viernes, 10 de diciembre de 2010

Capítulo 4.

El poder del padre después de la muerte. La melancolía de Arthur y su búsqueda de una trascendencia sin padre. Primer escenario filosófico: las ascensiones nocturnas del romanticismo.


Tras la ebriedad de las cumbres aguardan las exigencias de la llanura cuya llamada inexorable no es posible ignorar. Al final del viaje se cierne la amenaza del establecimiento comercial en el que el diablo espera el alma del trotamundos: primero bajo la figura del mayorista Kabrun en Danzig (desde septiembre hasta diciembre de 1804) y, más tarde, encarnado en el senador Jenisch de Hamburgo.
Las últimas semanas del viaje están ya ensombrecidas por las aciagas perspectivas. Podemos observarlo en el estilo de las anotaciones del diario. Excepto en lo que se refiere a las descripciones de la ascensión a los Montes Gigantes, los registros son fugaces, desganados, rutinarios. El último de ellos, fechado el 25 de agosto de 1804, dice así: «In coelo quies. Tout finis ici bas - Paz en el cielo. Aquí abajo todo termina.»
El padre retorna a Hamburgo desde Berlín, en tanto que Arthur y la madre viajan a Danzig. Johanna quiere visitar a sus parientes; Arthur tiene que recibir la confirmación en su lugar de nacimiento y adentrarse en los rudimentos de la técnica comercial con el señor Kabrun.
El horizonte del mundo se estrangula sobre los libros de cuentas y las letras de cambio. ¿Qué quedará de las aventuras del espíritu y de la curiosidad de los ojos en esas habitaciones angostas y en ese aire cargado de polvo? Allí, bajo ese yugo, podría uno hasta dañar su compostura. Pero el padre, que le obliga a aceptar el yugo, no quiere tener un hijo encorvado. Le reprocha en mal alemán: «quisiera confiar, y te ruego que lo pongas en práctica, en que irás tieso como otros hombres, de modo que no se te doble la espalda, lo cual produce una impresión nefasta. Una posición erguida es tan necesaria en el escritorio como en la vida común; pues cuando la gente ve a alguien en los salones tan encorvado, le toman por un zapatero o un sastre disfrazados». El 20 de noviembre de 1804, en su última carta, el padre le advierte de nuevo: «por lo que se refiere al marchar y sentarse tieso, te aconsejo que pidas a cualquiera que esté contigo que te dé una bofetada cuando te descuides en esta importante cosa. Así actuaron los hijos de los príncipes y no temieron el dolor de un momento para no parecer unos lerdos toda su vida».
El padre, quien adivinaba que algo tenía que ver la posición encorvada con la pena que él mismo infligía a su hijo al obligarlo a seguir la carrera comercial, aconseja, a modo de compensación, la equitación y el baile. Arthur no espera a que se lo digan dos veces y se excede tanto que el padre debe reconvenirle de nuevo: «Un comerciante, cuyas cartas tienen que ser leídas y en consecuencia necesitan de una buena escritura, no puede vivir del baile y la equitación. Me sigue pareciendo que esas letras gruesas de tu escritura son una auténtica monstruosidad.»
El malhumor vuelve insociable a Arthur. También el padre le critica por ello: «Quisiera que aprendieses a ser amable con la gente: así conseguirías fácilmente que el señor Kabrun te dirigiese la palabra en el escritorio.»
Naturalmente, si el padre se permite criticar desde Hamburgo la conducta de su hijo es porque la madre se había quejado de Arthur en sus cartas (no conservadas). La parentela de Danzig tampoco escatimaba críticas. La tía 'Julieta', hermana de la madre, le reconviene casi con las mismas palabras: «Tendrías que aceptar a los seres humanos como son y no ser demasiado estricto. La ganancia sería que te volverías más agradable para los demás y te lo pasarías mejor.» A mediados de diciembre de 1804, Arthur cambia de galera. La madre y el hijo regresan a Hamburgo, donde Arthur continúa su aprendizaje en casa del senador Jenisch.
Ironía del destino: mientras el hijo se introduce penosamente en el mundo del padre, éste comienza a alejarse de ese mundo poco a poco. Aparecen los primeros síntomas de su desmoronamiento físico y espiritual. El estilo desabrido y ácido de las últimas cartas a su hijo es parte ya, probablemente, de esa sintomatología.
Hay momentos en los que pierde la memoria. Un amigo de la familia, que les había hecho varios favores durante la estancia en Londres, visita a Heinrich Floris Schopenhauer a finales de 1804 y es recibido por éste con las siguientes palabras: «¡Yo no le conozco! Vienen tantos que dicen que son Fulano y Mengano, no quiero saber nada de usted.» Un empleado se acerca apresuradamente hacia el desconcertado amigo y disculpa al patrón.
En el invierno de 1804, una hepatitis aqueja a Heinrich Floris y pasa los días, macilento, en el sillón de enfermo. Además, le preocupan los negocios. El bloqueo continental ha disminuido sus conexiones comerciales y tiene que sufrir las consecuencias de su larga ausencia durante el viaje a Europa. Así que se dedica a rebuscar, desconfiado, entre los balances y libros de contabilidad. Ha desaparecido ya esa antigua iniciativa comercial que le llevó al éxito en Danzig. Los conocidos de Hamburgo se asombran de ver envejecer con tal rapidez a este hombre tan imponente hasta hace poco. Es manifiesto que el viaje consumió sus reservas vitales. Está cansado, algo que tiene que apesadumbrarle doblemente en contraste con la energía emprendedora de su mujer. Durante el viaje, Johanna se había quejado varias veces en sus cartas de la inercia de su marido. La diferencia de edades entre ambos se vuelve ahora todavía más ostensible y no hay sentimiento de amor que pueda amortiguar este lastre. «Sabes», había escrito a Arthur en 1803, mientras éste estaba en Wimbledon, «que tu padre no establece nuevas amistades con facilidad, de modo que no he tenido mucha compañía aparte de la que me doy yo misma». Y en otra carta: «Sabes bien que tu padre se inventa preocupaciones cuando no las tiene... Yo permanezco en casa haciendo mis labores porque no sé adónde debo ir; y declamo entre tanto el acostumbrado verbo: je m'ennuie, tu t'annuies, etc.» Johanna escribía esto desde Escocia. Pero tras el retorno a Hamburgo sabía adónde «ir» y cómo debía combatir el aburrimiento. Cuarenta y cinco años más tarde, Arthur Schopenhauer se lo reprochará con acritud: «Conozco a las mujeres. Consideran el matrimonio exclusivamente como un medio de manutención. Mi propio padre, abatido y doliente, estaba retenido en la silla de enfermo y habría quedado abandonado a no ser porque un viejo sirviente cumplía con él el así llamado deber de amor. Mi señora madre daba veladas mientras él se consumía en la soledad, y ella se divertía mientras él estaba sufriendo agudos dolores. Ese es el amor de las mujeres» (G, 152).
Esta opinión está emitida desde la perspectiva de su posterior enfrentamiento con la madre y constituye, con certeza, un juicio injusto. Pues ¿qué había hecho Johanna aparte de negarse a sacrificar sus ganas de vivir? No quería ser arrastrada por la resaca depresiva que amenazaba hundir a su marido. Quería traer a casa vitalidad, diversión, actividad. Lo hacía por su propio gusto, pero esperaba también conseguir así apoyo y bienestar para su marido.
Probablemente Arthur contempla la conducta de su madre con tanta desaprobación porque está envidioso; él, al contrario que ella, sacrifica su propia vida a los deseos del padre. Podría enorgullecerse de ello, pero ese orgullo está corroído por la duda en sí mismo: ¿no se esconde acaso una debilidad en esa complacencia con la que sigue un camino en la vida que sabe que no es el suyo? Arthur, que no se atreve a rebelarse contra el padre, trata de conseguir ayuda con las mañas de una doble existencia. Se refugia en la clandestinidad. En el establecimiento comercial, esconde libros a cuya lectura se entrega mientras nadie le observa. Cuando el famoso frenólogo Gall da conferencias en Hamburgo sobre las teorías del cráneo, se inventa una mentira para tener libre el tiempo de las lecciones. «Nunca... había existido alguien menos aplicado que yo para el comercio» (B, 651), dirá más tarde resumiendo su aprendizaje. La doble vida le volverá «indisciplinado y oneroso para los demás». A otros, el sentirse forzados tempranamente a una doble existencia les empujó a convertirse en jugadores y artistas de la vida, como, por ejemplo, a E.T.A. Hoffmann. Pero no a Arthur Schopenhauer. El había interiorizado la imperiosa autoridad del padre y sentía cada evasión del «camino equivocado de la vida», aunque fuera puntual, como una traición y un engaño al padre. Sus pensamientos, fantasías y vivencias de lector estaban acompañados de sentimientos de contrición.
En la mañana del 20 de abril de 1805, Heinrich Floris Schopenhauer aparece muerto en el canal de detrás de los almacenes de la casa. El hombre, enfermo, no tenía ciertamente ningún motivo para encontrarse en el granero desde el que cayó. Muchos indicios apuntan hacia el suicidio, aunque eso, evidentemente, es algo que no se puede confesar. La esquela mortuoria oficial de la viuda Johanna Schopenhauer se reduce a las siguientes palabras: «Cumplo aquí el deber de comunicar a parientes y amigos la muerte de mi esposo... causada por un accidente desdichado. Se pide que desistan de todos los testimonios de condolencia, los cuales sólo servirían para aumentar mi pesadumbre.» La misma vaguedad mantiene Arthur en su curriculum, elaborado quince años después: «el mejor de los padres, al que tanto quería, me fue arrebatado por una muerte repentina y cruel acaecida por casualidad» (B, 651). El tema de la causa de la muerte siguió siendo tabú durante mucho tiempo entre madre e hijo. Pero al romperse definitivamente la relación en 1819, este espinoso asunto se interpone con violencia sangrante entre los dos. En una carta, Arthur la acusa abiertamente de ser la culpable del suicidio del padre. Su hermana Adele registra en el diario: «Ella encontró la carta, la leyó sin más advertencia y, a continuación, siguió una escena espantosa. Habló de mi padre —estaba fuera de sí y yo me percaté de la verdad de los horrores que había sospechado.» Adele está tan alterada que quiere tirarse desde la ventana. Al final consigue entrar en razón.
A lo largo de su vida, Arthur Schopenhauer se expresaría siempre frente a terceros de manera muy imprecisa sobre la muerte de su padre. Sólo ante su joven admirador Robert von Hornstein parece haberse manifestado sin ambages. «Culpaba a su madre del suicidio del padre», observa Hornstein en sus notas.
La muerte del padre fue ante todo —y eso es algo de lo que no se puede dudar— una liberación para Johanna. Pero también lo fue para Arthur, quien, sin embargo, nunca lo confiesa. Las cartas al amigo Anthime de El Havre, el cual había perdido también a su padre un año antes, abundan en manifestaciones de aflicción. Anthime lo consuela y le recomienda con prudencia un poco de moderación. El 15 de mayo de 1805 escribe: «En circunstancias tan crueles se necesita valor; pero hay que tratar de llevar con paciencia la desgracia pensando que todavía hay otros más infelices que uno mismo.» Cuatro meses después, parece evidente que Arthur no se ha consolado todavía, pues Anthime escribe de nuevo: «Deseo que tu dolor se haya moderado después de haber rendido el tributo de duelo que todo buen hijo debe al recuerdo de un padre digno de veneración; espero que puedas comenzar ahora a enfocar tu dolor de manera más filosófica.»
En el duelo de Arthur por su padre se agazapa una mescolanza enmarañada de sentimientos diversos. ¿Amó a su padre de verdad?
En todo caso él estaba convencido de haberlo amado, aunque más tarde confesaría también: «Tuve que padecer mucho en mi educación a causa de la severidad de mi padre» (G, 131). La peor severidad que el padre podía aplicar al hijo era obligarle a seguir la detestada carrera comercial y Arthur habría podido odiarle por ello. Si el padre hubiese sobrevivido es poco probable que hubiese hecho una carrera filosófica. Incluso muerto tuvo suficiente poder como para impedirle emprenderla de inmediato. Arthur permaneció en el establecimiento de Jenisch más desesperado que nunca. La pena por la pérdida del padre se entremezclaba con el desespero por la perpetuación de su poder. En el curriculum, realizado en 1819, se expresa del siguiente modo: «Aunque yo era ya dueño de mí mismo, por así decirlo, y mi madre no se interponía para nada, seguí ocupando mi puesto en casa del mercader: en parte porque la intensidad del dolor había quebrantado la energía de mi espíritu; y, en parte también, porque mi conciencia me impedía allanar las decisiones del padre inmediatamente después de su muerte» (B, 651).
La madre no sólo «no se interpuso», sino que incluso animó al hijo indirectamente a proyectar de nuevo su vida. Y lo hizo simplemente cambiando su propia vida de manera radical. Demostró tener un espíritu más libre que su hijo: cuatro meses después de la muerte de Heinrich Floris Schopenhauer, vendió la espléndida mansión en Neuen Wandrahm y empezó a liquidar el negocio comercial. Era una decisión, cargada de consecuencias, que iba a liberar a Arthur de un pesado lastre. Pues la perseverancia de Arthur en la detestada profesión de comerciante tenía sólo sentido si hubiera tenido que hacerse cargo del negocio paterno continuando así la tradición familiar. Pero, desaparecido el negocio, podía sentirse liberado. De modo que, al liberarse de su propio pasado, la madre rompía a la vez las ataduras de Arthur, al menos las externas; interiormente siguió sometido al poder del mundo paterno. Johanna fue dando pasos sucesivos con gran energía, como si acabase de nacer. Alquiló una nueva vivienda en la otra punta de la ciudad, aunque sólo provisional, puesto que tras la disolución del negocio tenía la intención de abandonar Hamburgo. En mayo de 1806 viajó a Weimar para buscar allí un nuevo lugar de residencia. ¿Por qué Weimar precisamente? Quería estar próxima a las cabezas ilustres de la cultura y deseaba probar su talento social en el Olimpo. Se  sentía arrastrada por un impulso  singular. Tras  diez días  de estancia en el lugar, escribe a su entristecido hijo: «El ambiente aquí me parece muy agradable y la vida no es nada cara. Con poco esfuerzo, y todavía con menos gasto, me resultará posible reunir en torno a mi mesa de té, una vez al menos a la semana, a las primeras cabezas de Weimar y tal vez de Alemania, y llevar en conjunto una vida muy agradable.»
Johanna estaba, pues, conquistando un mundo nuevo mientras Arthur permanecía maniatado en el viejo, un mundo hacia el que el padre le había arrastrado.
«Este dolor hizo aumentar tanto mi tristeza, que apenas se diferenciaba ya de una auténtica melancolía» (B, 651), escribe Arthur refiriéndose al tiempo que siguió a la muerte del padre.
La disección anatómica de esa melancolía es compleja. En el núcleo hay un desgarramiento inconciliable entre lo interior y lo exterior. Exteriormente, Arthur sigue los deberes impuestos por el padre. Podría acreditar su interior si pudiese despreciar el mundo paterno en el que tiene que actuar. Pero para ello tendría que erigirse por encima del padre. Kant, a quien Arthur no había leído todavía en ese tiempo, emite una vez el siguiente juicio sobre la melancolía: «El alejamiento melancólico del mundanal ruido, a causa de un legítimo hastío, es signo de nobleza.» El alejamiento interior de Arthur del «ruido» del mundo paterno era quizá melancólico, pero él no podía sentirlo como algo «noble», pues —por el momento al menos— no podía permitirse el punto de vista de que el hastío fuese «legítimo». No podía permitirse la rebeldía de considerar como una realidad de rango superior lo que le separaba del mundo exterior en lo concerniente al negocio. Eso sería soberbia frente al padre y denotaría falta de piedad. En tal situación, debió resultar para él muy atractiva la posición espiritual que unifica la interiorización y el escepticismo frente al mundo con la humilde fidelidad al padre: Arthur lee a Matthias Claudius. La exégesis del mundo y de sí mismo que éste llevaba a cabo tenía la ventaja de reflejar el dualismo entre lo interior y lo exterior —un dualismo que tan dolorosamente experimentaba ahora Arthur— de una manera expresamente aprobada por el padre. Pues era el propio Heinrich Floris Schopenhauer quien había regalado a su hijo ese librito que Arthur conservaría fielmente hasta el fin de su vida y en el que leería a menudo; se trata del breve escrito A mi hijo, aparecido hacia 1799. Claudius no había tenido reparos en sacar a la luz pública las recomendaciones íntimas destinadas a su hijo. Precisamente en ese tiempo la guía de almas era una cuestión pública entre la gente sensible. Heinrich Floris Schopenhauer aprovechó la oportunidad de poder influir sobre su propio hijo, aunque en este caso la voz fuese prestada. Y éste leyó el librito, tras la muerte del padre, como si de un legado se tratase. «Se acerca el tiempo», dice Claudius, «en el que debo emprender el camino del que nunca se regresa. No puedo llevarte conmigo y te abandono en un mundo en el que no es superfluo el buen consejo.» Claudius puede aconsejar sólo a los que se sienten extraños en medio de una realidad exterior que es fuente de obligaciones. Arthur se sintió aludido por tanto. «En este mundo, el hombre no está en su hogar», escribe Claudius. Cuando uno se siente extraño en el mundo no es porque tenga una riqueza interior de la que pudiera vanagloriarse. Lo interior, que con razón se contrapone a lo exterior, es algo lóbrego. Somos extraños a este mundo, dice Matthias Claudius, porque no pertenecemos a él y estamos convocados a uno superior. Pero recibir esa sensación no es un mérito nuestro, sino un regalo de la Gracia. Si el corazón es piadoso, nos sentimos liberados de la pesada carga de la actividad terrenal. Esa piedad tiene que acrisolarse, sin embargo, en la refriega cotidiana. No está en nuestro poder el contemplar el mundo desde arriba, sino que tenemos que pagarle el tributo debido.
La renuncia al mundo del pietismo inicial, torturada y convulsa, queda dulcificada en Matthias Claudius, convirtiéndose en una actitud que mantiene la distancia interior al tiempo que frena la acción. Hay que tener como si no se tuviese; no se debe querer huir del mundo, pero tampoco apegar el corazón al mismo. Ese «muchacho de inocencia», como llamó una vez Herder a Matthias Claudius, habla a veces casi con el mismo escepticismo que los elegantes moralistas franceses por los que Schopenhauer se dejará inspirar más tarde. «Sé honrado con todo el mundo, pero no te confíes con facilidad», recomienda allí. O: «desconfía de la gesticulación y actúa precavidamente con justicia». O también: «no digas todo lo que sabes, pero debes saber siempre lo que dices». Igualmente: «no dependas de ningún poderoso». Hay que pactar un compromiso con la realidad por medio del cual uno se sienta protegido frente a sus exigencias. Hay que efectuar, con gran precaución, las inevitables inversiones en el exterior; pero interiormente uno seguirá siendo habitante de otro mundo en el que «el ruido de las callejuelas» se disipa. Ese interior, bien custodiado, se convierte así en una muralla sobre la que resbalan las sombras. El eco de todo esto resuena en Arthur: ¿son acaso solamente sombras chinescas sus penas en el establecimiento comercial? Esta estrategia, que apuesta por negar realidad a las cargas de la vida, priva de toda su capacidad de rebeldía al sufrimiento producido por el dualismo. La trascendencia interior del mundo que Claudius ofrece goza de la bendición divina, y, sobre todo —lo que para Arthur es mucho más importante por el instante—, de la bendición del padre fallecido.
Es lógico que Arthur se interesara por una interpretación de la realidad de su vida que le ayudaba a soportar el dualismo experimentado entre lo interior y lo exterior, entre el deber y la inclinación. En cualquier caso, tenía que buscar algo así mientras le resultara imposible, por las razones que fuere, proyectar y realizar su vida desde un modelo único. Ese escepticismo sobre el mundo, surgido de la fuerza de una interiorización religioso-sensible, que Matthias Claudius ofrece, podía constituir tal interpretación. En ella, sin embargo, el dualismo está ocupado completamente por el mundo paterno: no sólo el principio de realidad, sino también lo que se le opone, está codificado en clave del padre. El Dios sentido y recibido en el interior, del que habla Claudius, sirve a la vez como recaudo paterno contra el mundo del padre. Por una parte, tiene la obligación de seguir el camino del padre; pero, al mismo tiempo, cabe frenar esa acción poniéndose a recaudo mediante la religión interiorizada que el padre aprueba. Con Matthias Claudius, por tanto, Arthur sigue encerrado en la prisión paterna.
En esa época, aunque no posee la fuerza para cambiar de vida (a pesar del ejemplo de la madre), está en busca de algo que le haga trascender interiormente el mundo y encuentra en Matthias Clau¬dius un método para negar la realidad de las cargas de la vida. Pero este método puede cumplir su finalidad sólo cuando efectivamente se cree en el Dios de los padres. «Lo que puedes ver», escribe Matthias Claudius, «míralo utilizando tus ojos; sobre lo invisible y lo eterno, atente a la palabra de Dios.»
Arthur había utilizado sus ojos —sobre todo durante el viaje—, y lo que había visto no le convenció en absoluto de la existencia de un buen Dios, justo y ordenador. Y si las cimas montañosas le habían inflamado, ello no era porque allí estuviese más cerca de Dios, sino porque estaba más lejos del bullicio humano. No era un humilde amor de Dios lo que buscaba, sino la soberanía para poder sobreponerse al mundo.
Arthur Schopenhauer afirmaría retrospectivamente que su fe en Dios estaba ya quebrantada cuando leyó a Matthias Claudius como legado del padre: «Siendo adolescente estaba siempre muy melancólico y, una vez, cuando tenía unos dieciocho años, aunque era tan joven llegué a pensar lo siguiente: ¿puede un Dios haber hecho este mundo?, ¿no habrá sido más bien un diablo?» (G, 131).
El viejo problema de la teodicea, del que Arthur Schopenhauer dice haberse ocupado a los dieciocho años, es el problema que Leibniz había formulado en toda su enjundia y creía haber resuelto: ¿no es la existencia de la perversidad y de toda suerte de males en el mundo una prueba contra la existencia de un Dios bueno y todopoderoso?
El hecho de plantearse tales preguntas indica a las claras la influencia de un pensamiento que hace depender el reconocimiento de un ser divino de pruebas racionales o empíricas. Por eso Leibniz se esfuerza también en utilizar su modelo matemático del mundo para 'resolver' este problema: cada elemento es imperfecto de por sí, pero perfectible; es decir, en el marco de una sabia combinación de elementos se convertirá en la conexión perfecta de una función. El mal en el mundo cumple el mismo papel que el resorte que detiene el mecanismo del reloj manteniéndolo en tensión. Sin resistencia tampoco hay avance. Sin sombras no hay luz. Voltaire y otros, por ejemplo, no pudieron encontrar sentido alguno, ni con la mejor voluntad, al terremoto de Lisboa que sepultó tantos miles de vidas humanas. Radicalizaron el discurso racional y se sirvieron de métodos estrictos en la interpretación de la experiencia para poner en grave aprieto a ese Dios al que se quería representar como arquitecto y gobernante de todos los mundos. El drama de la secularización era imparable. ¿Se produjo también este proceso de forma acelerada en Arthur Schopenhauer, quien leía precisamente ahora a Matthias Claudius? ¿O trató simplemente él, considerando retrospectivamente la historia de su alma, de situarla en el mismo nivel de desarrollo que los grandes problemas del espíritu occidental?
De hecho, en anotaciones muy tempranas (hacia 1807), encontramos ya deliberaciones sutiles en torno al problema de la teodicea. «O bien todo es perfecto, tanto lo más grande como lo más pequeño... y entonces cada sufrimiento, cada error, cada angustia... verdaderamente tendría que ser el mejor medio, el más inmediato, el único adecuado... —pero ¿quién podría sostener tal supuesto a la vista de este mundo?—; o, por el contrario, existen otras dos posibilidades: a no ser que prefiramos atribuirlo todo a un designio malvado, hemos de aceptar el poder de una voluntad malvada junto a la voluntad benévola, obligándola a seguir caminos torcidos, o bien dicho poder es sólo cosa del azar y por tanto hemos de atribuir imperfección a la voluntad gobernante, ya sea en su inteligencia o en su poder» (HN I, 9).
Incluso antes de haberse ocupado de Leibniz, Schopenhauer rechaza ya en ese momento su teorema del «mejor de los mundos posibles». Ello resulta sólo posible porque el espíritu de los tiempos había vuelto caduco a Leibniz y hacía posible que un aprendiz de comerciante, que no tenía todavía la edad adulta, se permitiese sobrepasarlo e ignorarlo.
Pero Schopenhauer rechaza también la demonología que algunos habían tratado de sostener en contraposición a Leibniz al defender la existencia de un Dios a la inversa que lo ha dispuesto todo para el mal. No es sorprendente que él, atormentado por el dualismo de su propia situación vital, favoreciese la solución dualista en su reflexión sobre la teodicea: hay un antagonismo entre la voluntad buena y la voluntad mala que gobiernan el mundo. El bien triunfa sólo por caminos torcidos o bien se trata de un antagonismo entre la buena voluntad y el azar. Pero esto último es sólo una variante de la primera posibilidad, pues el 'azar' es el mal sin rostro y sin figura, la negación del orden.
Las reflexiones sobre la teodicea representaban en realidad, ya desde el principio, el intento de aplacar con fríos pensamientos el dolor producido por la desaparición de un sentimiento religioso cálido. El subsuelo efectivo de la teodicea era el miedo. La razón tenía que aportar algo que luego desaparecía en el concepto y muchos pensaron ya entonces que se trataba de un camino erróneo. Pascal, por ejemplo, presiente un mundo interior amedrentado tras la presuntuosa fachada de una razón que se cree capaz de poder exigir la presencia de Dios o de despacharlo sin más del mundo. Afirma que no es posible encontrar a Dios en el discurso racional y aboga por una disociación radical entre fe y saber: el origen de ambos es distinto y no hay territorio que les sea común. El que mezcla ambos mundos, piensa Pascal, los pervierte a los dos: empaña el saber y confunde el «orden del corazón», el auténtico bastión de la fe. Dicho de otro modo: el saber se llena de soberbia porque la fuerza de la experiencia religiosa ha quedado disipada.
La corriente secularizadora arrastraba empero al propio Pascal: su fe es fe en la fe, voluntad de creer, surgida de un sentimiento de desamparo en un mundo de racionalidad y hechos empíricos.
Deducir a Dios a partir de la construcción de un modelo del mundo, o, por el contrario, negar con ayuda de tales modelos su existencia, es algo que permanece ajeno al meollo del problema religioso. Lo mismo puede decirse del joven Arthur Schopenhauer. La reducción de Dios que lleva a cabo su reflexión apelando a una construcción dualista (Dios tiene que compartir su poder con el mal o con el azar) no se corresponde con su verdadera manera de sentir. Lo que él quisiera es creer en un Dios que le arropase y le arrastrase en su Providencia. Por eso, la fe infantil de Matthias Claudius no representa sólo la prisión paterna, sino también una seducción.
Pero la ingenuidad de la fe paterna ya no existe. También Schopenhauer descubre en el subsuelo afectivo del discurso de la teodicea no tanto la fe cuanto la voluntad de creer. «En el hombre está profundamente anclada la confianza», escribe, «de que algo fuera de él sea consciente de su ser como él mismo lo es; representarse vivamente lo contrario, junto a la infinitud, es un pensamiento espantoso» (HN I, 8). Pero él no necesita representarse lo «contrario» puesto que lo ha vivenciado, aunque no ciertamente bajo la forma del elevado abandono metafísico, sino como el abandono de un niño no suficientemente amado. «Teniendo todavía seis años», leemos en las notas íntimas tardías tituladas Eis eauton, «me encontraron mis padres, una tarde que retornaban a casa de un paseo, en la más absoluta desesperación, porque repentinamente me imaginé abandonado por ellos para siempre» (HN IV, 2, 121).
En una poesía que proviene precisamente de la época en la que Schopenhauer elaboraba sus reflexiones sobre teodicea, leía a Matthias Claudius y cavilaba sobre la voluntad de creer, resuenan juntas ambas cosas: la 'pequeña' angustia del niño abandonado y la 'gran' angustia del desamparo metafísico.
En medio de una noche tormentosa
 me desperté con gran angustia
se oía el viento y el fragor
atravesando pabellones, patios, torres;
Pero ninguna claridad, ni un débil rayo
podía atravesar la oscuridad profunda,
como si no pudiese disiparla ningún sol;
estaba allí, tan firme e impenetrable,
que creí que no había día por llegar:
entonces me envolvió una gran angustia,
y me sentí sobrecogido, abandonado y sólo»  (HN I, 5)
Arthur Schopenhauer escribe este poema ripioso aproximadamente al mismo tiempo en que aparecen los Nachwachen de Bonaventura, la obra que hace resaltar la profunda corriente nihilista del movimiento romántico a la vez que lo parodia. Tanto los miedos como las promesas de la noche tienen ahora su oportunidad. En las imágenes de la angustia nocturna la oscuridad sustituye a la ausencia de sentido y orientación. La noche preside también, naturalmente, la secuencia onírica de Jean-Paul en Charla de Cristo muerto, desde fuera del Universo, diciendo que no hay Dios; y también toda la obra poética de Hölderlin gira en torno a la «noche de Dios».
«La noche es serena y casi horrible», dice Bonaventura, «y la fría muerte está en ella cual espíritu invisible, adhiriéndose con firmeza a la vida superada. De vez en cuando, un cuervo congelado cae desde el tejado de la iglesia...»
Hasta ahora, las luces de la vieja fe o de la nueva razón habían prestado ayuda contra la oscuridad. Cuando Schopenhauer compone su poema a la noche han transcurrido diez años desde que la irrupción romántica comenzara a enfrentarse a lo nocturno con tanto espanto como ardor. Se había descubierto una nueva fuente de iluminación: la música y la poesía quedaban reconciliadas con la noche porque de ellas mismas brotaba una singular oscuridad.
La noticia de este «descubrimiento» llegó también a Arthur Schopenhauer. Para poder soportar su propio Miserere leyó no sólo a Matthias Claudius, sino también, por ejemplo, los escritos de Wilhelm Heinrich Wackenroder, editados por Ludwig Tieck entre 1797 y 1799.
Wackenroder fue el cometa de la religión romántica del arte. Trazó una trayectoria de magia fulgurante, dio esplendor a la noche, y desapareció pronto. Cuando Tieck publicó sus escritos, Wackenroder había muerto ya, a la edad de veintiséis años. Wackenroder, y el movimiento romántico con él, habían tenido como punto de partida un problema semejante al que tuvo diez años después Arthur Schopenhauer. La generación que habiendo perdido la vieja fe e incapaz de alcanzar satisfacción en la razón había sido alentada por los remolinos de la Revolución Francesa a dar los más atrevidos saltos, sintió con claridad extrema las insuficiencias de una normalidad que ellos experimentaban como pesada herencia de sus padres, en parte racionales y en parte piadosos, o simplemente carentes de fantasía y de valor. Estos jóvenes, que huían del monótono repiqueteo de la cotidianidad burguesa, buscaban asilo y lo encontraron en el Dios del arte, un Dios que se avecinaba. Wackenroder era también un buscador de esa índole. Su padre, consejero privado del ministerio de guerra y magistrado supremo en Berlín, era un funcionario honorable y quería para su hijo la misma clase de vida que él había llevado. Este, aunque por una parte se abandonaba con su amigo Tieck a fantasías sobre el arte, permaneció con todo atrapado al dualismo. No había nacido para bohemio. Un contemporáneo cuenta lo siguiente de él: «Como si hubiese sentido oscuramente que ese mundo interior necesitaba de un contrapeso exterior, si no quería abismarse por completo en él, se aferraba con escrupulosidad a determinadas disposiciones. Una vez convertidas en costumbre ya no las abandonaba jamás. El que le observase en tales ocasiones podía tomarlo por un hombre sensato e incluso meticuloso. La naturaleza burguesa del padre parecía entonces ganar la partida... La música, sobre todo, parecía penetrar completamente su ser. Se había acumulado aquí un material eléctrico que aguardaba sólo el contacto apropiado para estallar y cegar con chispas centelleantes.»
El joven Schopenhauer se aferraba por su parte también a «determinadas disposiciones» y se recreaba gustosamente en el fuego de artificios de las fantasías románticas y musicales. La más famosa de esas fantasías, que fue reconocida muy pronto como parábola 'clásica' del anhelo romántico de salvación, es el relato Un maravilloso cuento oriental de un santo desnudo. Arthur Schopenhauer sacaría partido, incluso en su última época, del acerbo de imágenes de este texto. El santo del cuento oye incesantemente «el decurso de la rueda del tiempo en su revolución chirriante» y se ve forzado por tanto a efectuar los movimientos violentos mediante los que todo ser humano «se esfuerza en detener la monstruosa rueda». La libe-ración le llega en una noche de verano y tiene lugar bajo el efecto del canto de una pareja de amantes: «Con los primeros tonos de la música y de la canción se esfumó para el santo la rueda chirriante del tiempo.» Música, poesía y amor, los poderes celestiales de la nueva generación, liberan del «engranaje» de una cotidianidad prosaica, del «chirriante proseguir uniforme y acompasado» del tiempo vacío. En la filosofía de Schopenhauer aparecerá también después la «rueda de la voluntad» a la que estamos amarrados y que nos arrastra en su movimiento. Por otra parte, aparece también la repentina suspensión de este movimiento, que se produce al sumergirnos en las obras de arte.
El joven Arthur Schopenhauer anota lo siguiente en el diario que escribe durante la época de sus lecturas románticas: «Si quitamos de la vida los breves instantes de la religión, del arte y del amor puro, ¿qué es lo que queda sino una sucesión de pensamientos triviales?» (HN I, 10).
La palabra 'religión' evoca aquí todavía un poder liberador. Pero, en conjunción con «arte» y «amor», ya no es la religión del padre. Matthias Claudius, por ejemplo, se había enfrentado siempre con toda energía al intento de poner en el mismo plano al arte y a la religión. Por eso combatió constantemente la irrupción romántica como una forma de idolatría moderna. Y, desde su punto de vista («sigue la palabra de Dios»), el buen hombre tenía razón. Pues la religión romántica no era una religión de humildad y fe en la Revelación, sino de autoafirmación; era una de las muchas formas de expresarse con las que la imaginación había logrado romper sus cadenas. Hay que entender la dinámica interna de la religiosidad romántica, henchida por completo de entusiasmo por el arte, si se quiere comprender cómo y por qué se abandonó Arthur a ella.
Cuando uno está inserto en una realidad cotidiana prescrita por el padre, como es el caso de Schopenhauer, el problema estriba en poder sobrepasar al menos el más allá paterno (Matthias Claudius). La religión romántica y la religión del arte (la metafísica de la música de Wackenroder especialmente) allanan el camino al joven Schopenhauer para alcanzar ese objetivo. Dejándose arrastrar por esta corriente consigue emanciparse hasta cierto punto de la religión del padre. Pero, desde el punto de vista paterno, hay aquí un deslizamiento desde una trascendencia legítima a otra ilegítima. Schopenhauer cumple así en su persona el destino del movimiento espiritual de la época, un movimiento que dará a luz a lo que yo llamo, convencido de su irrepetibilidad, los 'años salvajes de la filosofía'.
La revolución kantiana había dado origen a todo esto al romper el hechizo de la metafísica y al vaciar de contenido la fe tradicional a la vez que se producía una afirmación pragmática del sujeto y se desviaba el interés por el 'mundo en sí' hacia las formas de producción de un 'mundo para mí'. Con Kant, se desmoronaba el viejo «orden de las cosas» (Foucault) y surgía una modernidad que ciertamente ya nos ha desencantado pero de la que todavía no hemos podido escapar.
Schopenhauer iba a enfrentarse directamente, más tarde, con esa cesura vinculada al nombre de Kant. Pero ya desde el principio estaba completamente envuelto por la atmósfera de esa quiebra. Al fin y al cabo, al encontrarse con el Romanticismo, entraba en relación con uno de los muchos aspectos en los que esa ruptura configuró la época. Cuando Schopenhauer se incorpora al movimiento habían concluido ya, en cierto modo, el segundo o el tercer acto de la obra. Lo cual no carece de significado, pues dando marcha atrás y saltando sobre el Romanticismo, se dirige directamente a Kant y, desde allí, emprende una revisión del proceso que sus sucesores habían entablado contra Kant. Pertrechado con el impulso esotérico del budismo y de la mística será impelido, por encima de Fichte, Hegel y Marx, hacia el centro de una trascendencia sin cielo; y llevará a cabo, con radicalidad, un «análisis de la finitud» (Foucault) que consigue el prodigio de no repudiar la metafísica.
Por el momento, sin embargo, durante sus dos últimos años en Hamburgo, Schopenhauer se familiariza con los vuelos de infinitud del Romanticismo. A la infinitud del arte romántico le falta empero la solidez de esa Revelación 'objetiva' en la que Matthias Claudius y el padre creían. La infinitud romántica es subjetiva por los cuatro costados: una infinitud que se construye a medida que uno se va sumergiendo en ella. O, por lo menos, de la que se tiene la impresión que estaría al alcance de la mano el construirla. No hay nada en absoluto que una imaginación liberada de sus cadenas no pudiese llegar a realizar, piensa el espíritu romántico de la época.
Los románticos contemplan el propio secreto y creen estar penetrando así en el secreto del mundo. El mundo quedará desvelado cuando uno encuentre en sí mismo la palabra mágica. Por mucho que uno  descienda  hacia  el  abismo,   nunca   será  bastante.   Esos descensos son a la vez verdaderas ascensiones (uno asciende a medida que desciende). La inmersión lleva al centro de un campo de fuerzas magnéticas. La razón tambaleante aprende a danzar en ese punto. Allá donde lo indecible comienza en nosotros, topamos con lo más íntimo del mundo. El escepticismo romántico contra el lenguaje arranca de aquí. El lenguaje, para Wackenroder, es la «tumba de la furia interior del corazón». En el lenguaje, lo indecible se torna banal con facilidad. El lenguaje es incapaz de seguir el flujo de las sensaciones y tiene que tejer toda la riqueza del presente con el frágil hilo del antes y el después. Según Novalis, el pecado original de la modernidad comienza con la traducción de la Biblia por Lutero. Se inicia de este modo la época de la tiranía de la literalidad. La imaginación y el sentido interior quedan a recaudo y olvidan el arte de volar. Novalis enaltece, como Wackenroder, la «música sagrada». En ella todo se mueve todavía y es posible aprender con ella la metafísica de la suspensión. Wackenroder especula en tono menor al hablar de una liberación individual por medio de la música. Novalis aborda la totalidad y pretende curar a Europa de sus enemistades y de su vulgaridad con la 'música sagrada'. El orgullo de Beethoven, que ve en el general Bonaparte a su igual y en el emperador Napoleón a un renegado de sí mismo, está a la altura de tales ambiciones. El primero que se sintió como verdadero fundador de una religión no fue Wagner, sino Beethoven. La música era para él «transmisión de lo divino y una revelación más alta que cualquier sabiduría y filosofía». Recordaremos más tarde, al tratar la filosofía de la música de Schopenhauer, esta ebriedad romántica del senti¬miento musical.
La música y la religión —así lo exigía el espíritu romántico— constituyen lo primero que tiene acceso a lo indecible en nosotros y, con ello, al secreto del mundo. Ambos son igualmente primordiales. Esta declaración habría sido blasfema apenas medio siglo antes. Pero el proceso de secularización y la liberación del sujeto autocreador habían agrietado las paredes del antiguo cielo hacia el que se elevaba la música y de donde la religión recibía sus revelaciones. Ahora resultaba que eran ambas —música y religión— creaciones de nuestra imaginación y representaban una fuerza divina porque provenían de lo indecible. Aparece así una divinidad que germina en los abismos. El filósofo contemporáneo Jacobi, que no se avenía en modo alguno con toda esta orientación, denuncia concisamente la escueta alternativa: «O Dios es un ser viviente, existente por sí y exterior a mí, o bien yo soy Dios.» Los románticos decidieron que eran ellos la propia divinidad. Según Schleiermacher, «el que tiene religión no es el que cree en una Escritura sagrada, sino el que no precisa de ninguna y él mismo sería capaz de hacerla».
Esta religión vehemente, que brota del poder de la propia sensibilidad, fascina a Schopenhauer porque no representa un código paterno de normas morales y un repertorio de revelaciones, sino un modo de experimentar el mundo y a sí mismo que se presta a ser gozado estéticamente. En la pensión del agente de seguros Willinck, en la que vive tras la mudanza de su madre hacia Weimar, se abandona a tales estados de ánimo ascensionales. Por otra parte, los portavoces del movimiento se disponen en esa época a dar «el salto mortal hacia el abismo de la misericordia divina» (Friedrich Schlegel). La tendencia es volver de nuevo a la fe eclesiástica de la que Schopenhauer precisamente quiere escapar. Lee en Wackenroder lo siguiente: «Hay que atravesar el yermo lleno de ruinas que el desmoronamiento progresivo de nuestra vida produce y hay que aprender el arte de aferrarse con mano firme a lo grande y permanente que, por encima de todas las cosas, alcanza la eternidad —una eternidad que nos ofrece desde el cielo la mano luminosa—, ¡pues fluctuamos en una posición inestable sobre los desiertos abismos, entre cielo y tierra!» Schopenhauer escribe a su madre en Weimar: « ¿Cómo pudo encontrar sitio la semilla celestial en nuestro duro suelo, sobre el que la carencia y la necesidad se disputan cada parcela? Estamos desterrados del espíritu originario y no podemos llegar hasta él... Y sin embargo, un ángel compasivo consiguió para nosotros la flor celestial y ahora ésta resplandece en las alturas en toda su magnificencia y arraiga en este valle de lágrimas —las pulsaciones de la música divina no han cesado de sonar a través de los siglos de barbarie, y un eco inmediato de lo eterno ha permanecido en nosotros, inteligible para todos los sentidos e incluso por encima del vicio y la virtud» (B, 2).
La simbiosis de arte y religión resulta —en principio— beneficiosa para ambos. La religión, en cuanto arte, se emancipa del dogma y se convierte en revelación del corazón; el arte, en cuanto religión, da una consagración sobrenatural a estas 'revelaciones'. La religión del arte hace posible que «fluctuemos en una posición inestable sobre los desiertos abismos, entre cielo y tierra». Schopenhauer, aprisionado por el aprendizaje del comercio, espera recibir ayuda de tal religión intentando, «con pasos sigilosos y ligeros / atravesar la yerma vida terrenal / y que en ningún lugar el pie se pegue al polvo...» (HN I, 2).
En el contexto de la fe paterna, la transcendencia era un bien sólido en el que se podía confiar. La religión romántica, por el contrario, se asemeja, incluso en la manera de entenderse a sí misma, a una arriesgada empresa. En la novela William Lovell, que el joven Schopenhauer leyó varias veces, el joven Tieck escribe lo siguiente: «Cuando un ser tal siente una vez cómo se paraliza la fuerza de sus alas... se deja caer ciegamente en el vacío, quedan las alas destruidas y tiene que arrastrarse después por toda la eternidad.»
Las vibraciones del entusiasmo romántico provienen de un miedo que se agita en zonas profundas: el miedo al despertar de la seguridad que acompaña a un sonámbulo. En sus momentos de mayor desamparo, el Romanticismo tiene consciencia de que el espacio de resonancia de su música celestial está pavorosamente vacío: «La música se torna inmediatamente para mí una figura de nuestra vida», escribe Wackenroder, «una alegría corta y conmovedora que surge de la nada y vuelve a la nada, que se eleva y se sumerge sin que uno sepa por qué: una pequeña isla verde y feliz bajo la luz del sol, una melodía que flota sobre el océano tenebroso e insondable».
Los que, tras el gran ocaso de los dioses, quieren crear sus dioses con fuerzas propias, encallan en el siguiente dilema: deben creer en lo que ellos mismos han producido y, a la vez, vivenciar lo producido como algo que viene de afuera. Pretenden obtener, a partir de la 'acción', esa unión mística que sólo el abandono puede conferir. Quieren admirar el gran espectáculo desde el proscenio y se esconden al mismo tiempo entre bastidores. Son directores que quieren encantarse a sí mismos. La fe romántica del arte pretende lo imposible: producir ingenuidad por medio de la sofisticación. El resultado es que, en lugar de las viejas esencias, aparece el gabinete de los espejos con sus desdoblamientos: el sentimiento del sentimiento, la fe en la fe, el pensamiento del pensamiento. Y todo eso, según sea el estado de ánimo, puede producir el placer de una realidad cuyas formas se multiplican hasta el infinito —o el dolor de la nada. Jean-Paul dice: «Ay, si cada yo es su propio padre y creador: ¿por qué no podría ser también su propio ángel exterminador?»
 Las exaltaciones por las que Schopenhauer se deja arrastrar son de naturaleza extremadamente compleja. Y no desconoce el terror de la caída. Pero ¿qué fuerzas son exactamente las que teme que podrían estrellarlo contra el suelo?
Lo que le impide volar sin peso es la sensualidad que irrumpe en esa pubertad tardía del joven. El deseo sexual, el cuerpo por tanto, es lo que le arrastra a la caída. Se trata de un «ángel exterminador» al que, en la época de sus exaltaciones románticas, consagró un elocuente poema:
«Ay, voluptuosidad, ay, infierno, / Ay, sentidos, ay, amor / Que no pueden tener satisfacción / Desde la altura del cielo / Me arrastraste / Y me arrojaste / Sobre el polvo de esta tierra / Allí estoy encadenado» (HN I, 1).
«Voluptuosidad» y «amor». ¿A qué se refiere concretamente el joven Arthur Schopenhauer?
Hay que hacer una advertencia previa. Tras la muerte del padre y la partida de la madre, el joven, que no había cumplido todavía veinte años, vivía sin vigilancia familiar. Al mismo tiempo, Anthime había llegado también a Hamburgo con el propósito de poner fin a su «aburrimiento» en El Havre y completar su aprendizaje del comercio. Escribe que quería estar cerca de su amigo. Se ha especulado mucho sobre el supuesto «libertinaje» al que, al parecer, ambos jóvenes se habrían entregado; eso era lo usual en los círculos de la burguesía.
Durante los fines de semana, Anthime llega a Hamburgo desde Aumühle, donde se aloja. Quiere «tener experiencias» y Arthur debe hacer de guía. Ambos galantean con actrices y coristas, incitándose mutuamente, y cuando no tienen éxito se consuelan en los «abrazos de una hábil meretriz», según escribe Anthime en una carta. Los humos donjuanescos de Anthime crispan los nervios de Arthur a veces y replica con ironía o mal humor. Anthime se siente ofendido. Luego, ambos se reconcilian de nuevo. Arthur proporciona a Anthime lecturas escabrosas y acierta, al parecer, pues Anthime le da las gracias diciendo que en esos días se siente «sumido en pensamientos amorosos».
Ambos se sienten sumidos en «pensamientos amorosos», aunque Arthur, por otra parte, está siempre morigerado por el escepticismo. Durante una excursión dominical a Trittau, en Holstein, mientras están ambos tumbados sobre la hierba estival, a la sombra de un árbol, Arthur anula la iniciativa erótica de su amigo razonándole que «la vida es tan corta, insegura y fugaz que no vale la pena hacer un gran esfuerzo».
Por otra parte, es verdad que Arthur no tuvo ningún amorío por el que hubiese valido la pena hacer un gran esfuerzo. El problema era el siguiente: sus deseos corporales humillaban su cabeza y triunfaban sobre él, aunque no sobre las mujeres. Eso es lo que no podía perdonar —ni a los deseos corporales ni a las mujeres—. «Y por lo que se refiere a las mujeres», dirá muchos años después en una conversación, «estaba yo muy inclinado hacia ellas —faltaba sólo que ellas también se hubieran interesado por mí» (G. 239). Puesto que ellas no se interesaban por él, tenían que convertirse en obscuros objetos del deseo. Esto le llevó a vivenciar los enmaraña-dos deseos corporales como una amenaza. «Voluptuosidad, infierno, sentidos, amor» —todo está unido para él y constituye una «serie de debilidades» que hacen fracasar cualquier «aspiración hacia lo alto». Vivencia su sexualidad como abyección puesto que sólo le proporciona derrotas o victorias demasiado insignificantes. Y, puesto que Anthime es el cómplice de sus tentativas, se aleja pronto de él. Anthime, más exitoso en la vida erótica, no puede cumplir en modo alguno el deseo de Arthur de «no estar tan firmemente apega-do al cuerpo».
De este modo, Schopenhauer pasa el día en el escritorio del senador Jenisch y la noche en la pensión del agente de seguros. De vez en cuando, corre con Anthime, aunque desganado, en pos de la voluptuosidad. Para Arthur se trata de un «mundo exterior» de la peor suerte. Y, en vez de hacer algo para cambiar su situación, sueña en «horas dichosas de creación espiritual»: «¿Por qué tienen que estar separados por mil impedimentos los pocos hombres eminentes, los que por azar no están tan firmemente apegados al cuerpo como la legión de los otros? ¿Por qué sus voces no pueden encontrarse ni se reconocen entre ellos y por tanto no puede sonar la hora dichosa de la creación espiritual? ¿Por qué uno de tal especie... puede rastrear a lo sumo de vez en cuando a un ser semejante... en la obra de arte, multiplicándose después su dolor por la añoranza, mientras él se consume en la soledad y su mirada sólo alcanza a la multitud, tan innumerable como las arenas del Sahara, de esos seres semianimales carentes de toda gracia?» Esta vida en el Sahara tenía que prolongarse un tiempo todavía, hasta el verano de 1807. Johanna, en Weimar, no pudo soportar más en ese momento las jeremiadas que le llegaban desde Hamburgo. Así que tomó la iniciativa para liberar a Arthur. El no había podido liberarse con sus propias fuerzas. La madre le ayudó a tener un segundo nacimiento arrancándolo del mundo paterno. En realidad, tendría que haber estado infinitamente agradecido. Pero quizá nunca pudo perdonarle el estar en deuda con ella.

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