tu padre, a quien tanto veneras, al que debes agradecer la miseria de tu vida... Al final de esa carta de 19 de marzo de 1807, la madre relata un encuentro con Wieland que desencadenará una reacción en Arthur: «Habló mucho de sí, de su juventud, de su talento. 'Nadie', dijo, 'me había reconocido o entendido...'. Luego contó... que él no había nacido para poeta y que sólo las circunstancias... le habían empujado a ello, que había errado su carrera y que debería haber estudiado filosofía.»
Esta carta, y en especial la confesión de Wieland, parecen haber removido de nuevo todas las dudas de Arthur sobre la trayectoria de su vida, una trayectoria que él consideraba errada. Así que la madre recibe como contestación, según escribe Johanna, «una carta larga y seria que merece una seria respuesta. Esa carta me ha preocupado mucho y me ha obligado a reflexionar acerca de si puedo y cómo puedo ayudar».
Johanna se da dos semanas de tiempo para reflexionar, muestra la carta de Arthur al estudioso de la Antigüedad Fernow, con el que ha trabado amistad y cuyo juicio tiene en alto precio; el 28 de abril, escribe una carta muy larga que, juntamente con el informe de Fernow, producirá una revolución en la vida de Arthur.
Es posible percibir en esa carta el esfuerzo que debió costarle a Johanna el escribirla. Sufre por la «indecisión» de Arthur, pues le parece que tiene que asumir una responsabilidad que le correspondería al hijo convertido ya en un adulto. Pero, según asevera ella repetidas veces, nadie puede liberarle de tal responsabilidad. Encarece al futuro metafísico de la voluntad la tarea de investigar su propia voluntad y seguirla: «Te conjuro con lágrimas en los ojos para que no te engañes y para que te trates a ti mismo con seriedad y honradez: está en juego el bienestar de tu vida.» Johanna apela al valor de ser libre, a la voluntad de Arthur para alcanzar la felicidad. ¿Podía respetar mejor una madre el derecho soberano del hijo a decidir su vida?
Pero hablar de una trayectoria adecuada para la propia vida es algo que remueve pensamientos amargos en la misma Johanna. Habla a su hijo sobre su matrimonio como de un tiempo de vida malograda, en términos que antes nunca había utilizado: «Sé lo que quiere decir vivir una vida que choca con nuestro interior y, en la medida de lo posible..., quisiera ahorrarte ese pesar.»
Vuelve a ponerle frente a la alternativa: por una parte, el comerciante, con la «expectativa de ser un día rico y afamado tal vez, viviendo en una gran ciudad»; por otra parte, el investigador «con una vida frugal y llena de trabajo, tranquila y sin brillo, tal vez innominado, animada tan sólo por el esfuerzo y la consecución de lo mejor». Johanna no podía adivinar con qué exactitud describen sus palabras el porvenir de Arthur.
En el caso de que Arthur se decida contra la carrera de comer-ciante, ella le encarece «una carrera con la que puedas ganarte el pan de modo que tengas una meta determinada en el trabajo, pues sólo esa firme determinación hace feliz».
Sea como fuere, Johanna está dispuesta a facilitarle cualquiera de ambos caminos. «En cuanto estés decidido, comunícamelo», escribe, «pero tienes que decidir tú sólo, yo no te quiero aconsejar ni pienso hacerlo.»
Tampoco Fernow puede aconsejar en su informe, pero declara francamente que, si la decisión de Arthur es firme, no es tarde en modo alguno para cambiar de carrera. Fernow añade algunas observaciones muy oportunas sobre la problemática fundamental de un proyecto de vida y sobre la dificultad de encontrarse a sí mismo. Estas observaciones reaparecen casi literalmente después en los Aforismos sobre la sabiduría de la vida de Schopenhauer. Fernow escribe: «Pero a una decisión tan irreversible tiene que anteceder un examen tanto más serio y estricto de uno mismo cuanto que es para toda la vida; o bien el impulso tiene que haber sido desde siempre tan fuerte y decidido que, como pasa con los instintos verdaderamente naturales, uno pueda abandonarse al mismo sin condiciones. Esto último es ciertamente lo más seguro y lo mejor, pues demuestra cuál es la profesión que brota del interior. Resulta por otra parte muy precario arrojarse, por mera insatisfacción, de una resolución a otra, la cual nos atrae por sus estímulos externos pero de la que no sabemos si a corto o largo plazo despertará de nuevo tedio e insatisfacción. Con ello no sólo se pierde inexorablemente un tiempo precioso sino que uno se vuelve también desconfiado frente a sí mismo con tales engaños y pierde valor y fuerza para diseñar y seguir un nuevo plan de vida.»
Esta exhortación a ser uno mismo infundió por fin a Arthur la fuerza para decidirse. «En cuanto hube leído este escrito», reconocerá Arthur Schopenhauer en su vejez, «me deshice en un torrente de lágrimas» (G, 382). Abandonó inmediatamente el puesto de aprendiz con Jenisch, arrojó de sí el mundo paterno y decidió estudiar. Pero fue la madre quien le había concedido la libertad que él mismo no se supo tomar.

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