lunes, 6 de diciembre de 2010

Capítulo 3


La difícil elección: ¿el mundo o los libros?


Mientras Arthur Schopenhauer acudía al instituto de Runge, se peleaba con compañeros de clase y asistía por las tardes a bailes y saraos, mientras su madre organizaba veladas en la casa y su padre se ocupaba de los negocios, la tormenta política se iba condensando en torno a Hamburgo. No se apreciaba debidamente el peligro porque los hamburgueses se sentían protegidos por su neutralidad política. Miraban hacia el futuro con tanta confianza que, en un gesto demostrativo de su voluntad pacífica, se permitieron incluso derribar las partes exteriores de las fortificaciones e hicieron que un jardinero transformara artísticamente la zona de las murallas en un conjunto de senderos y jardines de flores.
Hamburgo creía en el equilibrio de fuerzas. La antigua potencia garante, el Sacro Imperio Romano de la nación alemana, no era ya más que una sombra y no ofrecía protección alguna frente a la ambiciosa Prusia. Francia, sin embargo, la mantenía en jaque, e Inglaterra, a su vez, se enfrentaba con la no menos ambiciosa Francia napoleónica. En Hamburgo estaban convencidos de que Inglaterra no permitiría nunca que esta notable ciudad portuaria, importante aliado comercial, perdiese su libertad. Naturalmente había que pactar, enviar señales de buena voluntad en todas direcciones: hacia París, Berlín, Londres. Y puesto que en ese tiempo los negocios marchaban bien, había una razón más para sentirse a salvo. Los hamburgueses se consideraban alumnos aplicados de la moderada democracia inglesa y del 'way of life' inglés. Entre la burguesía de Hamburgo predominaba la moda inglesa en el vestir y solía celebrarse el té de la tarde del mismo modo que en la isla. La literatura inglesa penetraba en el continente a través de Hamburgo. Tristram Shandy, de Laurence Sterne, alcanzó el éxito en esta ciudad. También comenzó aquí la carrera triunfal de las novelas edificantes de Richardson. El cónsul inglés era el mecenas más importante de la ópera hamburguesa, y, a su vez, el enemigo jurado de esa diversión, el Moralische Wochenblatt, se inspiraba igualmente en los periodicuchos moralizantes de Inglaterra. También eran ingleses los paraguas y los sombreros de hongo que llevaban los hamburgueses.
Tan chocante era aquí la anglomanía que Herder, en un viaje a la ciudad, recibió la impresión de «que para los hamburgueses, junto al Señor Dios, nadie podía ser más generoso que un lord inglés, ninguna criatura más tierna que una lady y nadie más angelical que una miss inglesa».
Por eso, también la corta estancia que hicieron el almirante Nelson y Lady Hamilton en la ciudad hanseática fue celebrada como si se tratase de la llegada de un dios. El Altonaische Mercurius reseña el 23 de octubre de 1800: «Ayer llegó aquí el famoso Lord Nelson con el embajador Hamilton y su esposa... Por la tarde, Lord Nelson apareció en el teatro francés de la ciudad y fue saludado por una clamorosa ovación del público.» Esta ovación resulta sorprendente, pues el lobo de mar inglés, que había perdido el ojo y la mano derechos en el combate, acababa de realizar en Nápoles, de donde regresaba, hazañas de las que poco podía enorgullecerse. Había defendido a la casa real napolitana contra un levantamiento republicano sirviéndose para ello de toda suerte de artimañas y crueldades. Mandó colgar en la verga de su buque de almirante a los cabecillas de los republicanos, a pesar de que se les había prometido un salvoconducto. Nada de eso era precisamente una recomendación para una ciudad como Hamburgo, orgullosa de su tradición republicana. También Lady Hamilton planteaba dificultades, pues la antigua cocinera, que había sabido ascender hasta la nobleza a base de belleza y picardía, era al mismo tiempo esposa del embajador inglés y querida del almirante, del que tuvo una hija al año siguiente. Pero tampoco esto era ocasión de escándalo en Hamburgo, ciudad tan estricta por lo demás en cuestión de costumbres, pues el crédito inglés tenía mayor peso. También Johanna Schopenhauer olvidó su lealtad republicana y reseñó con orgullo su encuentro con la ilustre pareja; hasta el viejo Klopstock —no hacía mucho que había cantado la libertad francesa— se dejó llevar hasta el punto de componer una oda para la hermosa lady y su mutilado amante: su poema se llama Los inocentes. Los periódicos de Hamburgo lo imprimieron en primera página.
La momentánea calma política de Hamburgo terminó bruscamente en 1801 con la invasión de tropas danesas. Dinamarca actuaba como aliada de Francia y la explicación oficial para la invasión fue que había que defender la costa del Mar del Norte contra los ataques ingleses. Pero lo que quería en realidad Dinamarca, aprovechándose de la situación internacional, era retener la rica ciudad, por cuya posesión había luchado inútilmente durante siglos, asegurando para sí esta valiosa prenda en el nuevo orden político que se imponía en Europa. Sin embargo, la confianza de Hamburgo en el equilibrio de las potencias europeas quedó justificada de nuevo. Prusia adoptó una actitud amenazadora contra Dinamarca, lo mismo que hizo Inglaterra; el almirante Nelson tuvo ocasión ahora de agradecer la hospitalidad recibida: la corta ocupación de Hamburgo por los daneses concluyó con el bombardeo de Copenhague.
Pero la paz, aunque restaurada provisionalmente, seguía amenazada, lo cual tuvo repercusión en la economía. El intercambio comercial perdió su pujanza y muchos negocios tuvieron que cerrar. La coyuntura favorable había llegado a su término y dio paso a una dura lucha entre las empresas para sobrevivir. Un comerciante que no quisiera claudicar tenía que mantenerse en su puesto. Heinrich Floris Schopenhauer, por el contrario, planeaba un gran viaje de placer por Europa. Sabemos poco sobre su estado de ánimo, pero tales planes de viaje nos permiten conjeturar que no se entregaba ya en cuerpo y alma a sus negocios y que, sintiéndose viejo, pensó que tenía que ofrecer algo a su esposa, veinte años más joven, para retenerla.
También su hijo Arthur era motivo de preocupación, pues le atormentaba con el deseo de abandonar la escuela privada e incorporarse al instituto de enseñanza media. Eso significaba que no quería llegar a ser comerciante y que pretendía romper con la tradición familiar, convertida para él en una pesadilla. Arthur se negaba a comenzar el aprendizaje en el «comptoire». Podemos percatarnos de lo que significaba el aprendizaje del comercio en aquella época tomando como punto de referencia el contrato de su amigo de juventud Lorenz Meyer, cuidadosamente copiado y archivado por éste en su diario. Según dicho contrato, Meyer tenía que permanecer en la empresa siete años como «aprendiz» y tres como «de-pendiente». Tenia que vivir en casa del patrón, «no podía permanecer afuera por la noche, debía procurar para su señor patrón tanta honra, crédito y provecho como le fuera posible y no utilizarlos en beneficio propio». El aprendiz sólo cobraría su primer sueldo después de siete años. Entre tanto, recibiría el vestido de sus padres y la alimentación del patrón. Si el aprendiz quebrantaba el contrato, los padres tendrían que pagar una multa.
Algo parecido esperaba a Arthur si, siguiendo los deseos del padre, ingresaba en el aprendizaje con el honorable comerciante y senador Martin Johann Jenisch al abandonar la escuela de Runge a los quince años.
La rebelión frente a la perspectiva de «ir a galeras» no era infrecuente en modo alguno entre los alumnos de Runge, muchachos todos ellos destinados a la carrera del comercio. También para el otro amigo escolar de Arthur, Karl Godeffroy, el aprendizaje es un «horror» en el que prefiere no pensar. Pero el rechazo de Arthur es más decidido y enérgico, pues él sabe lo que quiere: desea convertirse en un sabio, aprender Latín, Griego, Literatura, Filosofía; también le atraen las ciencias, por cuyos senderos ya había merodeado un poco. También Runge, hombre con sensibilidad pedagógica, apoyaba el deseo del muchacho y trató de influir en ese sentido sobre el padre. La pasión de Arthur por aprender destacaba en la escuela y, en casa, revolvía la biblioteca paterna. Consiguió incluso los tesoros de la cómoda cerrada con llave. Allí escondía su padre las novelas galantes, Las aventuras amorosas del caballero de Faublas, por ejemplo, una obra en seis tomos de Jean Baptiste Louvet encuadernada en tafilete. Por la noche, Arthur devoraba en la cama estas fantasías eróticas, al gusto rococó, hasta que fue sorprendido por su padre. Pero también le resultaba familiar la literatura, menos sensual aunque más profunda, surgida de la pluma de los grandes franceses Voltaire y Rousseau. Leía todo lo que le llegaba a las manos, especialmente si tenía que ver con las bellas artes. Tanto es así que incluso la madre, que no era en modo alguno reacia a las mismas, tuvo que advertir a su hijo contra el exceso. El 4 de agosto de 1803, durante el gran viaje, escribe lo siguiente en una carta dirigida al hijo, quien había permanecido en Wimbledon por algunas semanas: «Desearía sobre todo que dejases de lado por un tiempo a todos los poetas... se te hará insoportable si ya comienzas tan pronto a malgastar todas las horas con el arte. Tienes sólo quince años y has leído y estudiado ya a los mejores poetas alemanes y franceses, y en parte también a los ingleses.»
El padre no aprobaba en modo alguno los deseos de su hijo. A pesar de ello, de momento al menos parece haber capitulado ya en 1802, sorprendentemente pronto. Pues en ese año negocia con el capítulo catedralicio de Hamburgo con vistas a comprar una canonjía para su hijo. «Puesto que a su amor paterno», escribe Arthur en su curriculum académico, «le importaba antes que nada mi bienestar y para él la vida del sabio estaba inextricablemente asociada a la necesidad, creía tener que preocuparse sobre todo de prevenir a tiempo ese peligro. Por ello decidió hacerme canónigo de Hamburgo y empezó a ocuparse de los preparativos necesarios para ello» (B, 649).
Al ceder de este modo, el padre renunciaba a la vez a la realización de los planes de su propia vida. Iba a romperse la tradición familiar y no habría ningún continuador en el negocio: su futuro quedaba anulado por su hijo. Pero la predisposición a aceptarlo expresa su resignación, una resignación que se muestra también en su despreocupación por los negocios, los cuales iban a quedar abandonados en tiempos difíciles mientras él emprendía un largo viaje.
Las negociaciones con el capítulo catedralicio quedaron aplazadas. El precio de la canonjía era muy alto, cerca de veinte mil táleros imperiales, demasiado tal vez para los Schopenhauer. Había que pensar también en el futuro de Adele.
Los padres querían emprender el viaje en el año 1802. Pero los tiempos eran todavía demasiado inseguros y tuvieron que posponerlo. Había que esperar a que se firmase la paz. En marzo de 1802, Inglaterra y Francia concluyeron una alianza que demostró ser efímera. Para Hamburgo, sin embargo, las circunstancias parecían ahora favorables. En el decreto de la diputación imperial, emitido en febrero de 1803, Francia garantizaba la libertad de las ciudades hanseáticas. Había que ser muy ingenuo, por otra parte, para confiar durante esa época en tales garantías. Pero aunque Heinrich Floris Schopenhauer no lo era, quería marcharse de viaje; Johanna apremiaba y él mismo quería sentirse libre al fin de la carga del negocio. Por ello, la fecha de partida quedó fijada a comienzos de mayo de 1803. Pocos días después iba a declararse una guerra que tendría consecuencias catastróficas para la ciudad hanseática.
Por lo que respecta a Arthur, no se había tomado todavía una decisión definitiva. Al padre se le ocurrió entonces una idea terriblemente razonable. Transfirió a su hijo la aventura de la libertad y de la autorresponsabilidad, situándole en la siguiente encrucijada y obligándole a elegir entre dos caminos: podía permanecer en Hamburgo y entrar de inmediato en el Instituto de humanidades, lo que le permitiría estudiar luego en la Universidad, etc.; o bien podía acompañar a sus padres en el viaje de placer por Europa que duraría varios años, pero a condición de comenzar el aprendizaje con el comerciante Jenisch después del regreso.
De ese modo, el padre fuerza a Arthur a adoptar la postura existencial de la decisión: una cosa o la otra. Se le pone en una situación que le obliga a 'proyectarse' a sí mismo. Cree saber lo que quiere y por tanto tiene que decidirse. Pero será precisamente en su decisión donde podrá leer lo que verdaderamente quiere y lo que es. Ahora bien, él preferiría no enfrentarse con esa situación que le revelará lo que quiere. Es más cómodo, en cualquier caso, hacer una cosa e imaginarse que lo que se quiere de verdad es la otra. En tal caso, debe descargar la responsabilidad en los demás por aquello que uno mismo malogró, o para cuya realización fallaron las fuerzas. La libertad de la decisión nos confronta con nosotros mismos y, cuando elegimos, debemos aceptar al mismo tiempo la responsabilidad. En la elección no podemos sustraernos a nuestro propio ser y después de elegir sabemos quiénes somos.
Cada decisión apuesta por algo y excluye lo contrario. Dicho con toda exactitud, la decisión excluye un universo de posibilidades alternativas. Para poder emitir la afirmación, el «sí» necesita acorazarse con una multitud de negaciones. «Pues», tal como enseña Arthur Schopenhauer posteriormente en la Metafísica de las costumbres, «del mismo modo que nuestro sendero físico sobre la tierra constituye siempre una línea y nunca una superficie, si queremos apresar y poseer algo en la vida tenemos que dejar innumerables cosas a derecha e izquierda, renunciando a ellas. Pero si somos incapaces de decidirnos de esta manera y nos volcamos sobre todo lo que provisionalmente nos atrae, como hacen los niños en la feria anual, entonces nos estamos esforzando vanamente por convertir en una superficie la línea de nuestro sendero: corremos de este modo en zigzag, nos dejamos deslumbrar desde todas las direcciones y no llegamos a ningún sitio. El que quiere serlo todo no puede llegar a ser nada» (VMS, 103).
El padre había dispuesto las cosas de manera terrible, pues Arthur tenía que decidirse sólo por una alternativa, negando la otra dolorosamente. Comenzar una carrera consagrada al saber significaba renunciar al gran viaje. Gozar ahora del gran viaje significaba vender el futuro a una existencia sin más horizonte que el de ser comerciante.
Pero el padre había logrado con esta disposición algo más que asociar un premio con cada una de las decisiones posibles. Sin ser consciente de ello estaba escenificando un juego de significaciones que dejaría en Arthur un modelo indeleble. La situación electiva creada daba a entender lo siguiente al muchacho: convertirse en sabio significa renunciar ahora al placer. El que quiere aprender, tiene que poder sublimar. El que quiere viajar con la cabeza tiene que dejar su cuerpo en casa. Hay que comprar la felicidad futura del saber a costa de la infelicidad que implica despojar ahora a los sentidos. Si uno tiene cualidades para ser un sabio tendrá también la fuerza suficiente para renunciar. Uno será capaz de dejar marchar a los otros y permanecer en casa con el presentimiento seguro de poder emprender otra clase de viajes.
Y al contrario: el que ahora no puede privarse del placer del viaje no está hecho para la renuncia, no puede aplazar, le falta la fuerza para alcanzar el placer sublime de la cabeza. Está hecho para cazar al vuelo las oportunidades y utilizarlas: podrá convertirse en un comerciante pero no en un sabio. Aprender a conocer el mundo significa negar la cabeza. Para cultivar la cabeza habrá que renunciar al mundo. Lo terrible es que el padre desgaja ambos tipos de movilidad —la de la cabeza y la del cuerpo— en alternativas excluyentes. Y pone en escena este juego de significaciones —pues no se trata ciertamente de nada más— sin percatarse de todas sus consecuencias. Pues, como todos los juegos que implican a los jugadores, se convertirá en un drama con vencedores y vencidos.
Si Arthur se hubiera decidido contra el viaje no habría mostrado con  ello  disposición   para   ser   un   sabio,   sino   simplemente  para convertirse en sedentario. Sin embargo, al decidirse por el viaje, no podía evitar un sentimiento de vergüenza: ahí estaba lo diabólico de la situación. Pues, dada la alternativa, no le quedaba sino vivenciar el viaje como una traición a sus ambiciones. Y no podía ocultarse a sí mismo que llevaba a cabo la traición porque el deseo de convertirse en sabio carecía de aquella fuerza que cabía suponer antes de la decisión. Iba a viajar, pero a costa de su autoestima. Más aún: viajaría con la desazón de haber vendido su alma para descubrir el mundo. Pudo describirse a sí mismo sus sentimientos exactamente así: iré con las botas de siete leguas por el mundo, pero al volver me recogerá el diablo bajo la figura del comerciante Jenisch de Hamburgo.
Los efectos ocultos de este drama no deben ser subestimados. La animadversión de Schopenhauer contra la historia —algo que le distingue radicalmente de todos sus contemporáneos— tiene aquí su raíz. El pacto con el diablo muestra el futuro a la luz de la fatalidad y la amenaza, convirtiéndolo en un agujero tenebroso. Para pensar históricamente hay que esperar algo del futuro, aunque uno lo haga en secreto. Cuando lo que tiene que llegar está vacío de promesas es imposible el pensamiento histórico. Y precisamente el viaje a través de Europa es como un paseo por el patio de la prisión: un par de vueltas alrededor del mismo y después otra vez al agujero.
La curiosidad teórica de Arthur, sin embargo, prevaleció sobre su sentido de la traición. Por fortuna, nadie puede huir a la larga de sí mismo; a lo más, cabe dar rodeos, aunque también puede pasar que uno muera antes de alcanzar la meta. El ser humano, escribe Schopenhauer en la Metafísica de las costumbres, «llevará a cabo toda clase de intentos frustrados y hará violencia a su carácter en los detalles; pero, en conjunto, tendrá que plegarse al mismo» (VMS, 103).
Al aceptar el aprendizaje futuro del comercio, Arthur «hacía violencia» a su curiosidad teórica; pero no se dejó engañar. Esa curiosidad sería, antes que nada, su compañera secreta de viaje.
¿De qué clase de curiosidad teórica se trata?
No pretende devorar el mundo, es reservada. No intenta fundirse con lo que toca, quiere mantener la distancia. Es una curiosidad que aspira a la separación y no a la unión, un placer en lo singular y no en lo universal. En el joven germina una metafísica secreta del separatismo: podemos ver ahí la huella que dejaron las heridas de un niño sin suficiente amor. Pero son heridas recubiertas por el orgullo: un orgullo que forma también parte de la herencia. Lo recibió del padre y del medio ambiental. Arthur tiene un sentido pronunciado de la verticalidad y ésta le catapulta hacia lo alto. Sólo entonces es posible contemplar la horizontalidad desde la perspectiva del pájaro. Por ello, Arthur gustará de escalar montañas durante toda su vida, sobre todo al amanecer. Son esos momentos de éxtasis de los que habla en su diario. Mientras abajo todo duerme y está sumido todavía en la oscuridad, él contempla ya el sol y tiene un encuentro íntimo con la estrella central, encuentro del que allá abajo nada se sospecha. Aquí, desde la altura, halla también placer en lo universal. El Dioniso que hay en él se sitúa en la cumbre y no en la profundidad.
Desde lo alto —pero, en cualquier caso, guardando la distancia— Arthur Schopenhauer puede enardecerse a pesar del frío cristalino de las primeras horas matutinas en la montaña: los contornos agudos acarician sus sentidos. Su lenguaje tiene el mismo temple: no fluye, sino que avanza solemnemente, brota con brío, claridad y precisión, y no se presta a la lisonja. Mantiene distancias, guardando una posición que desea para sí: aunque no sea amado, que tampoco se le pueda abrazar, protegido por el frío y los contornos agudos. Siendo todavía muchacho emanaba de él algo intocable, algo que percibían sus amigos de la escuela y de lo que a veces se quejaban. También la madre formula repetidamente los mismos reproches: tendría que aproximarse más hacia los otros seres humanos. «Aunque no soy partidaria de una etiqueta rígida», le escribe teniendo Arthur quince años, «menos todavía puedo soportar la rudeza de una manera de ser y de comportarse que sólo atiende a gustarse a sí mismo... Tú tienes esa mala disposición.» También el padre, en su última carta, de 20 de noviembre de 1804, exhorta a su hijo con las siguientes palabras: «Quisiera que aprendieras a hacerte agradable a las personas.»
Arthur no lo aprenderá nunca. La curiosidad teórica es el órgano que le mantiene extraño a los demás y el impulso reactivo del gesto con el que mantiene el mundo a distancia lo aproxima hacia sí mismo. Es una clase de amor propio que tiende a convertirse en el manantial profundo de una enemistad universal. Veremos cómo logró sobrevivir así, sin petrificarse, e incluso cómo pudo surgir de ahí un genio filosófico. En cualquier caso, la curiosidad que acompaña al muchacho en el coche de viaje no es del todo benévola.
Mira atentamente y observa con exactitud, pero no se deja arrollar por las impresiones. Acumula pruebas; con las experiencias, que busca y obtiene, resulta ostensible que pretende abrir un proceso —un proceso contra el mundo por el que viaja; no debemos olvidar que ese mundo se le muestra a la luz de un futuro que se convertirá en prisión para él, como el patio de la cárcel por tanto.
Durante la época del viaje, Arthur tenía, naturalmente, la edad de la angustia existencial adolescente. Pero es una angustia existencial acompañada por una capacidad de observación sobria y extrema, difícil de hallar en otros. Arthur viaja sobre las huellas del Candide de Voltaire, al que el mundo se le aparecía también como algo de lo que lo mejor sería apartarse. Había encontrado la novela en la estantería del padre.
Posteriormente, Arthur Schopenhauer se sirvió de comparaciones dobles para resumir el viaje. En 1832, escribe en su Cholerabuch* que le había pasado como a Buda: «Cuando tenía diecisiete años y carecía todavía de toda instrucción superior, fui sobrecogido por la desolación de la vida igual que le pasó a Buda en su juventud al contemplar la enfermedad, la vejez, el dolor y la muerte. La verdad clara y evidente que el mundo expresaba se superpuso pronto a los dogmas judaicos que me habían inculcado y llegué a la conclusión de que este mundo no podía ser obra de un ser benévolo sino, en todo caso, la creación de un diablo que lo hubiese llamado a la existencia para recrearse en la contemplación de su dolor» (HN IV, I, 96). En su curriculum, el viaje queda caracterizado de manera menos estilizada. Allí podemos leer lo siguiente: «Pues precisamente en esos años en que se va despertando el ánimo viril, durante los cuales el alma humana permanece abierta a toda clase de impresiones... mi espíritu no quedó repleto, como habitualmente sucede, con palabras vacías y con informes de segunda mano sobre las cosas... con el resultado de embotar y aletargar de ese modo la primitiva agudeza del intelecto, sino que fue alimentado e ilustrado por la contemplación directa de las cosas... Me alegra en especial el que este proceso formativo me haya acostumbrado desde muy pronto a no darme por satisfecho con los meros nombres de las cosas, sino a preferir decididamente a la palabrería hueca la consideración y la investigación de las cosas mismas y el conocimiento que surge de la intuición directa. Por eso, en tiempos posteriores, no corrí nunca el peligro de tomar a las palabras por cosas» (B, 650).
Los diarios de Arthur proporcionan información de cómo pensaba durante el viaje, y no sólo después del mismo. Escribió tres cuadernos, con letra clara y limpia, tal como exigía el padre. También la madre pretende contribuir a la educación literaria del hijo. Así que le recomienda que aprenda a plasmar en el lenguaje lo que ve y lo que vivencia; tiene que ejercitarse en el arte del juicio, de la elección, de la clasificación. En pocas palabras: el diario de viaje no es un borrador íntimo. Arthur anota en él sólo lo que es susceptible de llegar hasta los ojos paternos. Sus apuntes están formulados con esmero y carecen de provisionalidad. Su madre los utilizó después para completar sus propios diarios de viaje.
En aquella época, el hecho de viajar era festejado generalmente como un acontecimiento irrepetible de la vida. Las impresiones de países extraños y gentes diversas eran consideradas como joyas. El diario, que todo viajero que se tuviese en algo comenzaba, era el estuche de ese aderezo de la vida. Si la colección de notas era suficientemente extensa y el autor tenía bastante amor propio y estaba orgulloso de la experiencia, los llevaba a un editor, el cual imprimía gustoso los testimonios de ese vagabundeo exquisito, pues el público, sedentario en su mayor parte, los leía con fruición. La madre de Arthur se había aproximado al Olimpo literario precisamente a través de la literatura de viajes. El hijo, sin embargo, estaba libre todavía de tales ambiciones.
El 3 de mayo de 1803, los Schopenhauer dieron comienzo al viaje llevando carruaje y criado propios. Adele, que tenía seis años, quedó al cuidado de la niñera y de unos parientes. Habían establecído la ruta de viaje hasta en los mínimos detalles. En todos los lugares de Europa tenían amigos de negocios y conocidos de otros conocidos en cuyas casas era posible echar el ancla —en Bremen, Amsterdam, Rotterdam, Londres, París, Burdeos, Zürich, Viena. Las cartas de recomendación abrían las puertas y servían para anudar relaciones nuevas. El viaje se convertía de este modo también en un recorrido por los salones de la clase alta de Europa, en donde todo el mundo conocía a todo el mundo, o conocía a alguien que conocía a otro. Antes de partir, habían recopilado información sobre todas las cosas dignas de verse y llevaban monografías especializadas. Por ejemplo, en Bremen, la primera parada, los Schopenhauer se apresuran hacia el famoso sótano de plomo para admirar los cuerpos incorruptos con la piel seca y apergaminada. Por la tarde, se recuperan de tales impresiones yendo al teatro o aceptando la invitación para asistir a algún acontecimiento social en el lugar. En Westfalia, el carruaje se hunde por vez primera en un lodazal. El cielo está gris y llueve incesantemente. «Negro páramo», escribe Arthur. La comida resulta insufrible y los Schopenhauer tienen que recurrir a sus provisiones de viaje: empanadas francesas y vino. Una multitud de mendigos se precipita sobre el coche al pasar por las sucias aldeas. En Holanda se puede respirar de nuevo: los caminos están adoquinados con piedra y las casas limpias y adornadas. Todo exhala limpieza aquí, las personas parecen sosegadas y se mantienen a distancia. Arthur describe la taberna de una aldea, por la tarde: «Allí nadie cantaba ni lanzaba aullidos, no había peleas ni se escuchaban maldiciones, como sucede en las tabernas de otros lugares; todos estaban sentados como verdaderos campesinos holandeses y bebían café. La escena era idéntica a la que tan a menudo se encuentra en las pinturas holandesas» (RT, 22). La familia se sienta un rato y luego se retira al dormitorio. Arthur no puede dormir y coge su flauta. «Apenas estábamos una hora allí, cuando ocho campesinos irrumpieron de repente en nuestro cuarto, se desnudaron sin más miramientos, se metieron en tres camas que había libres y se durmieron plácidamente al son de mi flauta, acompañándome con sus ronquidos en señal de agradecimiento» (RT, 22). En Ammersfoort, los Schopenhauer se enteran de que la guerra entre Inglaterra y Francia está de nuevo en pleno auge. ¿Será posible trasladarse a Inglaterra? Corre el rumor de que el paso por Calais ha quedado cerrado. El 11 de mayo llegan a Amsterdam. «Amsterdam superó con mucho lo que yo esperaba. Las calles son muy anchas y la multitud no resulta por tanto tan desagradable como suele serlo en otras grandes ciudades comerciales... Las casas, aunque no parecen modernas, pues todas tienen frontispicios puntiagudos siguiendo la antigua manera de construir, tienen aspecto de nuevas porque se las lava constantemente y se las pinta y adorna a menudo, igual que todo lo que se ve aquí» (RT, 29).  En una tienda de porcelanas, Arthur tiene el primer encuentro con su santo particular. En el escaparate descubre figuras de Buda, «de esas que te hacen sonreír incluso en momentos de malhumor, por su manera de inclinarse hacia ti sonriendo de manera tan amistosa» (RT, 25). Visitan la vieja casa consistorial, ocasión que Arthur aprovecha para reflexionar por primera vez sobre lo sublime. En esas estancias, el ser humano se convierte en algo ínfimo e insignificante. Las voces se pierden a lo lejos y el ojo es incapaz de captar todo el esplendor. Es una obra humana, pero supera la medida del hombre: el monumentalismo del recuerdo convertido en piedra y la caducidad de la carne corrupta. Arthur está ante el retrato de un almirante holandés: «Junto al cuadro reposaban los símbolos de su biografía: su espada, su copa, el collar honorífico que había llevado y, finalmente —la bala que volvió inútiles todas estas cosas para él» (RT, 27).
Esa especie de laconismo escéptico, basado en la distancia, que no se deja arrollar por rituales de significación y preserva por tanto una mirada para la comicidad involuntaria, entra en acción sobre todo en ocasiones relacionadas con la religiosidad. Arthur comenta con las siguientes palabras un oficio religioso judío en Amsterdam: «Mientras el rabino hacía una inclinación infinitamente larga con la cabeza dirigida hacia lo alto y la boca abierta de una manera increíble, toda la comunidad hablaba como si estuviera en la lonja de granos. En cuanto el clérigo hubo terminado, se pusieron a cantar todos el mismo verso de los libros hebreos y terminaron con igual reverencia. Dos jovencitos que había junto a mí casi me hicieron perder el quicio, pues al inclinarse con la boca abierta y levantando la cabeza parecía que me estaban gritando, tanto es así que me espanté un par de veces» (RT, 27). No se trata de malévolo antisemitismo, pues Arthur trata con la misma falta de respeto el canto de la comunidad protestante. Narra la visita de una iglesia, «en la que el canto estridente de la comunidad nos produce dolor de oídos y el individuo parece balar con la boca estirada incitándonos a la risa» (RT, 34). Se trata de aceradas acotaciones emitidas por un observador que se sitúa al margen. Arthur preserva también el arte de mantener los ojos abiertos y emitir juicios independientes en los encuentros con las así llamadas 'personas de respeto'.
Uno de los factores que contribuían a que el balance de empresas viajeras como la de los Schopenhauer resultara un éxito era la posible aproximación a algunos de los poderosos de este mundo; una breve ojeada a los talleres en los que se forjaba la historia universal pertenecía también al programa de visitas. En Londres, los Schopenhauer consiguen visitar la Drawing-room del palacio real. Ahí son testigos de la Antichambre en la que se produce el encuentro de la gran aristocracia. Arthur empero escribe en su diario: «parecían campesinas disfrazadas» (RT, 44). En el jardín de Windsor observa a la pareja real que ha salido de paseo. Le parecen un par de filisteos comunes: «El rey es un hombre mayor muy bello. La reina es fea y carece de toda compostura» (RT, 58). En Viena ve a la pareja imperial austriaca al salir de palacio: «El emperador salió llevando a la emperatriz, se sentó junto a ella y él mismo se puso a conducir el carruaje. Ambos utilizaban una toilette modesta en extremo. El es un hombre flaco, cuyo rostro marcadamente estúpido haría pensar más bien en un sastre que en un emperador. Ella no es hermosa, pero parece más lista» (RT, 258).
Napoleón, en París, es otra cosa. Aquí tampoco Arthur puede quedarse impávido. Una vez lo encuentra en el «Théâtre des Fran-çais». La gente aplaude frenéticamente, Napoleón hace algunas reverencias y toma asiento. Arthur ya no dispensará una sola mirada al escenario. Al fin y al cabo, el demoníaco actor principal del teatro del mundo en el presente se sienta en el ángulo oscuro de un palco: «Vestía un uniforme muy simple» (RT, 81). En una ocasión posterior observa de nuevo a Napoleón en un desfile de tropas: «Era una apariencia grandiosa. Yo podía distinguir muy bien la persona del cónsul, aunque estaba demasiado lejos para reconocer los rasgos de su cara. Cabalgaba sobre un majestuoso corcel blanco y su fiel mameluco permanecía constantemente junto a él» (RT, 108).
No obstante, Schopenhauer salvaguarda su escepticismo frente a los héroes del desarrollo histórico universal. Su mirada desnuda todas las cosas a las que se dirige y formula la siguiente pregunta: ¿Qué quedará de vuestro presente arrogante? Un campo de ruinas en el que todo se corrompe. La galería de figuras reales en la iglesia de Westmisnster le sugiere la siguiente reflexión: «los reyes dejaron aquí el cetro y la corona, los héroes sus armas... pero, entre todos ellos, sólo los grandes espíritus, cuyo brillo no provenía de afuera sino que emanaba de su propio interior, llevaron su grandeza consigo. Ellos se llevan todo lo que tenían aquí» (RT, 51).
Por el momento, sin embargo, los «reyes» y los «héroes» eran causa de múltiples calamidades. Cuando los Schopenhauer llegan a Calais, el 24 de mayo de 1803, la guerra que acaba de comenzar está a punto de imposibilitarles la travesía a Inglaterra y apenas tienen tiempo de coger el último pasaje. Otros viajeros serán menos afortunados. Arthur relata: «tres botes remaron hasta nosotros con todas sus fuerzas. Eran los pasajeros del paquebote francés que no había podido salir porque acababa de llegar de Calais la noticia de la guerra. Esos infelices pasajeros no habían podido siquiera llevar sus equipajes consigo y las mujeres y niños tuvieron que escalar con miedo y dificultad nuestro buque que se balanceaba sin cesar; y vi como cada uno de ellos tenía que entregar dos guineas a los marineros que les habían conducido hasta allí. Además tuvieron que pagar el pasaje en el nuestro y, según supongo, también en el paquebote francés» (RT, 35). Tras el desembarco feliz en Inglaterra, el objetivo inmediato del viaje era, naturalmente, Londres. El europeo continental que llega a Londres por la tarde se siente inclinado a pensar que aquí se celebra una gran fiesta, pues la ciudad parece un mar de luces. También Arthur tardó en percatarse de que esa iluminación era algo cotidiano. Pero a pesar de tanta luz en las calles, era preciso precaverse de los ladrones: los rateros hormigueaban entre la multitud. En la City pulsaba una vida frenética. Se tenía la impresión, escribe Johanna Schopenhauer en su relato del viaje, «de que una peligrosa revuelta general hubiese puesto en acción a todos los habitantes». Arthur se atreve a aventurarse en el tumulto incluso yendo solo. Las impresiones recibidas superan todas las expectativas: se imagina estar viajando por el futuro.
Cuando el caos amenaza sumergirlos, los Schopenhauer huyen al continente acostumbrado del programa de visitas y actividades culturales. La oferta es exuberante. Allí está Fitz-James, el más famoso ventrílocuo; también hay una troupe de pantomima, que acaba de volver de San Petersburgo. Visitan un hospital de marinos inválidos por el que los héroes de guerra andan en zapatillas. Es obligatoria la visita al almacén de muebles más grande del mundo. Cada semana cabe asistir a una ejecución. Hay varios teatros grandes. En el Covent Garden, el famoso Cook se tambalea en el escenario. El intendente aparece en la rampa de subida: «Mister Cook está enfermo»; el público del parterre ruge: «No, no, está borracho.» En el teatro situado en Haymarket, un espectador de la galería empieza a cantar durante la representación. Se produce una algarabía y luego le dejan proseguir.  Cuando acaba,  continúa la  representación en el escenario: libertades inglesas. Las representaciones de Shakespeare se interrumpen para poder fumar en pipa. Los apuntadores gritan demasiado. Es el cumpleaños del rey: mil carrozas se arremolinan delante de la salida de palacio y los disparos de los cañones producen dolor de oídos. Después de todo esto, Arthur se alegra de llegar a la pensión escolar del reverendo Lancester, en el tranquilo Wimbledon. Allí tiene que aprender inglés mientras los padres prosiguen el viaje a Escocia. La elección recayó en esta escuela porque también Nelson, el viejo militar, había hecho educar allí a su sobrino: una recomendación indiscutible. Arthur tuvo que pagar el pato por ello. La escuela abría y cerraba con la plegaria: la devoción recubría todas las actividades. Rezaban por todos los miembros de la casa real, por las embarazadas y los lactantes, por los que no habían nacido todavía y por diversas cabezas ilustres. La disciplina de los alumnos estaba establecida matemáticamente y el ritual de castigo era de una precisión mecánica. Había palos a mansalva y la comida era repugnante. Por la mañana llevaban a los muchachos al estanque para bañarse: había pocas toallas. El domingo, los oficios religiosos se sucedían sin solución de continuidad. Los escolares tenían que acompañar al reverendo mientras preparaba el sermón. Luego tenían que oírlo de nuevo en la iglesia. Por la tarde había que asistir al tercer oficio religioso, que parecía no acabar nunca. Por la noche hacia demasiado frío para dormir.
Arthur escribió desde Wimbledon a su amigo de la escuela Lorenz Meyer y debió despacharse a gusto contra la escuela, pues Meyer contesta: «Lamento que tu estancia en Inglaterra te mueva a odiar a toda la nación.»
Los padres, a los que Arthur se queja de la «infame beatería» del país, muestran sólo una comprensión relativa. Arthur había concluido su carta con un hondo suspiro: «si por lo menos la verdad, con su antorcha, quemase las tinieblas egipcias de Inglaterra» (B, 1). La madre responde, en primer lugar, con una amable crítica estilística: « ¿Cómo puedes atribuirle eso a la verdad? Las tinieblas pueden... ser iluminadas, pero... es imposible que ardan.» Luego continúa: «Por el momento recibes una buena dosis de cristianismo... pero tengo que reírme un poco de ti, pues ¿sabes cuánto tuve que combatir contigo... cuando no querías emprender ninguna tarea los domingos y días de fiesta, porque eran para ti 'días de descanso'? Ahora recibes tu descanso dominical hasta la saciedad.»
Arthur no hizo amigos en Wimbledon. Cuando le era posible, tocaba la flauta, dibujaba, leía, salía de paseo y, finalmente, se sintió liberado en septiembre de 1803, después de tres meses, al regresar a Londres, adonde los padres habían llegado entre tanto.
Los Schopenhauer se quedaron en Londres un mes largo todavía. Arthur acabó por aburrirse también allí. En noviembre de 1803, la familia se trasladó al continente. Tuvieron una tempestad en el viaje y Arthur se puso enfermo.
A finales de noviembre, los Schopenhauer llegaron a París. Arthur, deslumbrado todavía por Londres, no se siente aquí de ninguna manera en la capital del siglo XIX. Compara con Londres los paseos, los palacios y jardines, la vida en la calle, todo lo que encuentra. La metrópolis inglesa le parece más gran ciudad. En París, cuando uno abandona los grandes boulevares por la tarde, todo se vuelve en seguida oscuro y sucio. Calles sin adoquinar, casas de fachadas grises y sin adornos. También se echa de menos aquí el hormigueo omnipresente del movimiento humano. Los alrededores del pequeño barrio de la Cité parecen provincianos. Los Schopenhauer se dejan guiar por Louis-Sébastien Mercier, el famoso autor de Tableaux de París: nadie puede superarle en conocimiento del país. La pasión de Mercier es la arqueología del pasado más reciente. Hace seguir a los Schopenhauer las huellas de la Revolución: aquí estuvo la guillotina, allí la Bastilla; acá se reunía el comité de salvación, allá durmió Robespierre; éste era el burdel que prefería Danton. Pasan días enteros en el Louvre, saturado de tesoros artísticos que Bonaparte ha robado por toda Europa. Egipto está de moda por el momento: no ha mucho que Napoleón regresó de las Pirámides. En la ópera se representa Die Zauberflöte con decorado egipcio. Muchos señores distinguidos han empezado a usar un bonete rojo. El 'dernier cri' en París resulta siempre especialmente llamativo. Pero también aquí se trabaja con fervor para la eternidad. El Panteón está a punto de terminarse: Jean-Jacques Rousseau será el primero en encontrar allí morada definitiva.
Arthur emprende solo una excursión hacia El Havre. Visita a los Grégoire y a Anthime, su amigo de la niñez. El diario de viaje no contiene noticias al respecto. El encuentro con Anthime es algo que los padres no deben contemplar.
A finales de enero de 1804, los Schopenhauer abandonan París en dirección a Bordeaux.  Es un viaje al pasado.  Cruzan la vieja Francia, zona en la que la Revolución ha dejado menos huellas. Llueve ininterrumpidamente y los caminos están reblandecidos. A menudo, padre e hijo tienen que ayudar a apartar las piedras del camino. Una vez se rompe una rueda y hay que buscar ayuda a millas de distancia. En las estaciones de repuesto hay esperas interminables: faltan caballos para reponer. En los alrededores de Tours son asaltados constantemente por «una insoportable multitud de mujeres impertinentes... armadas con cuchillos» (RT, 122). Hay muchos cuchillos y pocos alimentos. Roban del coche las provisiones de viaje. Llegan noticias de que algunos grupos de atracadores cometen sus fechorías entre Poitiers y Angouléme. Los expertos del lugar desaconsejan determinadas rutas, pero es imposible saber si preparan una emboscada. Pasan junto a poblados pintorescos, con casas colgadas de las rocas; «es como si la roca quisiera parir la casa» (RT, 117), anota Arthur en su diario. El 5 de febrero de 1804, los Schopenhauer llegan finalmente a Burdeos, que había salido bien parada de la Revolución y era, según anota Arthur en su diario, la «ciudad más bonita de Francia» (RT, 122).
Dos años antes, otra persona había tenido una experiencia similar: Friedrich Hölderlin. Había llegado a Burdeos el 28 de enero de 1802 para ocupar el puesto de preceptor en casa del comerciante en vinos y cónsul general de Hamburgo Daniel Christoph Meyer, tío del amigo de la escuela de Arthur, Lorenz Meyer. Los Schopenhauer entran así en una casa que Hölderlin había abandonado apenas dos años antes en circunstancias extrañas. Constituye un enigma para los investigadores, todavía no resuelto, el porqué se despidió Hölderlin tan atropelladamente, después de sólo tres meses de estancia, de la casa de los Meyer, una casa en la que —como también después los Schopenhauer— se sintió muy bien. «Mi vida aquí es casi demasiado estupenda», escribió Hölderlin a su madre. Y también lo siguiente: «'Será feliz aquí', dijo mi cónsul al recibirme. Creo que tiene razón.» No sabemos si la causa de la desaparición de Hölderlin fue un amorío comprometedor en el lugar, o una noticia de Susette Gontard desde el lecho de muerte en Frankfurt, o los inicios de la enajenación mental. Pero tal vez lo supieron los Schopenhauer por los Meyer, quienes los habían acogido tan cordialmente como antes a Hölderlin. Arthur empero no dice nada al respecto, puesto que en aquel momento Hölderlin no representaba todavía ni de lejos una notoriedad literaria.
 Los Schopenhauer permanecieron casi dos meses en Burdeos. Presenciaron los últimos días del carnaval, el alboroto de las máscaras en los boulevares, la algarabía general, los cascabeles de los disfrazados, los silbatos, los tambores. Ni siquiera por la noche reina la tranquilidad: alegría de vivir sureña, desinhibición, violencia, obscenidad —la ciudad rebosa de todo ello ahora. El carnaval es el gran igualador. El pueblo sencillo anega los círculos selectos entre los que se mueven los Schopenhauer. En los bailes nocturnos, anota Arthur, se expande el hedor a ajo. E incluso en el teatro apesta como en las casetas del mercado. Al caer el frío de la tarde chisporrotea el fragante romero en las chimeneas. Después del carnaval comienza el jubileo de los treinta días con motivo del restablecimiento de la religión. El católico sur de Francia respira al fin: ya no es preciso adorar al estricto y vacuo Dios de la razón. La primera procesión después de la Revolución se convierte en una fiesta embriagadora. Toda la ciudad se pone de rodillas: arrastran la custodia como si fuese un trofeo de guerra. El incienso perfuma las calles. Desfilan todos: los dragones, los alumnos de la escuela de cadetes vestidos de punta en blanco, los canónigos entonando cánticos, un ejército de clérigos en rojo, blanco, negro, con cruces de plata. Encabezan la procesión los dignatarios vestidos de violeta y rodeados de niños henchidos de asombro. Cuelgan faroles de los árboles; las ventanas y las puertas están adornadas con mirto y con ramas. Cantos sagrados, gritería del mercado, baraúnda de los músicos —el carnaval parece proseguir en esta fiesta piadosa. Arthur se pierde con placer en este tumulto desacostumbrado que inspira una metafísica de la sensualidad. E inmediatamente llega el estallido de la primavera: suavidad de la atmósfera, viento cálido, capullos que se abren, un cielo ornamental. Primavera en Burdeos —en palabras de Hölderlin:




En los días de fiesta van
Las mujeres morenas por allí
Sobre el suelo de seda
En el mes de marzo, Cuando día y noche iguales son
Y sobre lentos senderos,
Preñados de sueños dorados
Soplan aires que adormecen




Tres días después de los alegres fuegos que celebran la igualdad del día y la noche, los Schopenhauer abandonan Burdeos, «con un tiempo  radiante de primavera» (RT,  129),  según escribe Arthur.
El viaje pasa por Langon, Agen y Montauban hacia Toulouse. Es el «paisaje más bonito del mundo» (RT, 130). Ciruelos en flor, palacios abandonados, castillos derruidos, monasterios desmantelados en el camino. Son las huellas de la historia más reciente. En St. Feriol, en el estanque del canal del Languedoc, Arthur presencia la apertura de la esclusa subterránea: «Fue como si la destrucción se precipitase sobre los mundos: no sabría comparar con nada ese rugir y bramar horribles, ese alarido espantoso» (RT, 131). Arthur Schopenhauer elaborará posteriormente las impresiones que recibe aquí en su lección de la Estética* sobre la teoría de lo sublime. «No es posible formarse una representación de este ruido», explica en ese texto, «es mucho más fuerte que el de la catarata del Rin, porque está en un lugar cerrado; producir aquí con cualquier medio un sonido que fuera todavía audible sería del todo imposible: uno se siente completamente anonadado por el monstruoso estruendo. Pero puesto que se está a salvo e incólume y todo sucede en la percepción, surge entonces el sentimiento de lo sublime en su grado más alto» (VMSch, 107).
Se trata de algo que le fascinará una y otra vez: el anonadamiento del individuo frente a la omnipotencia de la naturaleza —pero también de la no menos sobrecogedora dimensión del tiempo. En Nimes visitan el Coliseo antiguo, bien conservado todavía. En esas acumulaciones de piedra los visitantes han grabado sus nombres, incluso confesiones de amor quizá, hace dos mil años. «Estas huellas», escribe Arthur en el diario, «conducen rápidamente el pensamiento hacia los miles de seres humanos que se pudrieron hace tanto tiempo» (RT, 140). En Burdeos fue el gentío del carnaval; en el canal de Languedoc, el estruendo de las masas de agua; aquí, en Nimes, es el silencio petrificado del tiempo el lugar donde parece anularse el significado del individuo.
Los Schopenhauer se quedan diez días en Marsella. Arthur vagabundea por el puerto. Pasa varias veces por delante de la llamada «casa de hablar», porque desde su balcón se negocia la cuarentena preventiva con los mensajeros de los barcos recién llegados. Es una regulación adoptada cien años antes, después de la última epidemia de peste. Las habitaciones de esta casa desprenden olor a vinagre: cada carta que llega de la zona de cuarentena del puerto es sumergida en vinagre caliente para la desinfección. El miedo ante la gran muerte estremece todavía a los habitantes de la luminosa Marsella —una circunstancia aprovechable que alimenta la afición de Arthur «a cavilar sobre la miseria del ser humano», según comenta su madre con desaprobación.
En el camino hacia Toulon visita el fuerte, tristemente célebre, en el que Luis XIV tuvo encerrado a un prisionero de Estado durante muchos años: el misterioso desconocido con la máscara de hierro. Arthur se pone a tono para las impresiones que recibirá en el gran arsenal de Toulon, en la zona de los condenados a galeras. Los visitantes son llevados allí como si se tratase de un zoo; los forzados están encadenados y es posible visitarlos: es el horror programado. En el relato de su viaje, la madre se pregunta lo que sucedería si los forzados se liberasen: una «vecindad de espanto». Arthur reacciona de otra manera. Lo que estimula su imaginación no es el miedo a romper la bienaventuranza del mundo exterior, sino el horror que le produce el interior de las galeras. «Los forzados están divididos en tres grupos», escribe Arthur el 8 de abril de 1804 en su diario: «el primero está constituido por aquellos que sólo han cometido delitos leves y permanecen ahí por corto tiempo, como los desertores, soldados que han faltado contra la subordinación, etc.; llevan un solo grillete de hierro en el pie y pueden andar con libertad, es decir, dentro del arsenal, pues ningún forzado puede ir a la ciudad. El segundo grupo está integrado por criminales con delitos más graves: trabajan atados de dos en dos con pesadas cadenas. El tercer grupo, que se compone de los peores criminales, tiene los grillos herrados a los bancos de la galera, los cuales no pueden abandonar por tanto: éstos se ocupan en trabajos que puedan ser ejecutados estando sentados. Considero que la suerte de estos desgraciados es mucho más horrible que la pena de muerte. Las galeras, que he visto desde fuera, parecen el lugar de estancia más sucio y repugnante que pueda uno imaginarse. Son viejos barcos abandonados que ya no salen al mar. El lecho de los forzados es el banco al que están encadenados y su comida consiste en agua y pan. Lo que no logro comprender es cómo, sin una alimentación más consistente y consumidos por la pena, no sucumben antes con el duro trabajo, pues durante su esclavitud son tratados como animales de carga. Es horrible considerar que la vida de estos forzados a galeras carece completamente de cualquier satisfacción, con todo lo que esto significa; y que aún después de veinticinco años de sufrimiento ininterrumpido no hay todavía ninguna esperanza: ¡puede concebirse una sensación más horrible que la de uno de esos infelices mientras es herrado al banco de la oscura galera del que nada, sino la muerte, logrará separarle! El sufrimiento de muchos de ellos queda agravado todavía por la compañía inseparable del que está herrado con él en la misma cadena. Y si finalmente llega el momento que deseó cada día entre anhelantes suspiros desde hace diez o doce años y tiene término la esclavitud: ¿qué será de él? Vuelve a un mundo para el que estuvo muerto durante diez años; las perspectivas que tal vez tenía, siendo diez años más joven, han desaparecido; nadie quiere aceptar a alguien que viene de galeras: diez años de penitencia no le han lavado del crimen de aquel instante. Tiene que convertirse de nuevo en criminal y acaba en el patíbulo. Me quedé horrorizado cuando oí que hay aquí seis mil forzados a galeras. Los rostros de estos hombres podrían proporcionar abundante materia para consideraciones fisiognómicas.
Pero Arthur Schopenhauer no asoció solamente consideraciones fisiognómicas con esa experiencia. El arsenal de Toulon dejó en él un repertorio de figuras palpitantes a las que recurriría después para ilustrar, en su metafísica de la voluntad, el encadenamiento de la existencia individual y de la razón a la voluntad de vivir anónima. Todos nosotros estamos forzados a galeras por mediación de la voluntad que constituye nuestro ser. Incluso antes de que asome la razón, estamos ya firmemente encadenados a un impulso ciego de autoafirmación y la cadena que nos sujeta nos vincula a la vez con nuestros prójimos. De modo que cada movimiento que ejecutamos sólo sirve para infligir dolor al otro.
En Toulon, Arthur vivencia desde afuera esta prisión como una especie de espectáculo al que uno se aproxima con espíritu observador. Pero si la prisión es universal ¿dónde se encuentra el punto de vista de la consideración?; ¿dónde existe un afuera?; ¿cómo puede lo universal convertirse en espectáculo? Arthur Schopenhauer dará más tarde una respuesta muy complicada, una respuesta que se formula en el lenguaje de la filosofía del sujeto, del budismo, de la mística pietista y del platonismo: hay una inmanencia transcendente, una altura sobreterrenal sin cielo, un éxtasis divino sin Dios. Es posible el éxtasis del conocimiento puro. La voluntad puede volver-se contra sí misma, puede consumirse en sí misma y convertirse completamente en ojo: ya no es, sólo ve.
Al joven Arthur Schopenhauer se le ofrecen durante el viaje otras oportunidades para establecer modelos experienciales de una metafísica de las alturas: experiencias de altura en sentido literal.
Durante este viaje, Arthur ascendió a un monte en tres ocasiones: primero al Chapeau, cerca de Chamonix; después al Pilatus, y, finalmente, al Schneekoppe, en los Montes Gigantes. Su diario informa detalladamente en cada caso de la ascensión. Las anotaciones constituyen también vuelos de altura desde el punto de vista estilístico, pues mientras otras veces describe sus vivencias con pedantería y bajo el peso de la obligación, en estos informes sobre sus escaladas vibra una experiencia sobrecogedora que da brillo y fuerza al relato.
Primero la subida al Chapeau. El camino serpentea junto a una dilatada masa glaciar a la que denomina «mar de hielo». Está surcada por abismos y grietas hacia los que fluyen riachuelos sinuosos. A veces, algunos trozos de hielo se precipitan con estruendo hacia el vacío. «Este espectáculo, la visión de las descomunales masas de hielo, las descargas atronadoras, los cursos de agua estrepitosos, las rocas que les rodean con sus cataratas, las cimas flotantes allá arriba y los picos nevados, todo lleva el sello de algo indescriptiblemente maravilloso. Se percibe el carácter descomunal de la naturaleza, que aquí, desbordando todos los límites, pierde su cotidianeidad: uno cree estar más próximo a ella» (RT, 186).
Se trata de una proximidad orgullosa en la que se junta todo lo que es superior. Aquí arriba, lo igual se junta con lo igual; abajo queda lo ordinario. El que ha subido hasta lo alto busca la naturaleza en sus mejores momentos, pero se enfrenta también con los más despiadados y alejados de lo humano. «¡Y frente a esta visión sublime, el valle risueño contrasta llamativamente allá en la profundidad!» (RT, 186). Nada provoca risa aquí arriba. El hombre queda anulado y la naturaleza se permite romper sus «límites». El que se enfrenta con ella tiene que estar en soledad heroica.
Naturalmente, hay en todo esto un poco de exageración; tales paseos por la montaña no eran peligrosos en realidad. Las cimas a las que trepa son de cierta consideración sólo con respecto a la planicie. Pero no es una cuestión de realismo: la vivencia de la montaña está llena de significado para Arthur Schopenhauer.  Un panorama le proporciona la experiencia y su experiencia busca un panorama determinado: el panorama de las alturas.
Tres semanas después, el 3 de junio de 1804, sube al Pilatus junto con un guía de montaña. «Sentí vértigo al dirigir la primera mirada hacia ese espacio de plenitud que tenía ante mí... Me parece que un panorama tal, visto desde lo alto de un monte, contribuye mucho a la ampliación de los conceptos. Es tan completamente diferente de cualquier otra visión que resulta imposible, sin haberla experimentado, formarse una noción precisa de la misma. Todos los objetos pequeños se esfuman; sólo lo grande conserva su figura. Todo queda integrado: lo que se ve no es una multitud de pequeños objetos separados sino un gran cuadro, brillante y luminoso, sobre el que el ojo se detiene con placer» (RT, 219).
Arthur ve lo que le halaga. Lo pequeño desaparece, se entremezcla, se convierte en hormiguero. Uno ya no pertenece a ese mundo. El que contempla la grandeza y se sustrae al hormiguero es también grande. Uno ya no está atado a los «objetos separados» sino que se ha convertido en «ojo», un ojo dirigido hacia ese «cuadro brillante y luminoso». «Ojo del mundo», llamará posteriormente Schopenhauer al sentimiento que se desprende de este placer en visiones lejanas.
Por último, el 30 de julio de 1804 —el viaje se aproxima a su fin— la ascensión del Schneekoppe. Hacen dos días de marcha. Arthur pernocta con el guía en una cabaña, al pie de la cima: «Entramos en un aposento lleno de mozos de cuadra... No se podía aguantar; su calor animal... producía una temperatura sofocante» (RT, 265). El «calor animal» de los seres humanos que se apelotonan entre sí: Arthur Schopenhauer utilizará posteriormente la imagen de los puercoespines que se apretujan para defenderse del frío y del miedo.
Llega a la cima al amanecer, alejándose de las púas de la proximidad humana. «Como una bola transparente, pero con mucha menos irradiación que cuando se le ve desde abajo, el sol flotaba y nos lanzaba sus primeros rayos, reflejándose en nuestros ojos maravillados; debajo de nosotros, en toda Alemania, era todavía de noche; y vimos como, a medida que iba subiendo, la noche se arrastraba hacia zonas cada vez más profundas hasta disolverse del todo» (RT, 266).
Mientras abajo domina la oscuridad, uno ya está en la luz. «Debajo de uno se ve el mundo sumido en el caos.» Pero arriba todo tiene una lacerante claridad. Y cuando el sol llega por fin al valle, no son hondonadas risueñas y apacibles lo que descubre, sino que se ofrece a la mirada «el eterno retorno y la eterna sucesión de montes y valles, bosques y praderas, ciudades y pueblos» (RT, 266).
¿Para qué tomarse la molestia del ascenso? En definitiva hace demasiado frío allá arriba. En la cabaña de la ladera hay un libro en el que los caminantes pueden eternizarse. Alguien encontró allí la inscripción de Arthur:


                                     ¿Quién puede ascender
                                             y callar?


Arthur Schopenhauer, de Hamburgo.

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