viernes, 3 de diciembre de 2010

Capítulo 2

Hamburgo. Primera lectura en el libro de la vida.



En la primavera de 1793, sucedió finalmente lo que Heinrich Floris Schopenhauer temía desde hacía ya tiempo y por lo que había sondeado la posibilidad de trasladarse a Inglaterra: Prusia y Rusia se pusieron de acuerdo para anexionarse otras partes del territorio sobre el que Polonia había ejercido su soberanía. Las ciudades de Danzig y Thorn, formalmente libres bajo protección polaca hasta el momento, fueron adjudicadas al rey prusiano. Le correspondió al general Raumer el mismo que tan amable había querido mostrarse con Heinrich Floris Schopenhauer y cuya ayuda tan desabridamente había sido rechazada por éste llevar a cabo la anexión y poner fin a una libertad que había durado siglos. Los Schopenhauer no espera-ron a que se produjese la invasión de las tropas prusianas y la familia partió inmediatamente después de que el Consejo y la cámara de diputados hubiesen decidido, en un acuerdo unánime del 11 de marzo de 1793, ofrecer la soberanía de la ciudad al rey de Prusia. Fue más bien una huida que una mudanza. Algo tenía que temer Heinrich Floris Schopenhauer, pues la ofensa al general prusiano no había caído todavía en el olvido.
Con los Schopenhauer huyeron otras familias del patriciado que se habían señalado igualmente como 'enemigas de Prusia'. Entre la burguesía media, por el contrario, predominaba una actitud distinta, pues la incorporación al territorio prusiano auspiciaba desarrollo económico. Dentro de las clases más bajas, entre los jornaleros, los grumetes y los aprendices, se llegó a la rebelión abierta. Soldados rasos de la ciudad desarmaron a los oficiales, que estaban dispuestos a entregarse, y apuntaron los cañones hacia las tropas prusianas que se aproximaban. Tenían razones para temer que, tras la entrega de la ciudad al ejército prusiano, en guerra con la Francia revolucionaria, serían reclutados forzosamente. Las luchas y disturbios duraron hasta el mes de abril de 1793. Algunas casas fueron destruidas por los cañones y el fuego. Hubo además saqueos y pérdida de vidas humanas. Pero mientras todo esto sucedía, los Schopenhauer se habían puesto a salvo en Hamburgo.
Ignoramos la razón por la que no se trasladaron finalmente a Inglaterra. Pero ¿por qué fueron precisamente a Hamburgo?
Para Heinrich Floris Schopenhauer, experto en el comercio marítimo, sólo podía entrar en consideración una ciudad portuaria. Sus conexiones comerciales con Hamburgo eran satisfactorias. Esta poderosa ciudad hanseática parecía ofrecer además las máximas garantías de conservar su independencia frente a Prusia. De hecho, Heinrich Floris Schopenhauer murió antes de que también Hamburgo perdiera su libertad republicana, aunque no ciertamente bajo el yugo de Prusia, sino de la Francia napoleónica.
A la llegada de los Schopenhauer, durante la primavera de 1793, la ciudad experimentaba una coyuntura económica sin parangón.
Durante todo el siglo XVIII, Hamburgo había sido un importante lugar de tránsito tanto para las mercancías coloniales francesas y holandesas como para los productos manufacturados de la industria inglesa. La ciudad hanseática había batido a todos los concurrentes europeos en el comercio con Inglaterra desde que, en 1663, el rey inglés le concediera el privilegio de poder atracar en los puertos ingleses con barcos propios. A través de Hamburgo eran exportados los productos de la Europa central: cereales de Mecklenburg, del sur de Rusia y de Polonia; madera para construir barcos de los bosques de Sajonia; salitre ruso; productos de la industria local: porcelana, telas rústicas y madera tallada. También tenía importancia el comercio intermediario de alquitrán, cuero, pieles y aceite de pescado procedentes de los países nórdicos. De Inglaterra, Holanda y Francia llegaban especias, té, café, tabaco, tejidos y metales preciosos. Todas estas mercancías se apilaban en los mayores almacenes de la Europa continental. Entre 1788 y 1799 se dobló el número de buques que navegaban bajo bandera de Hamburgo. En el año 1795 había más de 2.000 barcos, un auténtico récord europeo.
En una memoria dirigida a Napoleón, el abate Sieyés decía de Hamburgo que era «el lugar más importante del globo terráqueo». Se trata, sin duda, de una exageración. Pero los habitantes de la ciudad la oían con agrado y ellos mismos no se escatimaban elogios: «La bandera de Hamburgo ondeaba en el mar Rojo, en el Ganges y en China, así como en las aguas de Méjico y Perú, en Norteamérica, en las posesiones holandesas y francesas de las Indias orientales y occidentales. Era respetada en todos los lugares del mundo y el hecho de que nuestros barcos nos trajesen todos los tesoros de ambas Indias no era motivo de envidia, puesto que ello revertía también en su propio provecho.» Así describe el comerciante Johann E. F. Westphalen, en 1806, el prodigioso desarrollo de la ciudad durante los últimos decenios del siglo XVIII. De su voz se desprende empero un tono elegiaco, pues, en 1806, época del bloqueo continental, la antigua grandeza pertenecía ya al pasado. Con todo, antes de que Napoleón la incorporase a sus dominios, Hamburgo se había aprovechado de las guerras y de las reordenaciones territoriales de la Francia revolucionaria. La conquista de Holanda por los franceses (1795) produjo un éxodo de firmas comerciales francesas y holandesas hacia la ciudad. La incierta situación creada por la guerra había cerrado la vía del Rin y había desviado todo el tráfico de Alemania occidental y de Suiza por las aguas del Elba. Hamburgo ocupó el lugar de Amsterdam y Amberes en el continente europeo, tanto como puerto de importación de las mercancías americanas cuanto como sustituta del comercio holandés con la India oriental y con Oriente Medio.
Con el comercio y el tráfico marítimo creció también el intercambio monetario. Hamburgo se convirtió en el mercado financiero más importante del continente. La actividad industrial florecía dentro de la ciudad y el número de habitantes se multiplicó hasta contar con unos ciento treinta mil al cambiar de siglo.
Heinrich Floris Schopenhauer, que había perdido una décima parte de su fortuna en la huida, pudo asentar pie de nuevo con rapidez en el comercio de Hamburgo. En definitiva, su especialidad en Danzig había sido el comercio con Inglaterra y Francia, que con tanta fuerza prosperaba aquí.
Al principio, los Schopenhauer se alojaron en Neuen Weg 76, en la ciudad vieja. Cuando sus negocios tomaron de nuevo impulso, favorecidos por la coyuntura económica general, la familia se trasladó a una casa mucho más suntuosa situada en Neuen Wandrahm 92. Era el barrio en el que residían las grandes familias de comerciantes de Hamburgo: los Jenisch, los Godeffroys, los Westphalen, los Sieveking. La vivienda y el local comercial, según la costumbre de la época, constituían parte de la casa. En las alas posteriores y en la parte media de la edificación estaban los graneros, los almacenes, despachos y bodegas. La parte trasera de la propiedad daba a un canal y las barcazas de carga podían atracar allí. Una galería de madera tallada rodeaba el amplio patio interior y el vestíbulo estaba embaldosado con mármol. La zona destinada a vivienda ocupaba la parte delantera de la casa y constaba de diez habitaciones, cuatro gabinetes, cuatro salas y un gran salón provisto de un magnífico artesonado, suelo de madera y ventanas de cristal primorosamente trabajadas. En ese lugar, en el que podían reunirse desahogadamente más de cien personas, daban los Sehopenhauer sus veladas con un boato «muy por encima de su posición social», según afirmaría posteriormente Adele, la hermana de Arthur.
Los Schopenhauer, con tan soberbio etablissement, podían contarse sin duda entre la élite de la ciudad hanseática. Las espaciosas estancias, sin embargo, proporcionaron a Arthur, en esa época de su desarrollo, poco calor de hogar. Tampoco los recuerdos posteriores le conducirían hacia el domicilio hamburgués.
Hamburgo fue una ciudad propicia no sólo para los negocios, sino también para el republicanismo burgués-aristocrático de los Schopenhauer.
Tras los disturbios que habían situado a la ciudad al borde de la guerra civil, Hamburgo se había dado en 1712 una nueva constitución que prescribía un equilibrio de poder entre las burguesías patricia y media. Los senadores patricios y la asamblea de los diputados hereditarios se repartían los poderes legislativo y ejecutivo. Naturalmente, había que poseer una cierta fortuna para poder participar en la vida política de la ciudad, pero el nivel de renta imprescindible fue bajado progresivamente. Lo importante, sin embargo, era que la constitución garantizaba los derechos a la libertad personal en el sentido del acta inglesa del Habeas-corpus y la burguesía estaba orgullosa de ese orden político. «La constitución no es ni completamente aristocrática, ni completamente democrática, ni completamente representativa, sino las tres cosas al mismo tiempo y el espíritu de fracción, tan activo antaño, ha sido reducido a sus justas proporciones por la Constitución; así que en lugar del mismo reina la tranquilidad, la seguridad y la libertad en mayor grado tal vez que en cualquier otro Estado», escribe un contemporáneo en el año 1800.
«Tranquilidad, seguridad y libertad»: eso era precisamente lo que Heinrich Floris Schopenhauer había buscado y lo que finalmente encontró en Hamburgo. La «libertad» con respecto a Prusia, en especial, le llegaba al corazón y también en esto Hamburgo parecía ofrecer garantías. Pues aunque Federico el Grande tenía puesto el ojo en la floreciente metrópolis comercial, Inglaterra, Francia y Holanda apoyaban la voluntad de independencia de la ciudad por su propio interés de mantener la libertad de comercio. De modo que Prusia tuvo que contentarse con recabar informes de los expertos comerciantes hamburgueses sobre asuntos concernientes al tráfico de mercancías. Dichos informes no apoyaban, por otra parte, la política económica mercantilista de Prusia. «La clave está en la libertad», había escrito la Diputación de comercio de Hamburgo. Berlín respondió que los informes estaban sabiamente elaborados pero que resultaban impracticables.
La Revolución Francesa, cuyo comienzo había dado lugar a que Heinrich Floris Schopenhauer, todavía en Danzig, se precipitase desde el despacho hacia la residencia campestre de Oliva para informar alborozadamente a su mujer de la noticia, encontró también en Hamburgo portavoces entusiastas. Incluso Georg Heinrich Sieveking, el senador más influyente y que era una especie de «Rothschild hamburgués», como se le llamaba, estaba entre ellos. Su entusiasmo inicial les pareció a muchos conciudadanos poco hanseático. Sieveking se defendió en un panfleto al que dio como título: A Mis conciudadanos. En la residencia campestre de Sieveking, durante una fiesta en el jardín, Klopstock leyó por vez primera sus odas a la Revolución Francesa. El Hamburgische Correspondent y la Hamburgische Neue Zeittmg, los mejores periódicos de Alemania en aquella época, eran famosos por las minuciosas informaciones que llegaban desde París. Los hamburgueses, sin embargo, al aclamar la Revolución Francesa, dirigían su admiración hacia sí mismos sobre todo. En 1790 celebraron conjuntamente el aniversario de la toma de la Bastilla y el jubileo de la Diputación del Comercio y cantaron a la ocasión: « ¡Oh, ciudad patria nuestra, tres veces bienaventurada, /
que tan gloriosamente ha conquistado / la paz y la libertad frente a las naciones orgullosas.»
Cuando la Revolución Francesa entró en la fase jacobina, Hamburgo se distanció de ella, aunque, naturalmente, sin llegar a romper los lazos comerciales. El espíritu hanseático se sentía superior a todos los excesos, enfermedad infantil de la lucha por la libertad. «Hamburgo no se pavonea, en verdad, de tener un acta de Habeas-corpus; ni cuelga ningún tablón con los derechos de la humanidad en las salas de reunión de nuestros legisladores; pero, en compensación, ni aquélla se suspende ni éstos dejan de respetarse», escribe el Hamburgische Corres-pondent. Un lector añade lo siguiente: «¿No resulta hermoso que nosotros estemos tan cerca de la bienaventuranza política ideal sin sufrir vértigo?; ¿que seamos libres e iguales sin Robespierre y sin los sans culotte?; ¿que veneremos una herencia antigua y pacífica dónde otros mancillan las innovaciones juiciosas con los horrores de la revolución?... Es un hecho singular que lo que en Francia resulta ahora nuevo y paradójico sea para nosotros una antigua ortodoxia política.»
Pero había que asegurarse de que la «ortodoxia» de Hamburgo no fuese corrompida por ninguna influencia exterior. Así que, a la vez que florecía el negocio comercial con la Francia revolucionaria y los escolares tenían que recitar las odas revolucionarias de Klops-tock, los emigrantes nobles, acompañados de su abigarrado séquito, eran acogidos en la ciudad.
Si la anglomanía había predominado antes entre los habitantes de la ciudad, ahora, seducidos por la elegancia y el flair de los fugitivos, la gente se volvió francófila también. Johanna Schopenhauer, simpatizante de la Revolución Francesa por otra parte, estaba orgullosa de recibir en sus veladas a selectos emigrantes, entre los que se contaba, por ejemplo, el barón de Staël-Holstein, esposo de la famosa madame.
Los emigrantes y su séquito relajaron las severas costumbres de la decencia burguesa. El baile, el juego y la bebida cobraron impulso. También el gremio de la prostitución experimentó un auge considerable y, naturalmente, se propagó el rumor del mal venéreo francés, denunciado incluso desde el pulpito de la iglesa de San Miguel.
Un coronel francés desertor, que sabía más de cocina que de esgrima, instaló un local para excursionistas en una elevación junto al Elba. El local se convirtió muy pronto en centro de encuentro de los jóvenes adinerados. «Lo que proporciona a este lugar el éxito entre la gente más distinguida», escribe un contemporáneo, «es, sin duda, la manera de alimentar a nuestros refinados tragones alemanes; porque el arte francés de la cocina ha concentrado todas sus energías en satisfacer perfectamente la lengua y el paladar.» También la cafetería francesa fue incorporada a las costumbres de la ciudad. En 1794 se inauguró el teatro francés. Los hamburgueses conocieron las revistas y el vaudeville, y la juventud masculina se entusiasmó por las actrices. Madame Chevalier era el astro de la escena. La señora Reimarus, nuera del autor de los Fragmentos de Wolfenbüttel, señala con cierto resquemor: «Madame Chevalier trastorna la cabeza de nuestros mozos y ha llegado al punto de hacer dilapidar su dinero a algunos jóvenes comerciantes.» Entre ellos no estaba todavía Arthur, demasiado joven para ello a sus doce años; pero la madre se sentía orgullosa de contar entre sus huéspedes al ángel mundano de París. La emigración francesa sucumbió pronto empero al desgaste pecuniario. Muchos tuvieron que cambiar su género de vida: unos se convirtieron en profesores de danza o en maestros de esgrima y otros dieron clases de idioma. Arthur entró en conexión con ellos a través de dichas actividades sobre todo.
El modo de vida ligera que trajo consigo a Hamburgo todo este revuelo francés fue sólo, sin embargo, un intermezzo. Heine, que vivió allí un decenio más tarde que Arthur Schopenhauer, se lamentaba de ello. Muy pronto, demasiado pronto para Heine, se impuso la severa decencia de la ciudad. «El cielo, de un azul hiriente, se oscureció de súbito», escribe Heine en Schnabelewopski, «era domingo, a las cinco, la hora habitual de dar de comer a los perros; los coches circulaban, y damas y caballeros bajaban de ellos con una sonrisa helada en los labios hambrientos...» El sentido comercial de los hamburgueses de despojó muy pronto de su elegante envoltura y se dejó ver de nuevo en toda su crudeza. «Y cuando contemplaba con más detenimiento a la gente que paseaba», escribe Heine, «se me ocurrió que no eran sino números, cifras arábigas; allá iba un Dos con pies deformes junto a un Tres fatal, con su señora esposa pechugona y encinta; detrás iba el señor Cuatro sobre las muletas...» Allí estaba de nuevo el espíritu ponderador de ganancias y pérdidas, calculando el provecho sin cesar, un espíritu que había hecho de Hamburgo una ciudad tan grande en el comercio y la había dejado tan insignificante en cuanto centro de cultura. Por ello, Johanna Schopenhauer, en tiempos posteriores, juzga retrospectivamente sus experiencias de Hamburgo desde la perspectiva de Weimar y la sociabilidad artística que allí a veces se practicaba: «Si algún senador o burgomaestre me viese pegando recortes de papel con Meyer mientras Goethe y los otros ponen todo su interés en aconsejarnos, tendría verdadera compasión cristiana de nuestras pobres almas infantiles.»
Un hecho que caracteriza bien el espíritu de la ciudad es que la «Sociedad de Hamburgo para la promoción de manufacturas, artes y oficios útiles» fuese considerada como la más importante institución cultural. Todo el que se tenía en algo y poseía renta suficiente pertenecía a esa agrupación. Cuando un «indigno» se colaba dentro de ella, eso era motivo suficiente para que el asunto se convirtiese de inmediato en tema de conversación de los círculos más selectos. El tema era tan importante que un amigo de la escuela se sintió obligado a informar a Arthur Schopenhauer sobre un asunto de ese género, mientras éste estaba en el lejano sur de Francia durante el viaje a Europa de 1803/04. Las «artes» que aparecían en el programa de esa sociedad, entre cuyos fundadores se contaba a Reimarus, el amigo de Lessing, estaban sometidas al patrocinio de la utilidad. Es cierto que también se concedieron estipendios a pintores sin recursos y subvenciones al teatro y para organizar conciertos, pero principalmente los recursos se dedicaban a financiar proyectos para la mejora del cultivo de hierbas forrajeras, a organizar concursos sobre el cultivo de árboles frutales, o a apoyar planes de investigación para el «exterminio del gusano maderero tan perjudicial para los barcos». Inauguraron un local de baños y fundaron una biblioteca pública, se instituyeron cursos de natación y consultas para mujeres embarazadas. Pero todo ello constituía un programa de mejoras superficiales cuyo excesivo apego a la realidad tendría que avergonzar a las bellas artes.
Algunas voces se lamentaron abiertamente ya en la época de ese estado de cosas. En el Ensayo de una pintura de costumbres de Hamburgo, escrito en el año 1811 por el teólogo y pedagogo Johann Antón Fahrenkrügen, bien conocido a nivel local, podemos leer lo siguiente: «Cuando la erudición, las ciencias y las artes no querían plegarse al servicio de lo común y carecían de utilidad, eran mira-das por encima del hombro. El hamburgués no entiende el placer del sabio en su ciencia, al margen de las ventajas que produce. No puede dar su aprobación a los ejercicios del pensamiento carentes de una finalidad otra que la de dilatar el espíritu. Sólo le dedica sus esfuerzos en la medida en que pueden resultar útiles para él, la ciudad patria o el oficio. El comerciante imprime el valor de los seres humanos y de las cosas: éste es el hamburgués en su expresión más perfecta.» El supremo arte de la utilidad tenía en Hamburgo una eficacia arrolladora y no se detenía ante nada. Fueron derribados, sin escrúpulos, edificios artísticos de gran valor. Como la restauración de la vieja catedral costaba demasiado dinero, decidieron derribarla en 1805; y otras edificaciones claustrales de la Edad Media sufrieron el mismo destino. Algunas de las magníficas puertas de la ciudad y las murallas fueron abatidas. Desaparecieron la iglesia de María Magdalena y la Casa Inglesa con su famosa fachada renacentista. Ni siquiera la pinacoteca del Ayuntamiento pudo resistir al espíritu de utilidad: se malvendieron a precios de risa las existencias que allí había, con cuadros de Rubens y Rem-brandt incluidos.
Tuvo que ser el diablo quien inspiró a Lessing cuando éste una generación antes de Schopenhauer quiso hacer precisamente de Hamburgo la sede de un teatro renovado.
Un puñado de comerciantes entre los que destacaban los especuladores y los que habían sufrido bancarrota se pusieron de acuerdo en 1766 para financiar una empresa a la que denominaron pomposamente «Teatro nacional alemán.» Ofrecieron a Lessing un sueldo anual de 800 táleros imperiales, y éste llegó para hacer de todo: dramaturgo, recensor, autor, director. Su más ilustre proyecto, el periódico del teatro que se llamaba Hamburgische dramaturgie, llegaría a ser luego muy famoso. Debía contener, según escribe Lessing en el anuncio del mismo, «un registro crítico de todas las obras que se representen, y debe comentar todos los avances del arte, tanto en lo que se refiere al autor como al actor». En primer lugar, fueron los actores los que se rebelaron contra los comentarios que hacía Lessing de sus avances. Luego fue el público quien se sublevó contra las lecciones que el petulante autor llegado desde Berlín se creía con derecho a impartir. Por otra parte, Lessing era lo bastante atrevido como para criticar al mismo tiempo a la galería y al parterre y escribir lo siguiente: «La galería aprecia todo lo grandilocuente y vociferante, y pocas veces dejará de aclamar con ruidosas palmas a un buen pulmón. Los gustos del parterre alemán no se diferencian mucho...» Lessing tuvo que cambiar de rumbo muy pronto, limitándose al análisis de las piezas teatrales y a componer elogios publicitarios para las obras de Shakespeare... Sin embargo, era el gusto hamburgués el que dictaba el plan de representaciones. La empresa entró en bancarrota a pesar de ello apenas transcurrido un año, para regocijo de la autoridad luterano-burguesa cuya relación con el teatro queda descrita por un contemporáneo del modo siguiente: «Es verdad que el Senado concede su autorización a una troupe de comediantes cuando llega con avales; pero estoy completamente seguro de que tanto el severo oficio de los predicadores como las razonables autoridades de la ciudad se sienten aliviados cuando aquéllos se van a otro lugar...»
También Lessing, dos años después de la eufórica inauguración, partió de allí. «Levanto mi mano de este arado con tanto gusto como la puse en él», escribe en una desabrida ojeada retrospectiva: «el dulce sueño de fundar un teatro nacional alemán aquí en Hamburgo se ha desvanecido de nuevo; y por lo que yo he llegado a saber de este lugar, creo que sería precisamente el último en que tal sueño podría llevarse a cabo.»
También el destino de la ópera por otra parte la primera de Alemania que se convirtió en institución fija demuestra que Hamburgo era un mal lugar para los sueños artísticos. El joven Hándel completó allí su aprendizaje en el último atril de la segunda fila de violines. Medio siglo después de su fundación en el año 1678, la ópera empezó a decaer ya. El público hamburgués se hartó de arias italianas y reclamaba producciones locales: así llegó al escenario el arte de la canción en alemán dialectal. Las estrellas de la ópera, importadas de Italia a un precio muy elevado en la mayor parte de los casos, se convirtieron en doncellas de servicio, campesinos de opereta, comerciantes con un enorme reloj de bolsillo y barrigudos pastores protestantes. Según el relato de un contemporáneo, «cantaban como auténticos bufones, haciendo el papel del buen compañero, de tres o cuatro galanes y variaciones del tema hasta la saciedad». Los verdaderos aficionados tuvieron que resignarse y uno de ellos señala lo siguiente: «La manera de ser de los habitantes de la ciudad es un obstáculo para la recuperación de la ópera, pues hay que reconocer que las óperas son más adecuadas para reyes y príncipes que para comerciantes y mercaderes.»
En tiempos de Schopenhauer nadie se lamentaba ya por la ruina de la ópera sino que, en su lugar, la gente se divertía con el teatro musical importado de Francia. Y en el arte escénico triunfaba el dramaturgo, director y actor Friedrich Ludwig Schróder, que sabía servir simultáneamente al público y al arte mejor que Lessing. Goethe elevó un monumento a este virtuoso del compromiso en Años de aprendizaje del Wilhelm Meister bajo la figura del director de teatro Serlo.
Todo lo que fuera salvaje, excéntrico o estridente, tenía un camino difícil en Hamburgo. Eso es lo que experimentaron los jóvenes genios del Sturm und Drang y una generación después los del Romanticismo. Los poetas rectores de Hamburgo estaban hechos de otra madera. Ahí estaba, por ejemplo, Barthold Heinrich Brockes, jurista, consejero, comerciante y, a pesar de todo, también poeta. Para los hamburgueses era la encarnación del buen gusto de la ciudad. En su obra cobraba fulgor poético la sobria placidez de la vida burguesa y nadie como él sabía revestir la mezquina utilidad con versos tan amables. Sus poemas reunidos, que ocupan varios tomos bajo el título Placer terrestre en Dios, constituyen un singular canto de alabanza al mundo tal como fue creado por Dios «en beneficio» de la humanidad. Esta sublimación de la felicidad natural y de la balanza de éxitos no podía sino complacer a los hamburgueses. Brockes ejemplificaba para sus conciudadanos la manera de ser a la vez poeta y hamburgués. Un conciudadano suyo comenta con admiración: «La composición de sus poesías espirituales era para él el trabajo habitual de los domingos.»
En tiempos de Schopenhauer hacía ya medio siglo que Brockes había muerto, pero el espíritu de su poesía estaba vivo todavía. Su obra pervivía a finales del siglo XVIII en la de Matthias Claudius, el «mensajero de Wandsbek». Por otra parte, el acomodaticio «placer terrenal en Dios» se interiorizó y adquirió profundidad en la mística pietista, un rasgo que Schopenhauer apreciaría mucho posteriormente.
Klopstock era la tercera celebridad de los hamburgueses. Se había establecido en el lugar en 1770, siendo ya famoso. Y puesto que ya era famoso, también lo veneraron los hamburgueses. El mercader Caspar Voght refiere de él sin ninguna envidia: «Era objeto de admiración e incluso de adoración en los lugares donde aparecía.» Klopstock era celebrado, pero se le leía poco. El intenso pathos emocional de su obra les resultaba extraño. Lo que no obsta para que, al morir el autor del Messias en 1803, fuese sepultado con honores regios en el cementerio de Ottensen bajo el «tilo de Klopstock» y su cadáver fuese acompañado por senadores, hombres de letras, comerciantes, diplomáticos y una ingente multitud (unas diez mil personas) mientras repicaban todas las campanas de la ciudad.
Los padres de Schopenhauer conocieron personalmente a Klopstock, pero ignoramos si fue en una de las veladas que daban en su propia casa o en alguna otra ocasión. Cuando alguien se introducía en los mejores círculos de Hamburgo, no dejaba ya nunca de tropezarse con este señor mayor que fumaba en pipa y cubría su cabeza con bonete. Pues Klopstock constituía un adorno para los salones en los que se movía. Podía encontrársele en casa de los Sieveking, de los Voght, de los Bartel.
Johanna Schopenhauer disfrutaba intensamente de esa vida social tan activa que se desarrollaba en Hamburgo. Y no se conformaba con ser invitada, sino que perseguía el ambicioso objetivo de convertir su propia casa en punto de reunión de la vida social. Su autobiografía se detiene antes de los años de Hamburgo, pero los borradores conservados indican claramente que su ambición no quedó insatisfecha. La lista de sus conocidos contiene nombres brillantes: Klopstock; Wilhelm Tischbein, el pintor y acompañante de Goethe durante su viaje a Italia; el doctor Reimarus, hijo del amigo de Lessing y autor de los Fragmentos de Wolfenbütten; el barón de Staël-Holstein, diplomático sueco y esposo de Madame de Staël; Madame Chevalier, del teatro francés; el conde Reinhard, políglota diplomático francés procedente de Suabia; el profesor Meißner, famoso autor de innumerables novelas escabrosas de estilo galante; el canónigo Lorenz Meyer, conocido mecenas del arte y miembro de la junta directiva de la «Sociedad Patriótica».
En la elegante casa situada en Neuen Wandrahm, Johanna Schopenhauer se adhería a la consigna que Hannchen Sieveking, esposa del «Rothschild hamburgués», había puesto en circulación: «Nada es superior al sentimiento de un puñado de personas sensibles que se regocijan juntos y gozan de la vida de manera adecuada.»
El pequeño Arthur no participaba empero en este regocijo. Los únicos recuerdos de Schopenhauer sobre los primeros años de Hamburgo se refieren casi exclusivamente a sensaciones de miedo y desamparo. El muchacho, cuidado por las niñeras y las criadas, parece  quedar  aislado  en  esta  casa abierta al ir  y  venir de  los huéspedes: «Una vez, cuando tenía seis años, mis padres, al regresar a casa de un paseo, me encontraron en la más absoluta desolación pues de repente me imaginé que me habían abandonado para siempre» (HN IV, 2, 121). En el medio social de la burguesía, un padre se ocupaba de sus hijos sólo cuando éstos entraban en el período de 'formación', es decir, alrededor de los ocho años. Sólo entonces cobraba existencia para el niño. En ese momento, el dios oculto salía de entre bastidores y pronunciaba las palabras decisivas que iban a sellar el destino. Las de Heinrich Floris Schopenhauer no fueron irresolutas. En su curriculum, realizado para la Universidad de Berlín, Arthur Schopenhauer refiere lo siguiente: «Mi padre había decidido que yo fuese un comerciante cabal y, a la vez, un hombre de mundo y de finas costumbres» (B, 648).
En el verano de 1797, después del nacimiento de Adele, el padre considera que ha llegado el momento de impartir la primera lección sobre las maneras que corresponden al comerciante y al hombre de mundo. Viaja con su hijo a El Havre, pasando por París, y deja allí a Arthur al cuidado de la familia de un colega de negocios. Arthur debe aprender francés con los Grégoire de Blésimaire, ejercitarse en la vida social y, sobre todo, como solía expresarse el padre, «leer en el libro del mundo».
Arthur vivirá con los Grégoire la «parte más alegre, con mucho», de su niñez. Así, al menos, lo siente él retrospectivamente. En realidad sabemos muy poco de esos dos años. Aunque no se han conservado sus cartas de juventud, podemos suponer que tuvo que cautivarle el encanto de esa vida lejos del hogar paterno, en aquella «amigable ciudad, situada en la desembocadura del Sena y en la costa del mar». Ello resulta perceptible en las reacciones de los demás. Anthime, el hijo de la misma edad de la familia anfitriona, le escribe algunos años después, el 7 de septiembre de 1805: «Tú añoras el tiempo que pasaste en El Havre.» Al visitar de nuevo la ciudad en el gran viaje a Europa con sus padres, anota en su diario de viaje: «Durante aquel tiempo yo había pensado mucho en los lugares y en la ciudad en la que había sido tan feliz. Había soñado en todo ello, pero no había tenido a nadie con quien hubiera podido comentarlo, y de este modo, se me figuraba casi como si fuera un mero producto de la imaginación. Por eso fue maravilloso el sentir-me rodeado de los mismos objetos en el mismo lugar: apenas podía convencerme de que  estaba  realmente  en   El  Havre.   A  mi   memoria  regresaron sorprendentemente cosas y rostros en los que no creo haber pensado durante todo el tiempo de mi ausencia, y que iba reconociendo uno por uno. Pronto me pareció como si no hubiera estado ausente» (RT, 95).
En esta ciudad de la desembocadura del Sena podía percibirse no sólo el flujo y el reflujo del mar, sino también las mareas de la historia universal. La imaginación del niño de diez años tenía allí muchas cosas en las que ocuparse. El joven de Hamburgo había conocido el mar en su ciudad, el olor del alquitrán y las algas, el viento, los mástiles oscilantes de los barcos en el puerto, los gritos de las gaviotas. Pero, al contrario que Hamburgo, cuya neutralidad mantuvo alejadas al principio las turbulencias de la época napoleónica, El Havre había estado completamente inmersa dentro de ellas.
El padre aprovechó un momento de tranquilidad política para hacer el viaje. La primera guerra de la coalición de las antiguas potencias europeas contra la Francia revolucionaria finalizó en 1797. Prusia renunciaba a sus aspiraciones sobre la orilla izquierda del Rin y se retiraba anticipadamente de la guerra; de este modo, todo el Norte de Alemania se volvía neutral.
Era posible viajar por tanto, pero el viaje conducía a lo desconocido, algo que, ciertamente, es una aventura muy poco hanseática. En Francia gobernaba todavía el Directorio, aunque se perfilaba ya el ascenso de Napoleón, favorecido por la situación caótica del país. Según un informe secreto del ministro de policía, el caos y la guerra civil se enseñoreaban de la vida pública en cuarenta y cinco de los ochenta y seis departamentos. Los jóvenes en edad militar oponían resistencia violenta a la intervención de las autoridades de reclutamiento. Hubo cárceles asaltadas, policías asesinados, recaudadores de impuestos víctimas del robo. Bandas de merodeadores recorrían el país, unas veces por cuenta propia y otras pagados por los partidarios del rey. Para Alexis de Tocqueville, Francia, en esos años, «no es más que una multitud de esclavos furiosos». «La nación», escribe, «temblaba, por así decirlo, ante los movimientos de su propia sombra», y «muchos tenían miedo de mostrar su miedo.» También hubo revueltas en El Havre cuando los clérigos, que habían rehusado hacer el juramento de odio a la monarquía y de fidelidad a la república, fueron llevados desde todas las regiones circundantes y encerrados en los sótanos del Ayuntamiento. Los piadosos normandos no quisieron aceptar esto, entonaron cánticos monárquicos en las iglesias y, por la noche, dejaron escapar a los clérigos. En las cercanías de El Havre actuaba una temida banda de ladrones que un día se atrevió incluso a asaltar el barrio de comerciantes de la ciudad baja. Cuando desaparecieron, muchas de las personas acaudaladas de la ciudad se habían vuelto un poco más pobres. Los Grégoire, por el contrario, parecen haber salido airosos del terror. Las bandas de ladrones y la piratería en las cercanías de El Havre experimentaron un auge inusitado porque fueron apoyadas por el Estado. En 1797, el ministro de la marina alquiló barcos de guerra franceses a aventureros expertos, los cuales, en su condición de piratas privilegiados, debían abordar los navíos mercantes ingleses y compartir su botín con el Estado. Para no suscitar la sospecha de una implicación estatal, estos barcos no operaban desde los grandes puertos de guerra de Brest, Lorient o Rochefort, sino precisamente desde El Havre. La empresa no parece haber resultado empero especialmente exitosa, pues, entre los setenta mil prisioneros franceses que contaba Inglaterra en 1801, la mayoría de ellos pertenecían a las tripulaciones de tales buques corsarios. A principios de 1798, El Havre se convirtió incluso, por poco tiempo, en el foco central del desarrollo «oficial» de la guerra. El general Bonaparte presionaba, un año antes de su golpe de Estado, para que se declarase de nuevo la guerra a Inglaterra. Tomó el mando sobre un poderoso ejército invasor de ciento cincuenta mil hombres, inspeccionó la costa normanda y dio el encargo a los astilleros de El Havre de construir un gran número de barcos, provistos de cañones, para el transporte de tropas. En la ciudad se pusieron manos a la obra. Pero, de repente, fueron anulados los encargos y se dijo que Bonaparte quería marchar hacia Hamburgo para bloquear allí el comercio inglés con Europa central. Los Grégoire informaron tal vez al pequeño Arthur de que este general, terrorífico y fascinante, al que todavía se le podía encontrar en el puerto de El Havre, haría una visita a sus padres. Pero todo permaneció en calma hasta que llegó la sensacional noticia de que Bonaparte había desembarcado en Egipto. Anthime y Arthur buscaron el lejano lugar en el mapa y estudiaron los dibujos de las pirámides.
No sólo las pirámides todo el trajín de El Havre y de sus cercanías tiene que haber sido en realidad para Arthur un mundo de figuras gráficas, cercano, aunque no peligrosamente próximo, verdadero y fantástico al mismo tiempo. Pues la vida con los Grégoire transcurría bajo la protección y el cuidado: los peligros pasaban sobre el muchacho con la misma ligereza que las nubes en el cielo normando. Arthur se había integrado plenamente en la familia Grégoire. Era educado con Anthime y dominó tan bien la lengua francesa en poco tiempo que a su vuelta casi había olvidado el alemán. «Mi padre se alegró en extremo», refiere en su curriculum, «cuando me oyó hablar como si yo fuese francés; había olvidado la lengua materna a tal extremo, sin embargo, que sólo con las mayores dificultades lograba hacérmela entender» (B, 649).
Arthur encontró en los Grégoire algo semejante al amor de los padres. Posteriormente escribiría sobre el señor Grégoire: «Este hombre, afable y bueno, me trataba en todo como si fuera su segundo hijo» (B, 649). Con ellos, se creía incluso mejor comprendido que en casa por lo que respecta al aprecio de sus características personales y de sus cualidades. La señora Grégoire escribe al joven después de su vuelta a Hamburgo: «Pronto te convertirás en un hombre interesante; conserva también tu sensible corazón... Hablamos a menudo de ti.»
Con mucho entusiasmo tiene que haber hablado Arthur del amor que recibía en casa de los Grégoire, pues Johanna Schopenhauer se siente obligada, en las cartas de respuesta a su hijo, a subrayar expresamente, y casi a la defensiva, la solicitud del padre. «Tu padre te autoriza a comprar la flauta de marfil por un luis de oro», escribe, «espero que te des cuenta de lo bueno que es contigo». No obstante, a esta muestra de bondad sigue inmediatamente la amonestación: «pero te pide que aprendas a fondo la tabla de multiplicar. Es lo mínimo que puedes hacer para demostrarle lo gustosamente que haces todo lo que él desea».
Sus padres habían exhortado a Arthur a escribir cartas con regularidad, una costumbre que pertenecía al programa de la educación burguesa. Arthur hacía más agradable la obligación añadiendo, en el correo de los padres, cartas para su camarada hamburgués Gottfried Jánisch. También a su amigo debió describirle la felicidad que sentía en el hogar francés con los más vivos colores, pues Gottfried responde, no sin pesadumbre, el 21 de febrero de 1799: «He oído... que pasaste un invierno muy divertido. Yo no, pues he tenido una especie de úlcera en la garganta que me ha hecho sufrir mucho.» La consoladora respuesta de Arthur a esta carta ya no alcanza al amigo.  El 8 de abril de 1799, Johanna Schopenhauer escribe a su hijo: «También tengo que comunicarte una pérdida, hijo mío, que seguro te apenará. Tu buen amigo Gottfried se puso de nuevo muy enfermo, estuvo catorce días postrado... casi no volvió a recuperar la consciencia... Desde hace ocho días es más feliz que todos nosotros, murió ya, y la carta que le enviaste, querido hijo, llegó dos días después de su muerte. Así que perdiste a tu más querido compañero de juegos.» Este amigo, prematuramente muerto, cayó pronto en el olvido para Arthur. Pero, en la noche de año nuevo de 1830/31, se le aparece Gottfried en un sueño: allí está él, una figura fina y alargada rodeada de un grupo de hombres, dándole la bienvenida a un país desconocido. Schopenhauer se despierta aterrorizado y poco después se siente impelido a abandonar Berlín con ocasión de la llegada del cólera en 1831. El retorno de Gottfried en el sueño fue presentido como amenaza de muerte.
La noticia de la muerte, sin embargo, le acongojó menos, durante la primavera de 1799 en El Havre, que la orden paterna de regresar a Hamburgo. Sus padres estaban preocupados porque todos los signos presagiaban que Europa iba a convertirse de nuevo en un escenario de guerra. Inglaterra había conseguido formar una alianza con Austria, Rusia y Nápoles contra Francia. En Italia y en Suiza la lucha había comenzado de nuevo. La ruta de retorno por tierra a Hamburgo parecía demasiado insegura y era por tanto conveniente volver en barco. Arthur se siente tan orgulloso de la aventura que suponía este viaje marítimo, realizado sin compañía, que incluso lo cita en su curriculum académico de 1819: «Tras una estancia de más de dos años, antes de cumplir los doce, volví yo solo hacia Hamburgo en barco» (B, 649).
Durante este peligroso viaje de retorno tanto los buques de guerra ingleses y franceses como los piratas que actuaban por cuenta propia seguían surcando el mar del Norte el pequeño Arthur parece haber tenido tal sangre fría que incluso se permite hacer burlas. Pues Anthime responde del modo siguiente a una carta suya escrita inmediatamente después del regreso: «Me há hecho reír tu manera de contarme la historia de la dama con el bigote, tendrías que haber hecho el retrato como Cook en su viaje...; el pequeño piloto con el delantal corto tiene que haber resultado muy cómico de ver, sobre todo la cabeza.»
Tras los dos años de lectura en el 'libro de la vida', extremadamente felices para Arthur en todos los aspectos, empezaban ahora las lecciones, menos gratas, que el padre había previsto para su hijo. Arthur ingresó en la escuela privada de Johann Heinrich Christian Runge en el verano de 1799, inmediatamente después de su llegada a Hamburgo. Allí pasó veintiséis horas cada semana durante más de cuatro años. El instituto de Runge era una institución educativa consagrada especialmente a futuros comerciantes y tenía gran reputación. Los hijos de las mejores familias de Hamburgo recibían clases allí.
Se aprendía «lo que es de utilidad para un comerciante y conveniente para una persona cultivada» (B,649) refiere Schopenhauer en su curriculum. En ese sentido eran consideradas como útiles y convenientes sobre todo la Geografía, la Historia y la Religión. El Latín, por ejemplo, se daba sólo superficialmente y para guardar las apariencias.
Arthur Schopenhauer se refirió elogiosamente al Dr. Runge con posterioridad. Este «hombre excelente» era considerado en Hamburgo como toda una autoridad pedagógica, lo que no es ninguna nimiedad, ya que el afán de perfeccionamiento que reinaba en la ciudad había atraído a probadas eminencias de la pedagogía. Johann Bernhard Basedow, quien había fundado anteriormente el famoso establecimiento educativo de Dasau (el «Philanthropinum»), fue profesor a renglón seguido en el instituto de Altona. Y también Joachim Heinrich Campe, que contribuyó al surgimiento de los libros juveniles, había descubierto su vena pedagógica en Hamburgo. Runge había sido originariamente teólogo y había completado sus estudios en Halle, bastión del pietismo. Era natural de Hamburgo y allí volvió en 1790 con la esperanza de ocupar una parroquia. Al no conseguirlo, abrió una escuela cuyo éxito inmediato fue consecuencia de las buenas relaciones que mantenía con los círculos más selectos de la ciudad. Su pietismo, en alianza con una razón pragmática, había adquirido la forma de una piedad terrenal, lo que se adecuaba al espíritu de la ciudad. Lo más novedoso y atractivo en la escuela de Runge era que había sido el primero en fomentar y conseguir una colaboración entre la escuela y el hogar. La Ilustración, y sobre todo los escritos de Basedow, habían atenuado un poco la negra pedagogía del castigo ritual y del sermón sistemático. Runge quería convertirse en un amigo para sus alumnos y circulaba amistosamente por las casas de los adinerados padres no sin dejar de pensar también en su propio provecho. Su escrito Guía pedagógica para los padres, destinada al cumplimiento de sus deberes educativos con los hijos, aparecido en 1800, se convirtió en el libro pedagógico fundamental del Hamburgo ilustrado. Este maestro de escuela, cuya dulce elocuencia tanto impresionó a Schopenhauer, murió en 1811 de un «calambre en la quijada», a la temprana edad de cuarenta y un años.
Se puede obtener una idea general de la forma y del contenido de estas clases a partir de los diarios de Lorenz Meyer, un amigo de la escuela de Schopenhauer. Los maestros recitaban sus lecciones y los alumnos copiaban con diligencia; luego, podían hacer preguntas. A veces había incluso debates organizados, pues se trataba de alumnos muy orgullosos, completamente conscientes de su prestigio social y que no veían en sus maestros más que a pobres diablos, razón por la que a menudo sobrevenían problemas de disciplina. Sólo era aceptado el propio Runge, quien tenía que salir frecuentemente en defensa de sus acorralados colegas. «Más tarde nos hizo el señor Runge una pequeña charla», escribe Lorenz Meyer el 16 de enero de 1802 en su diario, «censurando el menosprecio que habíamos mostrado al señor Hauptmann y diciendo que esperaba, por mor del cariño que le mostrábamos, el que nos comportásemos mejor en las clases del señor Hauptmann.»
En el instituto de Runge aprendían los alumnos a contar con diferentes tipos de moneda (Matemáticas); vías de tráfico y centros de comercio, así como productos del suelo y de la industriosidad de los artesanos (Geografía); aprendían también idiomas modernos, por lo menos con la amplitud necesaria como para poder escribir cartas de negocios. Pero lo más sorprendente es que la 'Religión' se quedaba con la parte del león en la enseñanza. Se trataba, sin embargo, de una 'religión' sin mística y sin interioridad, e incluso sin dogmatismo teológico; no había doctrina sobre la Revelación, ni sobre la iluminación, sino una enseñanza moral apoyada en el deísmo. Runge debe haber impartido clases muy amenas, pues Schopenhauer se acuerda de ellas con agrado en años posteriores y también Lorenz Meyer señala en su diario cada uno de los temas tratados, cosa que omite en las otras asignaturas. Por ejemplo, allí se dice de la mentira por necesidad, «que no puede estar permitida... pues en caso contrario podría hablarse también de robo por necesidad... y disculpar así con la necesidad los mayores vicios». Afortunadamente, los pupilos de Runge sufrían pocas necesidades, por lo que esa fuente del vicio carecía para ellos de importancia. Más serio era el asunto de la soberbia. Por eso, en otra clase, Runge se refiere «a la manera de tratar a los demás, pues muchos conculcan esta regla en las casas de comercio y gustan de pavonearse...». También era adecuada para estos alumnos de familias acaudaladas la advertencia contra el vicio de «seducir a otros mediante el escándalo. Por ejemplo, cuando yo les empujo a una diversión cuyos costes no pueden permitirse». Se habla a favor de la «sociabilidad» y contra la «murmuración» y también de la manera «en la que uno puede ser útil también a los demás en la propia profesión». Una vez, después de haber hablado sobre la amistad y el amor al prójimo, el día resulta poco afortunado para estas amonestaciones, pues por la tarde un soldado es castigado a pasar por las baquetas. Los escolares, naturalmente, corren hacia allá para verlo.
Así que la casuística moral parece haber sido interesante pero no patética; razonable pero sin inspiración; clara pero sin enigma; optimista y sin rasgos de tragedia. Los alumnos aprendían a dar un «sí» confortable a la vida. Arthur Schopenhauer no objetó nada contra esto en las clases de Runge. ¿O tal vez sí? El 20 de noviembre de 1802, Lorenz Meyer anota en su diario: «El señor Runge se enfadó hoy con Schopenhauer.»
La escuela estaba situada en un buen sitio, en Katharinenkirchhof, núm. 44. Los escolares iban allí cada día de la semana, menos miércoles y sábados por la tarde: de 9 a 12 por la mañana y de 15 a 17 por la tarde. Si llovía, el coche venía a recoger a muchos de ellos, o llegaba un criado con el paraguas. Los alumnos eran ya pequeños señores. Se daban puñetazos de vez en cuando Lorenz Meyer menciona ocasionalmente alguna decidida intervención de Arthur y jugaban a la gallina ciega, pero por la tarde asistían a bailes y veladas y se relacionaban con las hijas de buena familia. Son precisamente estas diversiones vespertinas lo que Lorenz anota en su diario con la precisión de un contable: «Por la tarde estuve en el baile de los Bóhl. Me divertí mucho, pero todavía habría sido mejor si hubiese bailado más. Bailé la primera escocesa con Doris, la dos y la tres con Malchen Bóhl. La primera francesa con Marianne, la dos con B. Flohr... por la noche regresamos hacia las dos. Tuve que bailar la segunda escocesa con Madame Schopenhauer. Madame Bóhl me obligó.» Lorenz Meyer, que con tan poca galantería se refiere aquí al baile con la madre de Arthur, acaba de cumplir quince años. Tanto él como otros amigos de la escuela encuentran en estas ocasiones a sus futuras esposas. Arthur no, aunque se entregó al baile con vehemencia. Debió contarle algo a su amigo Anthime de El Havre, pues éste contesta que Arthur tendría que quitarse la barriga, ya que la misma es incompatible con la gracia. Otra vez le llama también «pesimista encantador».
No pasaba semana alguna sin que hubiese una fiesta por todo lo alto. «Por la tarde estuve con los Schróder en la Baumhause», escribe Lorenz Meyer, «me divertí mucho, debía haber allí entre ciento cincuenta y doscientas personas. Había doce músicos y, entre ellos, timbales y trompetas».
Arthur se movía entre sus iguales con timbales y trompetas. Aquello a lo que, algunos años más tarde, dará el nombre de «consciencia mejor», está dormido todavía o lo mantiene oculto en este entorno. No obstante, de las cartas juveniles conservadas de los dos amigos, Lorenz Meyer y Karl Godeffroy, se desprende un cierto respeto: Godeffroy y Meyer se tienen celos, respectivamente, cuando uno recibe una carta de Arthur más larga que la del otro. Y además soportan las amonestaciones de éste: «La última vez que hablé con Lorentz Meyer», escribe Karl Godeffroy el 26 de diciembre de 1803 a Arthur, mientras éste está de viaje, «me contó que tú le habías escrito una carta muy hiriente, pero aunque no la he leído, conozco lo suficiente a Arthur como para saber que es incapaz de agraviar a sus amigos con mala intención.» Karl Godeffroy, en especial, expresa a menudo el temor de que sus misivas puedan aburrir al amigo que sabía escribir con tanta seducción. Las cartas de Karl Godeffroy y Lorenz Meyer son efectivamente insípidas. Esto arroja una luz esclarecedora sobre la clase de amistad que unía a los tres. No se trataba de un lazo íntimo y cordial como el que mantenían tantos jóvenes en ese tiempo de interioridad romántica.
No sabemos lo que Arthur escribía a sus amigos. Karl Godeffroy y Lorenz Meyer, por su parte, se extienden hablando acerca de falsificadores de moneda huidos, tardes de baile sin éxito, el tiro de pistola en las tardes dominicales, los nuevos miembros de la «Sociedad Patriótica» y, una y otra vez, sobre el aburrimiento. Ningún enamoramiento apasionado, ningún pesimismo adolescente, ningún desprecio del mundo de los adultos hecho desde la perspectiva de un orgullo juvenil, ninguna burla sobre la 'pedantería burguesa', ninguna insensatez.
Se trataba de una amistad superficial, pero Arthur no encontró otra más profunda durante esos años. Cuando abandonó Hamburgo en 1807 desaparecieron también de su vida Karl Godeffroy y Lorenz Meyer. Ambos hicieron carrera: Godeffroy perteneció al servicio diplomático y estuvo como embajador de las ciudades hanseáticas, en San Petersburgo y luego en Berlín. Muy acaudalado, tuvo una vida de fasto social y escribió en su vejez un libro sobre la Teoría de la pobreza o de la escasez, contribución a la doctrina del reparto de bienes. Quiso el azar que, medio siglo después de la época de convivencia escolar, uno de los primeros y más celosos seguidores de Schopenhauer, Julius Frauenstádt, fuera empleado como preceptor en casa de los Godeffroy. Lorenz Meyer heredó el negocio paterno, lo dirigió con éxito, multiplicó las riquezas, intervino en la política de Hamburgo, se casó con una rica heredera de la ciudad, fue senador y murió a una edad avanzada.
Tal era la clase de vida que su padre había previsto para Arthur Schopenhauer. Pero ya en tiempos de su amistad con Karl Godeffroy y Lorenz Meyer se sintió asaltado por la duda de si ése era el tipo de vida que él mismo quería vivir.

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